Con ese espeluznante pensamiento subo la escalera del apartamento, me quito la apestosa ropa y la dejo apelotonada en un rincón de la habitación. Me meto en la cama e intento permanecer despierta para disfrutar de unos minutos de silencio y tranquilidad con mi pequeña, que ya duerme en su cajón.
El día de Navidad nos vestimos y reunimos con los demás en la habitación principal. Yen-yen y el venerable Louie están reparando unos jarrones que han llegado rotos; proceden de una tienda de curiosidades de San Francisco que ha cerrado. May remueve una olla de jook en el hornillo de la cocina. Vern está sentado con sus padres, mirando alrededor con cierta tristeza. Se ha criado aquí y va a una escuela americana, así que sabe qué es la Navidad. Estas dos últimas semanas ha traído decoraciones navideñas que había hecho en la clase de Plástica, pero por lo demás, en nuestra casa no hay ninguna referencia a estas fiestas: ni calcetines, ni árbol, ni regalos. Da la impresión de que a Vern le gustaría celebrar la Navidad, pero ¿qué puede hacer o decir él? Vive en la casa de sus padres y tiene que aceptar sus normas. May y yo nos miramos, miramos a Vern y volvemos a mirarnos. Entendemos cómo se siente. En Shanghai celebrábamos el nacimiento del Niño Jesús en la escuela de la misión, pero nuestros padres tampoco lo celebraban. Ahora que estamos aquí, queremos festejar la Navidad como los lo fan.
– ¿Qué podemos hacer hoy? -pregunta May, optimista-. ¿Vamos a la iglesia de La Plaza y a Olvera Street? Habrá celebraciones.
– Nosotros no hacemos nada con esa gente -dice el venerable Louie.
– No digo que hagamos nada con ellos -replica May-. Sólo digo que sería interesante ver cómo lo celebran.
Pero mi hermana y yo ya hemos llegado a la conclusión de que no tiene sentido discutir con nuestros suegros. Podemos alegrarnos de tener un día de fiesta.
– Yo quiero ir a la playa -declara Vern. Habla tan poco que, cuando lo hace, sabemos que desea algo de verdad-. Quiero ir en tranvía.
– Está demasiado lejos -objeta su padre.
– Yo no necesito ver su mar -se burla Yen-yen-. Todo lo que necesito lo tengo aquí.
– Vosotros os quedáis en casa -dice Vern, sorprendiendo a todos.
May arquea las cejas. Veo que le apetece mucho ir a la playa, pero no pienso gastar el dinero de nuestra boda en algo tan frívolo; y, salvo en el restaurante, nunca he visto a Sam con dinero en las manos.
– Podemos pasarlo bien aquí -intervengo-. Podríamos ir a la parte lo fan de Broadway y mirar los escaparates de los grandes almacenes. Hay decoraciones navideñas por todas partes. Te gustará mucho, Vern.
– Quiero ir a la playa -insiste él-. Quiero ver el mar.
Como nadie dice nada, Vern retira su silla, va a su habitación y cierra de un portazo. Unos minutos más tarde reaparece con unos dólares en el puño.
– Pago yo -anuncia tímidamente.
Yen-yen intenta quitarle los billetes, y nos dice a los demás:
– Al Cerdo no le cuesta separarse de su dinero, pero no debéis aprovecharos de él.
Vern forcejea con su madre y levanta el brazo por encima de su cabeza para que ella no pueda quitarle el dinero.
– Es un regalo de Navidad para mi hermano, para May, Pearl y el bebé. Mama y baba, vosotros os quedáis en casa.
Es la vez que más lo oigo hablar, y me parece que no soy la única que lo piensa. Así que lo complacemos. Nos vamos los cinco a la playa, paseamos por el embarcadero y nos mojamos los pies en las frías aguas del Pacífico. Procuramos que Joy no se queme con el sol, muy intenso para la época en que estamos. El agua brilla bajo el cielo. A lo lejos, unas verdes colinas descienden hasta el mar. May y yo damos un paseo solas. Dejamos que el viento y el sonido de las olas se lleven nuestras preocupaciones. Cuando volvemos a donde están Vern y Sam con la niña, bajo una sombrilla, May dice:
– Vern ha sido muy generoso invitándonos a venir.
Es el primer comentario agradable que hace sobre él.
Dos semanas más tarde, un grupo de mujeres del Fondo Chino de Ayuda invita a Yen-yen a ir a Wilmington y unirse al piquete que han organizado en el astillero para protestar por el envío de chatarra a Japón. Estoy convencida de que el venerable Louie se negará cuando le pida permiso para acompañarlas, pero él nos sorprende a todos:
– Puedes ir si te llevas a Pearl y a May.
– Si me las llevo, te quedarás con muy pocos trabajadores -argumenta Yen-yen; el temor de que eso pueda pasar y de que su marido cambie de opinión hacen que le tiemble levemente la voz.
– No importa. No importa. Ya trabajarán más horas los tíos.
Yen-yen sería incapaz de hacer algo como sonreír abiertamente para expresar lo contenta que está, pero todos notamos el deje de emoción en su voz cuando nos pregunta:
– ¿Queréis venir?
– Por supuesto -contesto.
Haría cualquier cosa con tal de reunir dinero para combatir a los japoneses, que han sido crueles y sistemáticos en su política de los «tres todos»: matarlos a todos, quemarlo todo y destruirlo todo. Mi deber es hacer algo por las mujeres chinas que están siendo violadas y asesinadas. Miro a May. Estoy segura de que querrá acompañarnos, aunque sólo sea para salir un poco de China City; pero ella se encoge de hombros:
– ¿Qué podemos hacer nosotras? Sólo somos mujeres.
Pero yo quiero ir precisamente porque soy mujer. Yen-yen y yo vamos andando hasta el punto de reunión y subimos a un autobús que nos lleva a los astilleros. Las organizadoras nos entregan unas pancartas. Desfilamos y gritamos eslóganes, y yo experimento una sensación de libertad que le debo enteramente a mi suegra.
– China es mi hogar -dice Yen-yen de camino a Chinatown en el autobús-. Siempre será mi hogar.
Después de ese día, pongo una taza en la barra del restaurante para que los clientes dejen allí sus propinas. Llevo una insignia del Fondo Chino de Ayuda. Tomo parte en los piquetes para detener esos envíos de chatarra, y participo en otras manifestaciones para detener la venta de combustible de aviación a los micos. Hago todo eso porque llevo a Shanghai y China en el corazón.
Tragar hiel para conseguir oro
Llega el Año Nuevo chino y lo celebramos como manda la tradición. El venerable Louie nos da dinero para comprarnos ropa. Consigo para Joy un conjunto que es un canto al Tigre, su signo: unas zapatillas con forma de cachorro de tigre y un sombrerito naranja y dorado, con dos orejas en lo alto y una cola hecha con hilo de bordar retorcido en la parte posterior. May y yo escogemos unos vestidos de algodón americanos con estampado de flores. Vamos a peinarnos a la peluquería. En casa, bajamos la imagen del Dios de la Cocina y la quemamos en el callejón; así, el dios viajará al más allá e informará de nuestro comportamiento de este último año. Guardamos los cuchillos y tijeras para que no se corte nuestra buena suerte. Yen-yen hace ofrendas a los antepasados de los Louie. Sus ruegos y oraciones son sencillos:
– Enviadle un hijo varón al niño-esposo. Que su mujer se quede embarazada. Enviadme un nieto.
En China City, colgamos farolillos rojos de gasa y pareados escritos en papel rojo y dorado. Contratamos a bailarines, cantantes y acróbatas para que diviertan a los niños y sus padres. En el restaurante buscamos ingredientes especiales y preparamos platos festivos de origen chino pero que satisfagan también al paladar occidental. Se prevé que acudirá mucha gente, así que el venerable Louie contrata a empleados de refuerzo para sus diferentes locales; donde necesita más ayuda es en el negocio de los paseos en rickshaw, pues espera que ése sea el más rentable del Año Nuevo.
– Tenemos que superar a los del Nuevo Chinatown -le dice a Sam la víspera de Año Nuevo-. ¿Cómo vamos a lograrlo si el día más chino del año pongo a unos mexicanos a conducir mis rickshaws? Vern no es lo bastante fuerte, pero tú sí.
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