– Los encantos del romanticismo oriental están entretejidos, como hilos de seda, en la tela de esta China City -proclama Christine Sterling desde el escenario-. Nos gustaría que vieran ustedes los brillantes colores de sus esperanzas e ideales, y que no se fijaran en sus imperfecciones, porque éstas desaparecerán con el paso de los años. Que los protagonistas de varias generaciones de la historia de China, que quienes han sobrevivido a catástrofes de todo tipo en su tierra natal, encuentren un nuevo refugio donde perpetuar su deseo de una identidad colectiva, seguir los pasos de sus antepasados y ejercer serenamente los oficios y las artes de sus mayores.
«Madre mía.»
– Dejen atrás el nuevo mundo de las prisas y la confusión -continúa Christine Sterling- y entren en el antiguo mundo de lánguido hechizo.
Las tiendas y los restaurantes abrirán sus puertas en cuanto terminen los discursos, y los empleados -incluidas Yen-yen y yo- tendrán que apresurarse a ocupar sus puestos. Mientras escuchamos, sostengo a Joy en brazos para que vea el espectáculo. Hay mucha gente, y la ondulación de la multitud y los empujones hacen que, poco a poco, nos separemos de Yen-yen. Tengo que ir al Golden Dragon Café, pero no sé dónde está. ¿Cómo es posible que me haya perdido en sólo una manzana rodeada por un muro? Pero el laberinto de callejones sin salida y senderos estrechos y retorcidos consigue desorientarme por completo. Cruzo una puerta y me encuentro en un patio con un estanque de peces y un puesto donde venden incienso. Aprieto a Joy contra mi pecho y me pego a la pared para dejar pasar los rickshaws -con el logo de Golden Rickshaws pintado- que pasean a los lo fan por las callejuelas. Los conductores gritan: «¡Paso! ¡Paso!» No se parecen en nada a los que he visto toda mi vida. Van muy emperifollados con inmaculados pijamas de seda, zapatillas bordadas y sombreros de culi de paja. Y no son chinos, sino mexicanos.
Una niña vestida de golfilla -sólo que más limpia- se contonea entre la multitud repartiendo planos del recinto. Cojo uno, lo abro y busco el sitio al que debo ir. En el mapa están marcados los lugares de interés: la Escalera del Cielo, el Puerto del Whangpoo, el Estanque del Loto y el Patio de las Cuatro Estaciones. En la parte inferior, dibujados con tinta china, dos hombres ataviados con túnica china y zapatillas se saludan. La leyenda reza: «Si se presta usted a iluminar con su presencia nuestra humilde ciudad, lo recibiremos con dulces, vinos y música excelentes, y con objetos de arte que deleitarán sus nobles ojos.» En el plano no aparece ninguno de los establecimientos del venerable Louie, todos con la palabra Golden en el nombre.
China City no es como Shanghai. Tampoco es como la ciudad vieja. Ni siquiera parece una aldea china. Se parece mucho a la China que May y yo veíamos en las películas hollywoodienses que proyectaban en Shanghai. Sí, es exactamente así. Los estudios Paramount han donado un decorado de La octava esposa de Barbazul, que se ha convertido en el Chinese Junk Café. Los obreros de la MGM han vuelto a montar la granja de Wang de La buena tierra, sin olvidar los patos y las gallinas del patio. Por detrás de la granja de Wang está el Pasaje de las Cien Sorpresas, donde los mismos carpinteros de la MGM han convertido una vieja herrería en diez boutiques de novedades, donde venden colgadores de joyas, tés perfumados y chales «españoles», con flecos y bordados, fabricados en China. Dicen que los tapices del templo de Kwan Yin tienen miles de años, y que la estatua se salvó del bombardeo de Shanghai. En realidad, como ocurre con la mayor parte de las cosas de China City, el templo se ha construido con sobrantes de decorados de la MGM. Hasta la Gran Muralla ha salido de una película, aunque debía de ser una de vaqueros en que había que defender un fuerte. Es evidente que el empeño de Christine Sterling en reutilizar su idea de Olvera Street para recrear un escenario chino va acompañado de un total desconocimiento de nuestra cultura, nuestra historia y nuestros gustos.
Mi mente me dice que estoy a salvo. Hay demasiada gente a mi alrededor para que alguien intente atraparme o hacerme daño, pero estoy nerviosa y asustada. Corro por otro callejón sin salida. Estrecho a Joy tan fuerte que la pobre empieza a llorar. Las personas con que me cruzo piensan que soy una mala madre. «¡No soy una mala madre! -quisiera gritarles-. Ésta es mi hija.» Presa del pánico, pienso que, si encuentro la entrada, sabré volver al apartamento. Pero el venerable Louie cerró con llave al salir, y no tengo llave. Agitada e inquieta, agacho la cabeza y me abro paso entre el gentío.
– ¿Te has perdido? -dice una voz con el más puro acento del dialecto wu de Shanghai-. ¿Necesitas ayuda?
Levanto la cabeza y veo a un lo fan de cabello blanco, gafas y una poblada barba blanca.
– Tú debes de ser la hermana de May -añade-. ¿Eres Pearl?
Asiento con la cabeza.
– Me llamo Tom Gubbins. Todo el mundo me llama Bak Wah Tom, Tom el Películas. Tengo una tienda aquí, y conozco a tu hermana. Dime adónde quieres ir.
– Debo ir al Golden Dragon Café.
– Ah, sí, una de las muchas tiendas Golden. Aquí, todo lo que vale la pena lo dirige tu suegro -dice con aire de complicidad-. Ven conmigo. Te llevaré hasta allí.
No conozco a este hombre, y May nunca lo ha mencionado, pero quizá sea una de las muchas cosas que no me ha contado. Sin embargo, su acento shanghaiano me proporciona la tranquilidad que necesito. De camino al restaurante, él me señala varios negocios de mi suegro. En la Golden Lantern, la primera tienda que el venerable Louie tuvo en la antigua Chinatown, venden baratijas y curiosidades: ceniceros, palilleros y rascadores para la espalda. Por la ventana veo a Yen-yen hablando con unos clientes. Vern está sentado, solo, en un local diminuto, el Golden Lotus, vendiendo flores de seda. He oído cómo el venerable Louie alardeaba ante nuestros vecinos de lo poco que le había costado abrir esta tienda: «En China, las flores de seda son baratísimas. Aquí puedo venderlas por cinco veces su precio original.» Se burlaba de otra familia que había abierto un establecimiento de flores naturales. «Han pagado dieciocho dólares por la nevera en una tienda de segunda mano. Todos los días se gastarán cincuenta centavos en hielo. Tienen que comprar botes y jarrones donde poner las flores. ¡Eso ya son cincuenta dólares! ¡Demasiado dinero! ¡Un despilfarro! Y vender flores de seda no es difícil, porque hasta mi hijo sabe hacerlo.»
Veo el tejado del Golden Pagoda antes de llegar allí, y sé que a partir de ahora podré mirar hacia arriba para orientarme. El Golden Pagoda es un edificio de cinco plantas, con forma de pagoda. En este local, el venerable Louie -ataviado con una túnica azul de mandarín- planea vender sus mejores artículos: jarrones de cloisonné, porcelana fina, piezas con incrustaciones de nácar, muebles de teca labrada, pipas de opio, juegos de majong de marfil, y antigüedades. Por la ventana veo a May junto a mi suegro, charlando con una familia formada por cuatro personas, gesticulando animadamente y con una sonrisa tan amplia que hasta puedo verle los dientes. Parece cambiada, y al mismo tiempo es mi hermana de siempre. El cheongsam se le adhiere al cuerpo como una segunda piel. El cabello se le arremolina alrededor de la cara, y reparo en que se lo ha cortado y arreglado. ¿Cómo no me he dado cuenta hasta ahora? Pero lo que de verdad me sorprende es lo radiante que está. Hacía mucho tiempo que no la veía así.
– Es muy hermosa -dice Tom, como si me leyera el pensamiento-. Ya le he dicho que podría conseguirle trabajo, pero le da miedo que tú no lo apruebes. ¿Qué te parece, Pearl? Ya ves que no soy mala persona. ¿Por qué no lo piensas y lo comentas con May?
Читать дальше