Los tubos fluorescentes emitían un zumbido. Hat pareció sobresaltarse. Era como si el rostro de Shahid le causara tanta tristeza que no quisiera reconocerlo. Pero algo se agitaba en su interior, como si pensara en lo que debía hacer. Shahid no dejaba de sonreír y saludarle con la cabeza, aunque le resultaba difícil, pues Hat se dedicaba a servir a los clientes como si él no existiera.
Al final, Shahid se quedó solo en el restaurante. Hat limpiaba con un paño el mostrador de cristal.
– No te acerques a mí.
– Tengo que preguntarte algo.
– ¿Por qué?
– Por favor, Hat.
– ¿Qué quieres?
– Hat. Somos amigos, Hat.
Hat pareció ablandarse. Llamó a su hermano pequeño, que estaba en la trastienda, y lo hizo quedarse detrás del mostrador. Pero entonces se dirigió a las escaleras del fondo, que llevaban al piso. Shahid se quedó sin saber qué hacer, mirando el reloj del microondas. Estaba a punto de irse, creyendo que Hat sólo quería librarse de él, cuando volvió a aparecer. Nunca le había visto así, con aire receloso y asustadizo.
– Ya sabes lo que has hecho -dijo Hat, cuando se sentaron a una mesa uno frente al otro.
– ¿Qué he hecho?
– ¿Para qué empeorar las cosas, mintiendo?
– Tienes que decírmelo, Hat.
Hat le miró como si le estuviera gastando una broma pesada.
– He hecho una copia de los poemas de Riaz en mi impresora.
– ¿Ya?
– Sí.
– Entiendo. -Shahid asintió con la cabeza-. Lo comprendo.
– ¡No podíamos creerlo!
– ¡No había acabado lo que estaba haciendo!
– ¿Acabado?
– Los poemas en prosa…
Hat se rio sin alegría.
– ¿Cómo crees que se sintió el hermano Riaz, tan orgulloso como estaba, deseando que sus poesías salieran impresas y en limpio para disponer del texto y enseñarlas a sus amigos? Sé que esperaba ganar algún dinero con ellas.
– No he tocado para nada el manuscrito original.
– Nunca le había visto tan emocionado. Después ocultó bien sus sentimientos. Es una persona digna. Pero estaba deshecho. Todos lo estábamos.
Shahid recordó haber leído:
La arena barrida por el viento habla de adulterio en el país sin Dios,
donde reinan Lucifer y los imperialistas,
las muchachas sin velo huelen a Occidente y envidian a las impúdicas.
Había empezado de buena fe a copiar la obra de Riaz, pero había encontrado palabras, luego frases y versos, que se resistía a transcribir. En cuanto dejó de hacerlo, el entusiasmo lo había arrebatado. Había estado pasándolo bien con Deedee; parecía lógico expresar el misterio de aquella maravilla.
– Era un homenaje -explicó Shahid.
– ¿A qué, yaar?
– A la pasión.
Hat pareció a punto de estrangular a Shahid.
– A mí se me pueden ocurrir obscenidades, pero esas cosas… Eres una rata de alcantarilla.
– ¿Tú no tienes fantasías sexuales?
A Hat casi se le salieron los ojos de las órbitas.
– Todo el mundo sabe que me gusta mirar y eso. Pero no me pongo a escribir cosas de chicas que cruzan las piernas…
– Y del olor de su pelo, de la piel de las corvas…
– ¡Sí! Los aromas de su cuerpo y esas historias; todos oliéndose…, ya sabes, el como se llame.
– ¿Es que Dios no nos ha dado el «como se llame»?
– ¡Yo no lo pondría por escrito! No lo mezclaría con palabras religiosas, ¿entiendes?
– Lo has leído, entonces.
– ¿El qué?
– Hat, aparte de los comentarios negativos que has hecho, ¿te ha gustado algo de lo que he escrito? ¿Te ha gustado, Hat?
Por un momento Shahid pensó que Hat iba a ceder y que su amistad se reanudaría. Lo que compartían era seguramente más profundo que todo aquello, ¿no? Pero le miraba con perplejidad teñida de cólera. Y no hacía más que volver la cabeza, como si esperase que apareciese alguien para aconsejarle.
– ¡Eres un demonio rabioso! ¡Un agente doble que trabaja para el otro bando!
– Sigo siendo tu amigo, Hat, si eso te vale.
– ¿Por qué nos has deshonrado, entonces? ¿Cómo puedes haber hecho eso al hermano Riaz? ¿Puedo preguntarte qué daño te ha hecho?
Shahid comprendió que era incapaz de explicarlo, se sentía demasiado avergonzado; quería dejar de lamentarse. Hat tenía razón. Habían quemado un libro; pero ¿qué había hecho él? Abusar de la confianza de un amigo sin siquiera ponerse a pensarlo. ¿Cómo podía quejarse ahora?
– Chad ha dicho que el hermano Riaz te salvó la vida una vez. ¿Es cierto?
– Sí.
– ¿Qué?
– Es verdad. Me salvó.
– Te salvó. ¿Por eso te has vuelto contra él?
– Por favor, Hat, créeme. Estaba experimentando, jugando con palabras e ideas.
– Crees que puedes jugar con todo, ¿no es eso? Pues te aseguro que hay cosas que no son divertidas.
– Ésas suelen ser las más graciosas.
– ¿Cómo podría decírtelo? ¿Es que ya no crees en nada?
– ¡No sé! Pero me hace falta algo, Hat. Necesito orden y equilibrio.
– Bien. ¡Pero nuestra religión no admite experimentos, no puede probarse como un traje para ver si a uno le sienta bien!
La aversión de Hat estaba acalorando a Shahid. Sintió deseos de agarrarle de las solapas y decirle: Hat, sigo siendo el mismo, no me he convertido en otra persona desde la primera vez que nos vimos…
Se inclinó hacia adelante.
– Por favor, Hat, ayúdame.
– ¿Cómo?
– Quiero hablar con Riaz a solas. Sólo media hora. Tengo que explicarle todo. ¿Hablarás con él sin que se entere Chad?
Pero Hat no quería ni entenderlo.
– El hermano Chad y todos nosotros confiábamos en ti, menos Tahira, que desde el principio dijo que eras un egoísta y tenías una sonrisa perversa. Y luego Riaz te encomendó sus generosas palabras. ¡Habría sido un privilegio para cualquiera de nosotros! Pero a ti te consideraba especial. -Cuantos más ejemplos citaba, más se agravaba su afrenta hasta el punto de resultarle inconcebible la magnitud de sus crímenes-. ¿Y cómo puedes pensar en molestar al hermano Riaz en estos momentos? Está muy ocupado haciendo planes.
– ¿Planes? ¿Para qué?
– Otros justos castigos.
– ¿Por ejemplo?
– No te lo puedo decir. Pero el libro va a ser condenado por el mismísimo Rugman Rudder. Él, la persona más importante del distrito, dice que es una basura. ¿Cómo puedes discutir eso?
– Entiendo.
– Bien.
– Bueno…
Se pusieron en pie. Shahid extendió la mano para despedirse. Hat retrocedió, mirándolo con ojos desencajados.
– ¿Adónde vas?
– ¿Qué? -preguntó Shahid, confuso-. Será mejor que me vaya. Volveremos a vernos, espero.
– ¡No! ¡Quédate!
– ¿Para qué?
– ¿Quieres comer algo?
– No tengo apetito.
Casi como sin querer, Hat empujó a Shahid. No fue un empujón muy decidido, pero sí repentino, y Shahid, que se disponía a marcharse, dio un traspié y cayó de espaldas contra el frigorífico de las bebidas. El estante de encima, que contenía los encurtidos, se soltó de la pared y los grandes frascos cayeron al suelo, rompiéndose y esparciendo por todas partes su viscoso contenido.
Hat se horrorizó de los efectos de su acción, sobre todo cuando su padre salió corriendo de la trastienda y, sin haber comprendido siquiera la situación, sacudió a Hat un manotazo en la cabeza, resbaló en los encurtidos y – agitando las piernas como si bailara el cancán-, aterrizó con el trasero. Quedó tendido, rebozándose en el puré de mango, aullando maldiciones.
Shahid se levantó, se limpió cuanto pudo las manchas y se dirigió a la puerta. Le dolía en varios sitios, pero no iba a quedarse allí para consolarse. Saldría antes de perder la paciencia y romper algo más.
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