– Tendré mucho trabajo en el restaurante -objeta Sam.
El viejo ya le ha pedido otras veces que conduzca un rickshaw, y mi marido siempre ha encontrado alguna excusa para no hacerlo. No sé qué pasará el día de Año Nuevo, pero he visto otros días festivos. Nunca hemos estado tan desbordados de trabajo como para que yo no pudiera mantener mi rutina habitual en el restaurante, la floristería, la tienda de novedades y la de antigüedades. Sé que Sam miente, y también lo sabe el venerable Louie. En otras circunstancias, mi suegro se habría enfadado mucho, pero estamos en Año Nuevo y no deben pronunciarse palabras crueles.
La mañana del día de Año Nuevo, nos ataviamos con nuestra ropa nueva, anteponiendo la costumbre china a la norma impuesta por la señora Sterling respecto al atuendo en el trabajo. Son vestidos confeccionados en fábricas, pero nos encanta ir de estreno, y más aún si se trata de ropa occidental. Joy, que tiene once meses, está adorable con su sombrero y sus zapatillas de tigre. Soy su madre y, como es lógico, pienso que es preciosa. Tiene la cara redonda como la luna. Los iris de sus ojos, casi negros, están rodeados de un blanco tan limpio como la nieve recién caída. Tiene un cabello fino y suave. Su piel es blanca y translúcida como la leche de arroz.
Yo no creía en el horóscopo chino cuando mama nos hablaba de él, pero a medida que pasa el tiempo, voy entendiendo mejor algunos de sus comentarios sobre May y sobre mí. Ahora, cuando oigo a Yen-yen hablar de los rasgos del Tigre, veo claramente a mi hija. Como el Tigre, Joy puede ser temperamental y voluble. Tan pronto desborda alegría como rompe a llorar. Un minuto más tarde quizá intente trepar por las piernas de su abuelo, exigiendo su atención y consiguiéndola. Tal vez sea una niña inútil para el venerable Louie -siempre será Pan-di, «Esperanza de un hermano»-, pero el Tigre que hay en ella se ha abalanzado sobre el corazón de su abuelo. El mal genio de Joy supera al del venerable Louie, y creo que él la respeta por eso.
Percibo el momento exacto en que se estropea el día de Año Nuevo. May y yo estamos peinándonos en la habitación principal. Mientras, Yen-yen juega con Joy, que está tumbada en el suelo boca arriba; le hace cosquillas en la barriga, acercando y retirando la mano y modulando la voz para añadir suspense, pero las palabras que pronuncia no se corresponden con sus juguetones movimientos.
– ¿Fu yen o yen fu? -pregunta Yen-yen mientras Joy grita de nerviosismo-. ¿Qué prefieres ser, esposa o criada? Todas las mujeres prefieren ser criadas.
La risa de Joy no enternece a su abuelo como en otras ocasiones. El venerable Louie observa con cara avinagrada desde la mesa.
– Una esposa tiene a su suegra -canturrea Yen-yen-. A una esposa la sacan de quicio sus hijos. Debe obedecer a su marido aunque éste se equivoque. Una esposa debe trabajar sin descanso, pero nunca recibe una palabra de agradecimiento. Es mejor ser criada y dueña de ti misma. Así, si quieres, puedes saltar al pozo. Si tuviéramos un pozo…
El venerable Louie aparta la silla y se levanta. Sin decir nada señala la puerta, y salimos del apartamento. Todavía es temprano, y ya se han pronunciado palabras aciagas.
Miles de personas acuden a China City, y la fiesta es un éxito. Tiran muchos petardos. Los bailarines disfrazados de dragón y león van de tienda en tienda retorciéndose y contoneándose. Todo el mundo lleva ropa de colores llamativos, y parece que un gran arco iris haya cubierto la tierra. Por la tarde llega aún más gente. Cada vez que miro por la ventana veo pasar un rickshaw. Por la noche, los conductores mexicanos están agotados.
A la hora de cenar, el Golden Dragon está atiborrado de clientela, y en la puerta hay una docena personas esperando a que se vacíe una mesa. Hacia las siete y media, mi suegro se abre paso a empujones entre los clientes.
– Necesito a Sam -dice.
Miro alrededor y veo a Sam preparando una mesa para ocho personas. El venerable Louie sigue mi mirada, cruza la sala y habla con mi marido. No oigo lo que le dice, pero Sam niega con la cabeza. Su padre insiste, y Sam vuelve a negar con la cabeza. A la tercera negativa, mi suegro lo agarra por la camisa. Sam le aparta la mano. Los clientes se quedan mirándolos, perplejos.
El venerable Louie levanta la voz y le espeta en sze yup, como si le lanzara un salivazo:
– ¡No me desobedezcas!
– Te dije que no lo haría.
– Toh gee! Chok gin!
Llevo varios meses trabajando con Sam, y sé que no es vago ni necio. Su padre se lo lleva a rastras, tropezando con las mesas y abriéndose paso entre la gente que se apiña en la puerta. Los sigo afuera, y llego a tiempo de ver cómo mi suegro lo tira al suelo.
– ¡Cuando te digo que hagas algo, tienes que obedecerme! Los otros conductores están cansados, y tú sabes hacer ese trabajo.
– No.
– Eres mi hijo y harás lo que te ordene -insiste el viejo, y le tiemblan los labios, pero enseguida vence ese momento de debilidad. Cuando vuelve a hablar, lo hace con dureza y frialdad-: Te lo he prometido todo.
Los turistas no entienden de qué discuten, pero tienen claro que no se trata de una de las representaciones con música y baile que se ofrecen por toda China City como parte de las celebraciones del Año Nuevo. Sin embargo, la escena les resulta entretenida. Cuando el viejo empieza a darle patadas a Sam por el callejón, yo los sigo junto con un grupo de curiosos. Sam no se defiende ni grita; se limita a encajar los golpes. ¿Qué clase de hombre es mi marido?
Cuando llegamos al puesto de rickshaws, en el Patio de las Cuatro Estaciones, el venerable Louie lo mira y dice:
– Eres un conductor de rickshaw y un Buey. Por eso te traje aquí. ¡Haz tu trabajo!
Mi marido palidece de miedo y vergüenza. Se levanta despacio del suelo. Es más alto que su padre, y por primera vez veo que eso le fastidia tanto al viejo como le fastidiaba a baba mi estatura. Sam da un paso hacia él, lo mira desde arriba y, con voz temblorosa, declara:
– No voy a conducir tus rickshaws. Ni ahora ni nunca.
De pronto parece que ambos se quedan presa del silencio subsiguiente. Mi suegro se sacude la túnica de mandarín. Sam mira hacia uno y otro lado, abochornado. Al verme, su cuerpo se encoge. Luego echa a andar a buen paso entre los sorprendidos turistas y los curiosos vecinos. Corro tras él.
Lo encuentro en el apartamento, en nuestra habitación sin ventanas. Tiene los puños apretados. Está colorado de rabia y humillación, pero mantiene los hombros rectos y la espalda erguida, y su tono es desafiante cuando dice:
– Llevo mucho tiempo sintiéndome incómodo y avergonzado delante de ti, pero ahora ya lo sabes. Te casaste con un conductor de rickshaw.
Mi corazón lo cree, pero mi cerebro duda.
– Pero si eres el cuarto hijo de…
– Sólo soy un hijo de papel. En China, la gente siempre te pregunta: Kuei hsing?, ¿cómo te llamas?, pero en realidad eso significa: «¿Cuál es tu precioso nombre de familia?» Louie sólo es un chi ming, un apellido de papel. En realidad soy un Wong. Nací en Low Tin, cerca de tu pueblo natal, en los Cuatro Distritos. Mi padre era campesino.
Me siento en el borde de la cama. Me da vueltas la cabeza. Un conductor de rickshaw y, por si fuera poco, un hijo de papel. Eso me convierte en una esposa de papel, así que ambos estamos aquí ilegalmente. Noto un ligero mareo. Sin embargo, recito los datos del manual:
– Tu padre es el venerable Louie. Naciste en Wah Hong. Viniste aquí de muy pequeño…
Sam niega con la cabeza.
– Ese niño murió en China hace muchos años. Vine a América utilizando sus papeles.
Recuerdo que cuando el comisario Plumb me mostró una fotografía de un niño pequeño, pensé que no se parecía mucho a Sam. ¿Por qué no me lo cuestioné? Necesito saber la verdad. Lo necesito por mí, por mi hermana y por Joy. Y necesito que Sam me lo cuente todo, sin que se encierre en sí mismo y me deje plantada, como suele hacer. Empleo una táctica que aprendí en los interrogatorios de Angel Island.
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