– Tienes que acostumbrarte.
A principios de mayo, cuando ya llevamos dos semanas aquí, mi hermana pide permiso a Yen-yen para sacarnos a Joy y a mí a dar un paseo, y lo consigue.
– Al otro lado de La Plaza está Olvera Street, donde los mexicanos tienen tiendas para los turistas -me explica May señalando en esa dirección-. Más allá está China City. Desde allí, si subes por Broadway y tuerces hacia el norte, tendrás la impresión de haber entrado en una postal de Italia. Hay salamis colgados en las ventanas, y… ¡ay, Pearl, todo es tan raro y pintoresco como las calles de los rusos blancos de la Concesión Francesa! -Hace una pausa y ríe para sí-. Casi me olvido: aquí también hay una Concesión Francesa. La llaman French Town y está en Hill Street, a sólo una manzana de Broadway. Hay un hospital francés, cafeterías y… Pero eso no importa ahora. Vamos a dar un paseo por Broadway. Si vas por Broadway hacia el sur, llegas a unos cines y unos grandes almacenes americanos. Si vas hacia el norte y atraviesas Little Italy, llegas a otro Chinatown que están construyendo. Lo llaman el Nuevo Chinatown. Puedo llevarte allí cuando quieras.
Pero en este momento no me apetece.
– Esto no es como Shanghai, donde, pese a estar separados por razas, dinero y poder, nos veíamos todos los días -me aclara May a la semana siguiente, cuando nos lleva otra vez a dar una vuelta por el barrio-. Allí íbamos juntos por la calle, aunque no frecuentáramos los mismos clubs nocturnos. Aquí todos están separados de los demás: japoneses, mexicanos, italianos, negros y chinos. Los blancos están en todas partes, pero el resto estamos al fondo. Todos quieren ser un poco mejores que sus vecinos, aunque la diferencia sólo sea una cáscara de grano de arroz. ¿Recuerdas lo importante que era en Shanghai saber inglés y cómo la gente se enorgullecía de su acento británico o americano? Aquí, lo que te distingue es cómo hablas el chino, y dónde y con quién lo aprendiste. ¿Te lo enseñaron en una de las misiones de Chinatown? ¿Lo aprendiste en China? Pasa lo mismo que entre los hablantes de sze yup y los hablantes de sam yup. No se hablan entre sí. No hacen negocios entre sí. Por si fuera poco, los chinos nacidos en América menosprecian a la gente como nosotras y nos llaman «recién llegados» y «atrasados». Nosotros los menospreciamos porque sabemos que la cultura americana no es tan rica como la china. La gente también se agrupa por familias. Si eres un Louie, debes comprar en los establecimientos de los Louie, aunque te cobren cinco centavos más. Todos saben que los lo fan no los ayudarán, pero un Mock, un Wong o un SooHoo tampoco ayudará a un Louie.
May me enseña la gasolinera, aunque no conocemos a nadie que tenga automóvil. Pasamos delante de Jerry's Joint, un bar con comida y ambiente chinos, pero cuyo propietario no es chino. Todos los edificios que no albergan negocios son viviendas de algún tipo: pequeños apartamentos como el nuestro para familias, pensiones baratas para trabajadores chinos solteros como los tíos, y habitaciones cedidas por las misiones, donde los verdaderamente necesitados pueden dormir, comer y ganarse un par de dólares al mes a cambio de mantener limpio el lugar.
Tras un mes haciendo excursiones como ésa, alrededor del bloque, May me lleva a La Plaza.
– Antes, esto era el centro de la colonia española original. ¿Había españoles en Shanghai? -me pregunta casi alegremente-. No recuerdo a ninguno.
No tengo ocasión de contestar, porque está empeñada en enseñarme Olvera Street, que se halla justo enfrente de Sanchez Alley, al otro lado de La Plaza. Yo no tengo ningún interés especial en ir, pero como May lleva días quejándose e insistiendo, cruzo el recinto con ella y entro en un pasaje peatonal; está lleno de tenderetes de contrachapado pintados de colores llamativos donde se exponen camisas de algodón bordadas, pesados ceniceros de cerámica y pirulís. Los vendedores, ataviados con ropa de encaje, fabrican velas, soplan vidrio o confeccionan sandalias, mientras otros cantan y tocan instrumentos.
– ¿Tú crees que en México la gente vive así? -pregunta May.
No sé si esto se parece a México pero, comparado con nuestro lúgubre apartamento, aquí reina una atmósfera festiva y vibrante.
– No tengo ni idea. Quizá sí.
– Pues si esto te parece bonito y divertido, espera a ver China City.
Seguimos bajando por la calle, y al poco rato May se para de golpe.
– Mira, allí está Christine Sterling. -Señala a una mujer blanca, mayor pero elegantemente vestida, sentada en el porche de una casa que parece hecha de barro-. Ella creó Olvera Street. Y también está detrás de China City. Todos dicen que tiene un gran corazón. Dicen que quiere ayudar a que los mexicanos y los chinos tengan sus propios negocios en estos tiempos difíciles. Ella llegó a Los Ángeles sin nada, como nosotras, y dentro de poco ya tendrá dos atracciones turísticas.
Llegamos al final de la manzana. Un grupo de coches americanos pasa lentamente por la calzada, tocando la bocina. Frente a Macy Street, veo el muro que rodea China City.
– Si quieres te llevo -propone May-. Lo único que hay que hacer es cruzar la calle.
Niego con la cabeza.
– Quizá otro día.
Volvemos a pasar por Olvera Street. May sonríe y saluda con la mano a los tenderos, que no le devuelven el saludo.
Mientras mi hermana trabaja con el venerable Louie y Sam prepara las cosas en China City, Yen-yen y yo nos encargamos del apartamento, nos ocupamos de Vernon cuando vuelve de la escuela y nos turnamos para coger a Joy durante las largas tardes, cuando la niña llora desconsoladamente, quién sabe por qué. Pero aunque pudiera salir a hacer visitas, ¿a quién iría a ver? Aquí sólo hay una mujer o una niña por cada diez hombres. A las muchachas de mi edad y la de May les prohíben salir con chicos, y de todas formas, los chinos que viven aquí no quieren casarse con ellas.
– Las nacidas aquí están demasiado americanizadas -nos explica tío Edfred un domingo, cuando viene a cenar-. Cuando sea rico, volveré a mi pueblo natal a por una esposa tradicional.
Algunos hombres, como tío Wilburt, tienen una esposa en China a la que no ven durante años.
– Hace una eternidad que no tengo relaciones esposo-esposa con mi mujer. Ir a China para eso sale demasiado caro. Estoy ahorrando para volver a China para siempre.
Con ese planteamiento, la mayoría de las muchachas chinas de aquí se quedan solteras. Entre semana van a la escuela americana y luego a la escuela de chino en una misión. Los fines de semana trabajan en los negocios familiares y reciben clases de cultura china en las misiones. Nosotras no encajamos con esas chicas, y somos demasiado jóvenes para encajar con las esposas y madres, que nos parecen atrasadas. Aunque hayan nacido aquí, la mayoría -como Yen-yen- no terminaron sus estudios elementales. Viven aisladas, vigiladas y sobreprotegidas.
Una noche de finales de mayo, treinta y nueve días después de nuestra llegada a Los Ángeles y unos días antes de la inauguración de China City, Sam llega a casa y me dice:
– Si quieres, puedes salir con tu hermana. Yo le daré el biberón a Joy.
No me convence la idea de dejarla con él, pero en las últimas semanas Joy reacciona bien a la torpeza con que Sam la coge, a cómo le susurra al oído y las cosquillas que le hace en la barriga. Como veo a la niña tranquila -y como sé que Sam prefiere que me marche para no tener que conversar conmigo-, me decido a salir con May. Vamos andando a La Plaza y nos sentamos en un banco; allí escuchamos la música mexicana que llega de Olvera Street y vemos unos niños jugando con una pelota hecha con una bolsa de papel rellena de periódicos arrugados y atada con una cuerda.
May ya no se empeña en mostrarme cosas ni en que cruce determinadas calles. Por fin podemos sentarnos y ser nosotras mismas durante unos minutos. En el apartamento no tenemos intimidad, porque todos pueden oírnos y vernos. Aquí, donde no hay oídos pendientes de nosotras, podemos hablar con libertad y confiarnos nuestros secretos. Recordamos a mama, baba, Tommy, Betsy, Z.G. e incluso a nuestros antiguos sirvientes. Hablamos de la comida que añoramos y de los olores y los sonidos de Shanghai, que tan lejanos nos parecen ahora. Al final dejamos de hablar de las personas y los lugares perdidos para concentrarnos en el presente. Sé cuándo Yen-yen y el venerable Louie mantienen relaciones esposo-esposa porque oigo crujir su colchón. También sé que Vern y May todavía no han tenido esa clase de relaciones.
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