Lisa See - Dos chicas de Shanghai

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Corre el año 1937 cuando Shanghai está considerada el París del continente asiático. En la sofisticada y opulenta ciudad, donde conviven mendigos, millonarios, gángsters, jugadores y artistas, la vida sonríe a las hermanas Pearl y May Chin, hijas de un acaudalado hombre de negocios.
De temperamentos casi opuestos, las dos son hermosas y jóvenes, y pese haber sido criadas en el seno de una familia de viejos valores tradicionales, viven con la sola preocupación de asimilar todo lo que llega de Occidente. Visten a la última moda y posan para los artistas publicitarios, que ven en el retrato de las dos hermanas la proyección de los sueños de prosperidad de todo un país. Pero cuando la fortuna familiar sufre un golpe irreversible, el futuro que aguarda a Pearl y May tiñe sus vidas de una sensación de precariedad e incertidumbre hasta ese momento impensable. Con los bombardeos japoneses a las puertas de la ciudad, las hermanas iniciarán un viaje que marcará sus vidas para siempre, y cuando lleguen a su destino en California, su compleja relación se pondrá de manifiesto: ambas luchan por permanecer unidas, a pesar de los celos y la rivalidad, a la vez que intentan hallar fuerzas para salir adelante en las más que difíciles circunstancias que el destino les depara.

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Cuando se marchan los policías, un camionero le grita a Sam:

– ¡Eh, amigo!, ¡dame un trozo de ese pastel de arándanos!, ¿quieres?

Quizá Sam todavía esté nervioso por la visita de los agentes, pues pasa por alto el pedido y sigue lavando vasos. Parece que haya transcurrido una eternidad desde que leí en mi manual que Sam iba a ser el encargado del restaurante, pero en realidad su puesto está entre un lavaplatos y un lavavasos. Lo observo mientras sirvo un menú de huevos, patatas, tostadas y café que cuesta treinta y cinco centavos, o un rollo de mermelada y un café por cinco centavos. Alguien le pide a Sam más café, pero él no se acerca con la cafetera hasta que el cliente, impaciente, da unos golpecitos con su taza. Media hora más tarde, el mismo cliente pide la cuenta, y Sam me señala. No intercambia ni una sola palabra con ningún cliente.

Pasa la hora punta de los desayunos. Sam recoge platos y cubiertos sucios, y yo voy detrás con un trapo húmedo limpiando las mesas y la barra.

– ¿Por qué nunca hablas con los clientes? -le pregunto en inglés. Como no me contesta, insisto-: En Shanghai, los lo fan siempre se quejaban de que los camareros chinos eran hoscos y maleducados. No querrás que nuestros clientes piensen eso de ti, ¿verdad?

Se lo ve apurado y se mordisquea el labio inferior.

– No sabes inglés, ¿verdad? -le pregunto en sze yup.

– Sólo poco -contesta. Y se corrige con una sonrisa avergonzada-: Sólo un poco. Muy poco.

– ¿Cómo puede ser?

– Nací en China. ¿Por qué tendría que saber inglés?

– Porque viviste aquí hasta los siete años.

– De eso hace mucho tiempo. Ya no me acuerdo de nada.

– Pero ¿no lo estudiaste en China? -inquiero. Toda la gente que yo conocía en Shanghai estudiaba inglés. Hasta May, que no era muy buena alumna, sabe hablar inglés.

Sam no me contesta directamente:

– Puedo intentar hablarlo, pero los clientes no quieren entenderme. Y cuando me hablan, yo tampoco los entiendo. -Señala el reloj de pared y añade-: Tienes que irte.

Siempre me mete prisa para que me marche. Sé que va a algún sitio por las mañanas y por las tardes, igual que yo. Soy una fu yen, y no me corresponde preguntarle adónde va. Si Sam se ha aficionado al juego, o si paga a alguien para que tenga relaciones esposo-esposa con él, ¿qué puedo hacer? Si es un mujeriego, ¿qué puedo hacer? Si es un jugador como mi padre, ¿qué puedo hacer? Mi madre y mi suegra me han enseñado cómo debe comportarse una esposa, y sé que si tu marido te deja plantada, no puedes hacer nada para impedirlo. No sabes adónde va. Vuelve cuando quiere, y punto.

Me lavo las manos y me quito el delantal. Me dirijo a la Golden Lantern, y por el camino pienso en lo que me ha dicho Sam. ¿Cómo es posible que no sepa inglés? Mi inglés es perfecto -y sé que lo correcto y educado es decir «occidental» en lugar de lo fan o fan gwaytze, y «oriental» en lugar de «amarillo»-, pero comprendo que emplearlo no es la forma más indicada para conseguir una propina o una venta. La gente viene a China City a divertirse. A los clientes les gusta que chapurree el inglés, y a mí me resulta fácil después de oír a Vern, al venerable Louie y a tantos otros, que nacieron aquí pero lo hablan muy incorrectamente. En mi caso es teatro, pero en el de Sam es ignorancia; es un rasgo de campesino, y se me antoja tan desagradable como sus devaneos secretos con quién sabe quién.

Llego a la Golden Lantern, donde Yen-yen trabaja y cuida a Joy. Juntas, quitamos el polvo, barremos y sacamos brillo a los objetos expuestos. Cuando termino, juego un rato con Joy. A las once y media, dejo de nuevo a mi hija con Yen-yen y vuelvo al restaurante, donde, tan aprisa como puedo, sirvo hamburguesas por quince centavos. Nuestras hamburguesas no son tan buenas como las chinaburguers de Fook Gay's Café, que llevan judías germinadas salteadas, setas negras y salsa de soja; pero en cambio, tienen fama nuestros cuencos de pescado en salazón con cerdo, a diez centavos, y nuestros cuencos de arroz blanco y té, a cinco.

Después de comer, trabajo en el Golden Lotus, donde vendo flores de seda hasta que Vern llega de la escuela. Luego voy al Golden Pagoda. Quiero hablar con mi hermana de nuestros planes para el día de Navidad, pero ella está ocupada convenciendo a un cliente de que una pieza de laca se pintó en una balsa en medio de un lago para que ni una mota de polvo estropeara la perfección de su superficie, así que me pongo a barrer, quitar el polvo y sacar brillo.

Antes de regresar al restaurante, paso por la Golden Lantern, recojo a Joy y la llevo a dar un breve paseo por las callejuelas de China City. A Joy le encanta mirar los rickshaws, como a los turistas. Los paseos del Golden Rickshaw están muy solicitados; es la empresa más próspera del venerable Louie. Johnny Yee, uno de los empleados, conduce cuando hay que pasear a algún famoso o a algún fotógrafo que viene a tomar fotografías para algún anuncio, pero normalmente son Miguel, José y Ramón quienes hacen el trabajo. Se llevan propinas y cobran un pequeño porcentaje de los veinticinco centavos que cuesta cada paseo. Si convencen a un cliente para que compre una fotografía, que vale veinticinco centavos, se llevan un poco más.

Hoy, una clienta le da una patada a Miguel y luego lo golpea con el bolso. ¿Por qué lo hará? Porque puede. Nunca me llamó la atención cómo la gente trataba a los conductores de rickshaw en Shanghai. ¿Sería porque mi padre era el dueño del negocio? ¿Porque yo hacía como esa mujer blanca, y me creía por encima de los conductores? ¿Porque en Shanghai los conductores de rickshaw no eran mejores que los perros, mientras que ahora May y yo pertenecemos a la misma clase que ellos? Las tres preguntas tienen la misma respuesta: sí.

Vuelvo a dejar a Joy con su abuela, le doy un beso de buenas noches -porque no la veré hasta que llegue a casa- y paso el resto de la noche sirviendo cerdo agridulce, pollo con anacardos y chop suey -platos que jamás había visto en Shanghai y de los que ni siquiera había oído hablar- hasta la hora de cierre, a las diez. Sam se queda a cerrar el local, y yo voy hacia el apartamento abriéndome paso entre la multitud que celebra la Nochebuena en Olvera Street, en lugar de ir sola por Main.

Me avergüenza que May y yo hayamos acabado aquí. Me culpo de que tengamos que trabajar tanto y de que nunca recibamos un solo céntimo de los lo fan. Un día, cuando le tendí la mano al venerable Louie y le pedí mi paga, él me escupió en la palma. «Os doy comida y techo -me espetó-. Tu hermana y tú no necesitáis ningún dinero.» Y se acabó la discusión; sólo que ahora empiezo a comprender qué valor tenemos May y yo. En China City, la mayoría de los empleados ganan entre treinta y cincuenta dólares mensuales. Los lavavasos, sólo veinte dólares, mientras que los lavaplatos y los camareros se llevan cuarenta o cincuenta. Tío Wilburt gana setenta, lo cual se considera un muy buen sueldo.

– ¿Cuánto dinero has ganado esta semana? -le pregunto a Sam todos los sábados por la noche-. ¿Has ahorrado algo?

Confío en que algún día me dé parte de ese dinero para marcharme de aquí. Pero él nunca me dice cuánto gana. Se limita a agachar la cabeza, limpiar una mesa, recoger a Joy del suelo, o recorrer el pasillo para encerrarse en el lavabo.

Ahora, con la distancia, entiendo que en mi familia creyésemos que el venerable Louie era un hombre rico. En Shanghai éramos una familia adinerada. Baba dirigía su propio negocio. Teníamos una casa y sirvientes. Pensábamos que el venerable Louie era mucho más rico que nosotros. Ahora lo veo de otra manera. Un dólar americano daba para mucho en Shanghai, donde todo, desde la vivienda y la ropa hasta las esposas como nosotras, era barato. En Shanghai, mirábamos al venerable Louie y veíamos lo que queríamos ver: a un hombre que se daba importancia gracias al dinero que tenía. Tratando a baba con profundo desdén durante sus visitas, nos hacía parecer y sentir insignificantes. Pero era todo mentira, porque aquí, en la tierra de la Bandera Floreada, el venerable Louie, pese a estar mejor situado que la mayoría de los habitantes de China City, sigue siendo pobre. Sí, tiene cinco negocios, pero son pequeños -minúsculos, de hecho, de entre cincuenta y cien metros cuadrados-, y ni siquiera juntos son gran cosa. Al fin y al cabo, sus cincuenta mil dólares en mercancías no tienen ningún valor si nadie las compra. Sin embargo, si mi familia hubiera venido aquí, habría estado aún más abajo, con los empleados de lavandería, los lavavasos y los vendedores ambulantes de verdura.

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