Aunque la denominación hizo fruncir ligeramente el entrecejo al visitante, éste enseguida se tranquilizó: el salón donde lo introdujeron, de un irreprochable estilo Luis XVI, parecía mucho más un museo que un gabinete propicio para toda clase de abandonos. En cuanto a la mujer que entró en él cinco minutos después, estaba en perfecta armonía con el aspecto suntuoso aunque una pizca demasiado afectado de la decoración: vestido de crespón gris nube de manga larga, cuyo drapeado terminaba en un chal anudado alrededor del cuello y servía de base a un collar de tres vueltas de finas perlas a juego con las que adornaban las orejas de la dama. Dianora jamás había aparecido ante Aldo vestida de forma tan austera, pero éste recordó que la protestante Zúrich debía de imponer a sus hijos católicos, aunque fueran multimillonarios, un comportamiento un tanto solemne.
Dianora ofreció a su visitante una mano regia, cargada de preciosos anillos, y una sonrisa burlona.
—¡Qué amable has sido aceptando mi invitación, querido amigo, pese a lo poco protocolaria que era!
—No te disculpes. Pensaba pedirte una entrevista. Tengo que hablar contigo.
—Dicen que las grandes mentes coinciden. Traerán el té dentro de un momento y después tendremos todo el tiempo que queramos para charlar.
Se limitaron, pues, a intercambiar los comentarios comunes de rigor hasta que el mayordomo, flanqueado por dos camareras, hubo dispuesto ante Dianora la bandeja con el servicio de té, de corladura y porcelana de Sajonia, y en dos mesas contiguas, platos con emparedados, pastas, galletas y bombones, todo en cantidad suficiente para una decena de personas.
Mientras la señora Kledermann procedía a una «ceremonia del té» casi tan complicada como en Japón, Morosini no podía evitar admirar la gracia perfecta de esa mujer de la que había estado perdidamente enamorado diez años antes. Parecía haber descubierto el secreto de la eterna juventud. El rostro, las manos, la sedosa cabellera clara, todo estaba liso, fresco, y no presentaba ningún defecto. Exactamente igual que antes. En cuanto a los grandes ojos de largas pestañas, su color aguamarina conservaba el mismo brillo. Aunque para él era un descubrimiento reciente, Aldo comprendía la pasión del banquero por esa obra maestra humana pese a que él mismo ya no era sensible a ella; prefería con mucho las pecas y la sonrisa traviesa de Lisa.
—Déjame adivinar de qué asunto quieres hablar conmigo —dijo Dianora dejando la taza, de la que acababa de beber—. ¿Qué nos apostamos a que se trata del rubí?
—No era muy difícil de adivinar. Tenemos que hablar muy seriamente sobre él. Esta historia es mucho más grave de lo que imaginas.
—¡Qué tono tan siniestro! Te he conocido más alegre, querido Aldo…, ¿o debemos olvidar que fuimos amigos?
—Algunos recuerdos no se borran nunca, y precisamente en nombre de esta amistad te pido que renuncies a esa piedra.
—¡Demasiado tarde! —dijo ella con una risita divertida.
—¿Cómo que demasiado tarde?
—Aunque quisiera, y no es el caso, me sería imposible devolvértela. Moritz salió para París ayer por la mañana. Sólo Cartier le parece digno de componer el marco apropiado para esa maravilla.
—Aquí hay artistas muy buenos.
—Desde luego, pero, como bien sabes, sólo la perfección es digna de mí.
—Nunca he dicho lo contrario, y por eso me repugna que esa piedra sangrienta con un pasado terrible pase a ser de tu propiedad. ¡Estás jugando con el Diablo, Dianora!
—¡No digas tonterías! Ya no estamos en la Edad Media.
—Muy bien —dijo Morosini, suspirando—. Sólo espero que no le suceda nada a Kledermann durante su estancia en París.
—Será una estancia breve: vuelve esta noche. La joya terminada la traerá a tiempo para la fiesta un emisario secreto. ¿No es excitante?… Por cierto, ¿puedo contar con tu presencia?
—Tendrás que invitar también a mi amigo Vidal-Pellicorne, que llegó ayer.
—¿De verdad? Me alegro mucho, ese hombre es un encanto. Pero hablemos ahora un poco de ti. En realidad, te he llamado para eso.
—¿De mí? No sé qué interés puede tener hablar de mí.
—No seas modesto, no te va en absoluto. Tengo que hacerte algunos reproches. Así que te has casado, ¿eh?
—Por favor, Dianora, preferiría hablar de otra cosa. No me he casado por voluntad propia.
—Pero ¿es posible obligarte a ti a algo? Parece que esa mosquita muerta que había atrapado entre sus redes al pobre Eric Ferráis hace verdaderos milagros. Explícamelo, porque yo creía conocerte.
—No hay nada que explicar. Lo comprenderás cuando te diga que he presentado una solicitud de anulación ante el tribunal de Roma.
El semblante burlón de la joven se tornó de pronto grave.
—Me alegro mucho, Aldo. Esa mujer, capaz de conseguir que le den la comunión sin confesarse, es muy peligrosa. Confieso que, cuando me enteré de la noticia, tuve miedo por ti. Y Moritz también, porque te aprecia. Los dos estamos firmemente convencidos de que fue ella quien mató a Ferráis… y sería una pena perder a un hombre de tu valía. —Pasando de pronto a un registro jovial, Dianora añadió—: ¿Y si me contases ahora tus aventuras con Lisa, mi hijastra? Me enteré con estupor, no hace mucho, de que a tu regreso de la guerra te propusieron casarte con ella.
—En efecto —murmuró Aldo, incómodo.
—¡Increíble! —exclamó Dianora, riendo—. ¡He estado a punto de convertirme en tu suegra! ¡Qué horror! No creo que me hubiera gustado. Por lo menos en aquel momento.
—¿A qué viene esa restricción? ¿Acaso has cambiado de opinión? —preguntó Morosini un tanto sorprendido.
—Sí. En el fondo, es una lástima que rechazaras la propuesta, aunque lo dice todo en tu favor. Actualmente no te encontrarías en una situación desagradable. Además, Lisa es un poco extravagante, pero es una chica estupenda. Su aventura veneciana, ese increíble disfraz… Todo eso me pareció muy divertido. He acabado por tomarle cierto aprecio. Habría sido una princesa Morosini perfecta.
Aldo no salía de su asombro.
—¿Eres tú, Dianora, quien me dice esto? ¡No doy crédito a mis oídos! Entonces, ¿no estáis a matar?
—Lo estábamos, pero el invierno pasado cambiaron muchas cosas. Seguramente no lo sabes, pero Moritz tuvo que someterse a una delicada intervención quirúrgica. Pasé mucho miedo… Hasta el punto… de comprender lo apegada que estaba a él.
Desde hacía un momento, bajaba los ojos y jugueteaba nerviosamente con las perlas de sus collares. De pronto, los levantó para clavarlos en los de Aldo.
—Mientras caminaba arriba y abajo en el salón de la clínica esperando saber el resultado de la operación, me juré que, si todo iba bien, en lo sucesivo sería una esposa intachable. Una esposa tierna… y fiel.
Morosini se inclinó para tomar entre sus manos las de la joven, que temblaban un poco.
—Descubriste que lo amabas —dijo con una gran dulzura—. Y me has pedido que venga esta tarde para decírmelo. ¿Me equivoco?
Ella le dedicó una sonrisa un tanto trémula. La misma, pensó Aldo un poco emocionado, que la de una jovencita confesando a su padre su primer amor.
—No —dijo Dianora—. Es justo eso. Descubrí, un poco tarde quizá, que tenía un marido extraordinario, así que…
—Si estás pensando en lo que fuimos el uno para el otro en otros tiempos, olvídalo sin vacilar. O mejor entiérralo en lo más profundo de tu corazón. Nadie irá a buscarlo ahí, y yo menos que nadie.
—No dudaba de tu discreción. Eres un gran señor, Aldo, pero de todas formas era preciso decir estas cosas y que entre nosotros no hubiera más sombras… Puesto que ahora somos viejos amigos —dijo de repente—, ¿me permites una pregunta?
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