—Adelante.
—¿De quién estás enamorado? Suponiendo que lo estés de alguien.
Para su contrariedad, notó que se sonrojaba y trató de escabullirse haciendo una pirueta:
—En este preciso instante estoy enamorado de ti, Dianora. Acabo de descubrir a una mujer desconocida que me gusta mucho.
—¡Déjate de tonterías!… Aunque deseo creerte. Me parece que Lisa hizo el mismo descubrimiento.
El nombre, inesperado, aumentó su sonrojo. Dianora se echó a reír.
—Está bien, no quiero hacerte sufrir…, pero debes saber que acabas de responderme.
Al despedirse de Dianora un poco más tarde, Aldo experimentaba un complejo sentimiento de alivio, ante la idea de que ya no tendría que enfrentarse a las insinuaciones de su antigua amante, y, sobre todo, de dulzura. Para él, el hecho de que hubiera optado por amar a su esposo la volvía entrañable. Más aún si, a juzgar por sus palabras, Lisa también había depuesto las armas. A todo ello se sumaba, sin embargo, la angustia al pensar en el desastre que el rubí maldito podía atraer sobre una familia ahora unida. ¿Qué se podía hacer para evitarlo?
—¡Lo tenemos difícil! —reconoció Adalbert cuando Aldo le hubo contado su conversación con Dianora—. Nuestro margen de maniobra se estrecha cada vez más. Wong se ha marchado. Una vecina lo vio salir de la villa hace cinco días con una gran maleta. He ido a la estación para informarme de qué trenes salían esa noche alrededor de las ocho. Había varios, uno de ellos en dirección a Múnich y Praga, pero no sé por qué iba a volver allí.
—A lo mejor iba más lejos. Si trazas una línea recta que una Zúrich, Múnich y Praga y la prolongas, llegas directamente a Varsovia.
—¿Estará Simón allí?
Morosini abrió los brazos en señal de ignorancia.
—No tenemos manera de saberlo y tampoco tenemos tiempo de buscar para obtener la copia del rubí. En cambio, quizá podríamos hacer que tus gemelos vigilaran las inmediaciones de la casa Cartier en París.
Adalbert miró a su amigo con una curiosidad divertida.
—Dime una cosa, tú que hablas más claro que el agua, ¿no estará rondándote por la cabeza la idea de interceptar al emisario encargado de traer la joya?
—¡Pues claro que sí! ¡Cualquier cosa antes que permitir que esa maldita joya se vuelva contra los Kledermann! Pero como la montura será suntuosa, nos las arreglaremos para que la policía la encuentre.
—¡Estás haciendo progresos! ¿Y… tu amigo el gánster? ¿Qué vas a decirle? Porque me extrañaría que ése tardara mucho en dar señales de vida.
No tardó, en efecto. Esa misma noche, al subir a su habitación para cambiarse antes de ir a cenar, Aldo encontró una nota invitándolo a ir a fumar un cigarro o un cigarrillo alrededor de las once junto al quiosco de la Bürkli Platz, muy cerca del hotel.
Cuando llegó al lugar de la cita, a la hora establecida, Ulrich ya estaba allí, sentado en un banco desde donde se veían las aguas nocturnas del lago enmarcadas por miles de luces.
—¿Ha averiguado algo? —preguntó sin preámbulos.
—Sí, pero primero deme noticias de mi mujer.
—Está muy bien, no se preocupe. No tengo ningún interés en maltratarla mientras usted juegue limpio.
—¿Y cuándo me la devolverá?
—Cuando esté en posesión del rubí… o de una fortuna en joyas. Tiene mi palabra.
—De acuerdo. Las noticias son éstas: el rubí ha viajado a París, a la joyería Cartier, encargada de engastarlo entre diamantes, seguramente para hacer un collar. Lo ha llevado el propio Kledermann… y supongo que también irá él a buscarlo, aunque su esposa no ha podido decírmelo ya que, en principio, se trata de una sorpresa con motivo de su cumpleaños.
El americano reflexionó unos instantes mientras daba fuertes caladas a un puro enorme.
—¡Bien! —exclamó por fin, suspirando—. Vale más esperar a que esté aquí de vuelta. Ahora preste mucha atención. La noche de la fiesta, yo estaré en casa de los Kledermann; seguramente necesitarán personal suplementario. Cuando lo considere oportuno, le haré una seña y usted me conducirá a la cámara acorazada, a la que podré acceder porque usted va a explicarme cómo se abre. Después, volverá a los salones a vigilar, dando prioridad, por descontado, al banquero. Si hace amago de salir, deberá retenerlo. Ahora le toca hablar a usted. Soy todo oídos.
Morosini hizo una descripción bastante exacta del despacho del banquero y del modo de acceder a la cámara acorazada. No tenía ningún escrúpulo en informar al bandido, pues le reservaba una sorpresa de último minuto.
—Hay una cosa que debe saber —dijo al final de su exposición—: la llave que abre el panel de la cámara acorazada, la lleva Kledermann colgada al cuello, y no tengo ni idea de cómo podría conseguirla.
La noticia no hizo ninguna gracia a Ulrich. Masculló algo entre dientes, pero Aldo se equivocaba si creía que iba a darse por vencido. Al cabo de unos instantes, el semblante ensombrecido del americano se iluminó.
—Lo importante es saberlo —concluyó.
—No tendrá intención de matarlo, ¿verdad? —dijo Morosini secamente—. Si es así, no cuente conmigo.
—¿Acaso lo quiere más que a su mujer? Tranquilo, pienso resolver este nuevo problema a mi manera… y sin demasiada violencia. Yo soy un gran profesional, entérese bien. Y ahora preste atención a lo que voy a decirle.
Con mucha claridad, explicó a Aldo lo que tendría que hacer, sin sospechar que el hombre al que creía tener en sus manos estaba completamente decidido a hacer lo imposible para recuperar el rubí sin permitir, sin embargo, que el alegre Ulrich se esfumara con una de las mejores colecciones de joyas del mundo. Cuando hubo terminado, Morosini se limitó a decir en el mejor estilo de Chicago:
—OK, amigo, entendido.
Lo que no dejó de sorprender a su interlocutor, aunque se abstuvo de hacer comentario alguno. Finalmente, los dos hombres se separaron para volver a encontrarse la noche del 16 de octubre.
11. El cumpleaños de Dianora
Fieles al estilo de las fachadas, los salones de recepción de la «villa» Kledermann se inspiraban en la Italia del Renacimiento para su decoración interior. Columnas de mármol, techos con artesones iluminados y dorados, muebles severos y alfombras antiguas ofrecían un digno marco a algunos bellísimos lienzos: un Rafael, dos Carpaccio, un Tintoretto, un Tiziano y un Botticelli, que confirmaban la riqueza de la casa todavía más que la suntuosidad ambiental. Aldo felicitó a Kledermann cuando, tras haber dado una vuelta por el salón, volvió hacia él.
—Se diría que no sólo colecciona joyas.
—Bueno, es una pequeña colección hecha sobre todo para tratar de retener más a menudo a mi hija en esta casa, que no es de su gusto.
—A su mujer sí le gusta, supongo.
—Decir eso es quedarse corto. A Dianora le encanta. Dice que está hecha a su medida. Yo, personalmente, estaría muy a gusto en un chalé en la montaña, siempre y cuando pudiera instalar allí mi cámara acorazada.
—En cualquier caso, espero que se encuentre bien. ¿No recibe a los invitados con usted?
—Esta noche no. Usted que la conoce desde hace tiempo seguramente sabrá que le gusta crear expectación. De modo que aparecerá cuando todos los invitados a la cena hayan llegado.
La velada se dividía en dos partes, una costumbre bastante frecuente en Europa: una cena para las personalidades importantes y los íntimos —unos sesenta— y un baile que contaría con una asistencia diez veces mayor.
Adalbert hizo, con la mayor naturalidad del mundo, la pregunta que a Aldo le quemaba la lengua:
—Tengo la impresión de que vamos a asistir a una fiesta magnífica. ¿Veremos a la señorita Lisa?
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