—¡Dios mío! —susurró Aldo!—. ¿Quién ha hecho eso?
Alguien a quien ni siquiera vio le contestó:
—Le han disparado desde el exterior a través de esa ventana. ¡Es horrible!
Uno de los sirvientes parecía estar tomando las riendas de la situación. Cuando hubo declarado que pertenecía a la policía, nadie se opuso. Empezó por apartar a los que se habían agachado junto al cuerpo, entre los que estaba Anielka. Al levantarse, la joven se encontró cara a cara con Aldo.
—¡Vaya! ¿Tú aquí?
—Lo mismo te pregunto yo: ¿qué haces aquí?
—¿Por qué no iba a estar, puesto que estás tú?
—Cállense de una vez —ordenó el policía—. No es ni el lugar ni el momento adecuados para discutir. ¿Quiénes son ustedes?
Aldo se identificó y a continuación identificó a su mujer, pero ésta tenía algo más que decir:
—Debería preguntarle a mi querido marido dónde estaba cuando han disparado a la señora Kledermann. Casualmente, no se encontraba en la sala.
—¿Qué intentas insinuar? —gruñó Aldo, dominado por un irreprimible deseo de abofetear aquel rostro insolente.
—No insinúo nada. Digo que podrías muy bien ser tú el asesino. ¿Acaso no tenías motivos de sobra para matarla? En primer lugar, para apoderarte del collar…, o por lo menos del gran rubí que forma parte de él. No quiso vendértelo cuando viniste a verla hace diez días, ¿verdad?
Aldo miró a la joven furia con estupor. ¿Cómo demonios podía saber eso? A no ser que hubiera en casa de los Kledermann un espía a sueldo de Solmanski…
—Cuando una dama me invita a tomar el té, suelo aceptar. En cuanto a ti, recuerda el apellido que llevas y no te comportes como una cualquiera.
—¿El té? ¿En serio? ¿Tenías la costumbre de tomarlo cuando eras su amante?
El policía ya no trataba de interrumpir a aquella pareja que se decía cosas tan interesantes, pero al pronunciarla joven la última palabra, Kledermann levantó la cabeza y, dejando el cuerpo inerte en manos de un médico que se encontraba en la sala, se acercó. En su mirada sombría, la desesperación dejaba paso a un estupor indignado:
—¿Usted era su amante? ¿Usted…, a quien…?
—Lo fui cuando era la condesa Vendramin, pero la guerra nos separó. Definitivamente.
—Yo puedo atestiguarlo —dijo Adalbert, que acababa de llegar—. No tiene nada que reprocharle, Kledermann, ni a él ni a su mujer. Lo que ocurre es que la señora… Morosini obsequia a su marido con su rencor desde que él ha solicitado la anulación de su matrimonio. Diría cualquier cosa para perjudicarlo.
—Se nota que es su amigo —dijo Anielka, más venenosa que nunca—. Pero usted también quería el rubí, así que su virtuoso testimonio…
—¿El rubí? ¿Qué rubí? —intervino el policía.
—¡Pues éste! —dijo el banquero, volviéndose hacia el cuerpo—. Pero…
Se arrodilló y deslizó una mano por debajo de los cabellos de su mujer para apartarlos del cuello. Con una infinita dulzura, ayudado por el médico, le dio la vuelta al cuerpo: el collar había desaparecido.
—¡Han matado a mi mujer para robarle! —gritó, dominado por la furia—. ¡Quiero al asesino y quiero también al ladrón!
—Es fácil —dijo Anielka—. Tiene a los dos delante de usted. Uno ha disparado y el otro ha aprovechado el tumulto para apoderarse del collar.
—Si se refiere a mí —saltó Vidal-Pellicorne—, estaba en el salón de juego cuando ha sucedido. Usted estaba más cerca, usted o… su hermano. Por cierto, ¿dónde se ha metido?
—No sé, estaba aquí hace un momento, pero mi cuñada es muy impresionable y ha debido de acompañarla fuera.
—Comprobaremos todo eso —intervino de nuevo el policía—. Caballeros, con su permiso voy a cachearlos.
Aldo y Adalbert se dejaron registrar de muy buen grado y, por supuesto, no les encontraron nada.
—Yo en su lugar —dijo Morosini— iría a ver si la condesa Solmanska se encuentra mejor y a comprobar lo que su esposo lleva en los bolsillos.
—Enseguida nos ocuparemos de eso. Pero primero debo señalarle que no me ha dicho dónde estaba en el momento en que han disparado contra la señora Kledermann.
—Estaba conmigo, inspector.
Ante los ojos maravillados de Aldo, Lisa había salido de detrás de una columna y avanzaba hacia su padre, a quien asió una mano con ternura.
—¿Tú aquí? —dijo éste—. Creía que no querías asistir a la fiesta.
—Cambié de opinión. Estaba bajando la escalera para ir a darle un beso a Dianora cuando vi a Aldo…, quiero decir al príncipe Morosini, salir de la sala con la clara intención de ir a fumar un cigarrillo fuera. Me sorprendió verlo, y me alegré porque somos viejos amigos. Nos saludamos y salimos juntos.
—¿Estaban fuera y no vieron nada? —refunfuñó el policía.
—Estábamos en el lado opuesto al salón de baile. Ahora, inspector, le ruego que deje a todas estas personas regresar a su casa. No tienen nada que ver con el asesinato y desde luego su autor no está entre ellas.
—Antes de dejarlos irse, les preguntaremos si han visto algo. Mire, ya llegan mis hombres —añadió mientras un grupo de policías entraba en la sala.
—Comprenda que mi padre necesita tranquilidad, que queremos estar solos y que quizá sería preferible no dejar a su esposa tendida en el suelo.
El tono de Lisa era severo. El inspector cedió inmediatamente.
—Trasladaremos a la señora Kledermann a sus aposentos y podrá ocuparse de ella… Yo me encargo de todo lo demás. Caballeros —añadió, volviéndose hacia Aldo y Adalbert—, háganme el favor de quedarse un momento para aclarar ciertos detalles. Usted también, señora, por supuesto… Pero ¿dónde está? —exclamó al constatar que Anielka había desaparecido.
—Ha dicho que iba a buscar a su hermano —dijo un sirviente.
—Está bien, la esperaremos.
Dos agentes se acercaban para retirar el cuerpo de la desdichada Dianora, pero su esposo se interpuso:
—¡No la toquen! La llevaré yo.
Con una fuerza que parecía incompatible con su largo cuerpo delgado, el banquero levantó la forma inerte y se dirigió con paso decidido hacia la gran escalera. Su hija se dispuso a seguirlo, pero Aldo intentó retenerla:
—¡Lisa! Quisiera decirle…
Ella le dirigió una débil sonrisa.
—Sé todo lo que podría decirme, Aldo, pero no es el momento. Ya nos veremos. Por ahora, el que me necesita es él.
Con el corazón encogido, Morosini miró cómo su delgada figura blanca seguía la cola de terciopelo negro que se deslizaba detrás de Kledermann. El inspector se acercó a Morosini.
—¿Hace mucho tiempo que conoce a la señorita Kledermann?
—Unos años, pero llevaba meses sin verla y me he alegrado mucho de encontrarla aquí esta noche.
El policía, que sin duda jamás imaginaría lo feliz que le había hecho la aparición de la joven, no insistió en esa cuestión.
—Su mujer tarda mucho en volver —dijo—. Voy a buscarla.
Aldo no se atrevió a acompañarlo. Junto a la puerta, varios agentes anotaban los nombres de los invitados y hacían constar la ausencia de testimonios antes de dejarlos marchar. Éstos, resignados, formaban una larga cola que poco a poco se reducía. Aldo cogió un cigarrillo después de haber ofrecido otro a su amigo. Los dos hombres, conscientes de estar rodeados de policías, no decían nada. Cuando por fin el inspector —se llamaba Grüber— regresó, estaba de un humor de perros.
—¡No he encontrado a nadie!… ¡A nadie!… Y en el guardarropa me han dicho que la dama del vestido de lentejuelas negras había recogido su abrigo hacía un momento. En cuanto a la cuñada, no sé si se encontraba mal, pero en el guardarropa también han visto, poco después del disparo, a un apuesto joven moreno acompañado de una dama con un vestido azul cielo que lloraba desconsoladamente pero no parecía a punto de desmayarse. Y han salido de la casa como alma que lleva el diablo.
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