Y no quería que le obligaran a marcharse de la residencia. No podría pasar frente a la habitación de Riaz sin que se dieran cuenta.
Llegó a lo alto de las escaleras y vio que no estaban en la habitación de Riaz. Chad, Hat, Tahira, Sadiq, Tariq y Nina habían abierto su puerta que, desde que la forzó Chili, no cerraba bien.
Permaneció en pie ante su mirada hostil. Guardaron silencio. No había sitio donde sentarse. Hat estaba junto al ordenador, abanicándose con un disquete. Shahid señaló la pantalla.
– ¿Quieres que te eche una mano con eso? Chad se levantó, arrebató el disco a Hat y se lo guardó en el bolsillo. Hat apartó la vista.
– ¡Vamos a verla ahora mismo! -sugirió Sadiq, reanudando la conversación.
Hat miró a Shahid con aire culpable.
– No está en su despacho.
– ¿Lo comprobaste, entonces? -preguntó Chad.
Su respuesta fue casi inaudible.
– Me dijiste que lo hiciera.
– Bien.
Hubo un silencio.
– Una cosa es cierta -dijo Sadiq, al cabo-. Envió contra nosotros al Estado británico.
– Sin ningún escrúpulo -convino Chad-. Está en contra de la autoridad, pero intentó que nos detuvieran. Una hipocresía increíble.
– He averiguado algo que voy a deciros para vuestra información -anunció Sadiq-, Osgood escoge a sus amantes entre los alumnos caribeños y asiáticos. Demostrado. -Tahira y Chad se miraron. Hat asintió gravemente. Sadiq prosiguió-: Hay pruebas. En la Facultad se sabe que se lo monta con dos rastafaris. Por motivos políticos, ahora sólo elige amantes negros o asiáticos.
Tahira se ajustó el pañuelo.
– Nuestro pueblo siempre ha sido un objeto sexual para los blancos. No es raro que detesten nuestra modestia.
– Esa sacerdotisa de la pornografía anima a los hermanos de color a que tomen drogas -continuó Sadiq-. Cuando se la follan, se la oye por medio Londres, como la alarma de un coche. Y al final, suele abortar. ¡Tiene una cuenta de crédito con la clínica!
– Sadiq -le reconvino Tahira-. Te entusiasmas demasiado con esas cosas.
– Pido disculpas. Fijaos en su manera de vestir, con esa ropa tan estrecha, que parece una patata metida en un calcetín.
– Ojalá hubierais estado aquí el año pasado -intervino Chad-. Los posmodernos hicieron renegar de la verdad a una de nuestras chicas. La convencieron de que abandonara a sus amantes padres, que se pusieron en contacto con el hermano Riaz y conmigo. La llevaron a un escondite. Esa pobre gente estaba destrozada. Obligaron a la joven a decir que la religión trata a las mujeres como ciudadanos de segunda clase. Riaz se ocupó personalmente del asunto. La chica fue a una residencia de estudiantes y convino en hablar con sus padres. ¡Hablar! ¿Sabéis dónde estaba? ¡Osgood la había escondido en su casa!
– ¿Esa mujer arrebató una hija a sus padres? -inquirió Tahira.
– ¡Sí! ¿Me atrevería yo a esconder en mi casa a un miembro de la familia Osgood para atiborrarle de propaganda? Si lo hiciera, ¿de que me acusarían? ¡Terrorista! ¡Fanático! ¡Demente! Nunca ganaremos. La idea imperialista no ha muerto.
– ¿Qué le pasó a la chica? -quiso saber Shahid.
– Buena pregunta -contestó Chad-. Porque la asesinaron.
– ¿Sus padres?
– ¿Cómo se te ocurre eso, idiota? No, se suicidó ella, en el Támesis. Eso es lo que pasa cuando las personas no saben lo que son.
– No podemos permitir que vuelva a ocurrir -declaró Tahira-. Vamos a hablar con ella.
– ¡Sí! -exclamó Sadiq.
– El hermano Riaz ha mencionado que, como mínimo, tienen que quitar el puesto a Osgood por sus ataques a las minorías. Y hoy nos ha privado de la libre expresión de nuestras ideas. ¿No es eso censura racista, Shahid?
Shahid bajó la vista.
– ¿Ha hablado alguna vez con nosotros? -inquirió Chad-. ¿Nos ha preguntado por qué no queremos que nos insulten? ¿Ha explicado por qué nuestras ideas siempre son inferiores a las suyas, a pesar de que sermonea con la igualdad a todo el mundo?
– Cree en la igualdad, vale, pero sólo si olvidamos que somos diferentes -añadió Tahira-. Si afirmamos nuestra individualidad, somos inferiores, porque creemos en tonterías.
– ¡Y nos ha vendido al Estado! -insistió Hat.
– Yo jamás hubiera hecho eso -aseguró Chad-. ¡Ni siquiera a mi peor enemigo!
– Vamos a su despacho a dejar las cosas claras -propuso Hat.
– ¡Sí, sí, que nos escuche, que respete nuestra libertad de expresión!
– ¿Qué dices? -preguntó Chad, mirando a Shahid.
– Los de seguridad os detendrán antes de que dirijáis la palabra a Deedee Osgood -advirtió Shahid.
– ¿Cómo lo sabes?
– Os expulsarán, además.
Chad se acercó a él y le dio un manotazo por encima de la cabeza, como si tuviera una avispa en el pelo.
– ¡Yo ya he dejado de estudiar! ¡Seré yo quien los expulse a ellos! ¡No subestimes nuestra fuerza! ¡Si seguimos tus consejos nunca haremos nada, aparte de quedarnos tumbados como gatos panza arriba! No, con mi talento habitual ya he pensado lo que vamos a hacer. Sé dónde vive. Esta noche iremos a su domicilio particular.
– ¿Qué? -dijo Hat.
– Habrá que darle una lección, para que aprenda -explicó Tahira-. ¿No te parece, Shahid?
– Me dan ganas de atizarle con esto -Sadiq extendió el puño-. Para que se acuerde de nosotros.
– Nadie te lo reprocharía. -Chad se dirigió a la puerta-. Riaz nos está esperando en la mezquita. Tenemos que discutir antes de la reunión con míster Rugman Rudder. Está a punto de tomar la decisión sobre lo del ayuntamiento.
Shahid se preguntó si le pedirían que fuese con ellos. Pero Chad sólo se palmeó el bolsillo.
– Gracias por el disco.
– ¿Cuál te llevas?
– Sólo la propiedad del hermano Riaz.
Shahid alargó la mano.
– Devuélvemelo, Chad, por favor.
– Piérdete.
– Pero todavía falta. Te lo daré esta noche, cuando esté terminado.
– Está terminado.
– No, Chad, no lo está.
Las facciones de Chad parecían tan duras como tierra helada.
– Ah, sí. Está terminado. Del todo.
Chad dio la orden de marcha con un gesto. Al salir, Sadiq entonó:
– ¡Profesora, delatora! ¡Profesora, delatora!
Shahid se derrumbó en la cama escuchando cómo los demás se unían al cántico mientras bajaban las escaleras.
Tenía que avisarla, pero ¿dónde estaba? Volvió corriendo a la Facultad, pero nadie sabía nada de ella. Cogió el metro y corrió hasta su casa, donde uno de los inquilinos le informó de que a esas horas normalmente ya estaba de vuelta. Pero hoy no había señales de ella. Shahid garabateó una nota, donde le decía que se pusiera inmediatamente en contacto con él, y la dejó en la mesa del vestíbulo.
Shahid caminó largo rato hasta sentirse agotado y comprobar que se había perdido. Por fin encontró un teléfono y llamó a Deedee varias veces, pensando que ya habría vuelto. Tenía conectado el contestador. El miedo le atenazaba el pecho; se movía con dificultad. Su organismo sabía que había hecho algo irreversible.
Tomó un autobús y acabó en el Morlock, donde se sentó con un vaso de cerveza, tan perdido ahora como cualquiera de los que andaban por allí. Pero seguía creyendo que Riaz era compasivo y que le escucharía, que el hermano comprendía y aceptaba los sentimientos. Si pudiera hablar con él, la situación de Deedee y la suya propia podría resolverse. Pero Chad no debía estar presente, porque le impediría quedarse a solas con Riaz. ¿Qué hacer?
Meditó una y otra vez todos los aspectos de la cuestión antes de tomarse otras dos cervezas. Luego salió del pub, se le había ocurrido una idea.
Читать дальше