Lisa See - Dos chicas de Shanghai

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Corre el año 1937 cuando Shanghai está considerada el París del continente asiático. En la sofisticada y opulenta ciudad, donde conviven mendigos, millonarios, gángsters, jugadores y artistas, la vida sonríe a las hermanas Pearl y May Chin, hijas de un acaudalado hombre de negocios.
De temperamentos casi opuestos, las dos son hermosas y jóvenes, y pese haber sido criadas en el seno de una familia de viejos valores tradicionales, viven con la sola preocupación de asimilar todo lo que llega de Occidente. Visten a la última moda y posan para los artistas publicitarios, que ven en el retrato de las dos hermanas la proyección de los sueños de prosperidad de todo un país. Pero cuando la fortuna familiar sufre un golpe irreversible, el futuro que aguarda a Pearl y May tiñe sus vidas de una sensación de precariedad e incertidumbre hasta ese momento impensable. Con los bombardeos japoneses a las puertas de la ciudad, las hermanas iniciarán un viaje que marcará sus vidas para siempre, y cuando lleguen a su destino en California, su compleja relación se pondrá de manifiesto: ambas luchan por permanecer unidas, a pesar de los celos y la rivalidad, a la vez que intentan hallar fuerzas para salir adelante en las más que difíciles circunstancias que el destino les depara.

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Vamos de mesa en mesa; todos quieren coger a Joy en brazos, y algunos hasta lloran mientras le examinan los dedos de manos y pies. No puedo evitar sentirme orgullosa de mi nueva condición de madre. Me siento feliz; no loca de felicidad, pero sí felizmente aliviada. Hemos sobrevivido. Hemos llegado a Los Ángeles. Aunque el venerable Louie se haya mostrado decepcionado por Joy -a la que no pienso llamar Pan-di jamás-, al menos se ha molestado en organizar esta celebración y nos han dado la bienvenida. Miro a May con la esperanza de que ella sienta lo mismo que yo. Pero mi hermana -que cumple debidamente sus deberes de recién casada- parece pensativa y retraída. Se me encoge el corazón. Qué cruel es todo esto para ella; pero no fue su debilidad lo que le permitió recorrer kilómetros empujando una carretilla y cuidar de mí hasta que me recuperé. Mi hermanita tiene fuerzas para seguir adelante.

Recuerdo que en Angel Island, antes de nacer la niña, hablábamos de la importancia de la sopa de parturienta y de si pedirle a alguien que engatusara a los cocineros para que nos la prepararan.

– La necesitaré para cortar la hemorragia -dijo May con sentido práctico, aun sabiendo que también haría que le subiera la leche.

Así que ella y yo compartimos la sopa. Cuando Joy ya tenía tres días, May fue a las duchas y tardaba en volver. Dejé a la pequeña con Lee-shee y fui a buscarla. Me preocupaba lo que pudiese hacer estando sola. La encontré llorando en la ducha, no de pena, sino del dolor que tenía en los pechos.

– Esto es peor que los dolores del parto -me confió entre sollozos.

Sí, su útero se había encogido, e incluso desnuda apenas se notaba que había dado a luz, pero tenía los pechos hinchados y duros como piedras por la acumulación de leche que no hallaba salida. El agua caliente la alivió un poco, y empezó a salirle leche que se mezcló con el agua antes de escurrirse por el desagüe.

Se podría pensar que cometí una imprudencia al dejar que May se tomara una sopa que haría que le subiera la leche. Pero no sabíamos nada de bebés. No sabíamos nada de la subida de la leche, ni de lo dolorosa que podía resultar. Unos días más tarde, cuando May descubrió que, cada vez que Joy lloraba, empezaba a salirle leche, se trasladó a una litera del fondo del dormitorio.

– La niña llora demasiado -les explicó a las demás-. ¿Cómo voy a ayudar a mi hermana por la noche si no duermo un poco durante el día?

Ahora miro cómo May sirve el té en una mesa de hombres solos y cómo recoge los sobres rojos y se los guarda en los bolsillos. Los hombres cumplen con su deber bromeando y burlándose de ella, y ella cumple con el suyo esbozando una sonrisa.

– ¡Ahora te toca a ti, May! -grita Wilburt cuando volvemos a la mesa de los tíos.

Charley la mira de arriba abajo, y luego dice:

– Eres pequeña, pero tienes buenas caderas.

– Si le das al viejo el nieto que desea, te convertirás en su favorita -asegura Edfred.

Yen-yen ríe con ellos, pero, antes de que pasemos a la siguiente mesa, me pone a Joy en brazos. Luego coge a May de la mano y empieza a andar, hablando en sze yup.

– No les hagas caso. Están solos, lejos de sus esposas. ¡Algunos ni siquiera tienen esposa! Tú has venido aquí con tu hermana. La has ayudado a traernos esta niña. Eres muy valiente. -Yen-yen se detiene en el pasillo y espera a que yo termine de traducir. Cuando acabo, le coge las manos a May-. Puedes librarte de un problema, pero eso te lleva a otra dificultad. ¿Me entiendes?

Cuando volvemos al apartamento, ya es tarde. Todos estamos cansados, pero el venerable Louie todavía no ha terminado con nosotras.

– Entregadme vuestras joyas -nos ordena.

Su petición me asombra. El oro de la boda pertenece sólo a la novia. Es el tesoro secreto al que puede recurrir para comprarse algún capricho sin exponerse a las críticas de su marido, o que puede utilizar en caso de emergencia, como hizo nuestra madre cuando baba lo perdió todo. Antes de que yo pueda protestar, May dice:

– Estas joyas son nuestras. Lo sabe todo el mundo.

– Me parece que te equivocas -se impone el venerable Louie-. Soy vuestro suegro. Aquí mando yo. -Podría decir que no confía en nosotras, y tendría razón. Podría acusarnos de querer utilizar ese oro para buscar una forma de huir de aquí, y tendría razón. Pero añade-: ¿Acaso crees que tu hermana y tú, pese a lo listas y espabiladas que os creéis con vuestras costumbres de Shanghai, sabríais adónde ir esta noche con esa cría? ¿Sabríais adónde ir mañana? La sangre de vuestro padre os ha arruinado a ambas. Por eso pude compraros a un precio tan bajo, pero eso no significa que esté dispuesto a perder mis bienes tan fácilmente.

May me mira. Yo soy la hermana mayor y se supone que sé qué hay que hacer, pero estoy completamente desconcertada. Nadie nos ha preguntado por qué no nos reunimos con los Louie en Hong Kong el día acordado, qué nos ha pasado, cómo hemos sobrevivido ni cómo hemos llegado a América. Lo único que les importa al venerable Louie y a Yen-yen son el bebé y los brazaletes; Vernon vive encerrado en su propio mundo, y Sam parece extrañamente desvinculado de su familia. Nadie parece preocupado por nosotras, y sin embargo tenemos la impresión de estar atrapadas en las redes de un pescador. Podemos sacudirnos un poco y seguir respirando, pero no veo escapatoria. Al menos, no todavía.

Le entregamos las joyas, y él no nos pide el dinero de los lai see. Quizá sepa que eso sería demasiado. Pero no tengo ninguna sensación de triunfo, y May tampoco. Mi hermana está plantada en medio de la habitación, y parece vencida, triste y muy sola.

Por turnos, vamos todos al lavabo, al final del pasillo. El venerable Louie y Yen-yen son los primeros en acostarse. May se queda mirando a Vern, que juguetea con su cabello. Cuando Vern sale de la habitación, May lo sigue.

– ¿Hay un sitio para la niña? -le pregunto a Sam.

– Yen-yen ha preparado algo. Espero.

Lo sigo por el oscuro pasillo. La habitación de Sam no tiene ventanas. Del centro del techo cuelga una bombilla. La cama y la cómoda ocupan casi todo el espacio. El cajón inferior de la cómoda está abierto, y dentro hay una manta mullida, donde dormirá Joy. La deposito en su improvisada cuna y miro alrededor. No hay armario, pero en un rincón cuelga una tela que ofrece cierta intimidad.

– ¿Y mi ropa? -pregunto-. La que tu padre se llevó cuando nos casamos.

Sam mira al suelo.

– Está en China City. Mañana te llevaré allí y quizá mi padre te deje coger algunas cosas.

No sé qué es China City. No sé qué significa eso de que quizá mi suegro me deje coger mi ropa, porque de pronto mi mente está ocupada en otra cosa: tengo que meterme en la cama con mi marido. No sé cómo ha pasado, pero May y yo no hemos previsto este detalle en nuestros planes. Ahora me encuentro en el dormitorio, tan paralizada como lo debe de estar mi hermana.

Pese al poco espacio que hay en la habitación, Sam no para de hacer cosas. Abre un tarro de una sustancia de olor acre, se arrodilla y la vierte en cuatro recipientes metálicos que hay junto a las patas de la cama. Cuando termina, se sienta en cuclillas, cierra el tarro y dice:

– Uso queroseno para ahuyentar las chinches.

¡Chinches!

Se quita la camisa y el cinturón y los cuelga de un gancho que hay detrás de la cortina. Se deja caer en el borde de la cama y se queda mirando el suelo. Tras un rato que se me antoja eterno, dice:

– Siento lo de hoy. -Hace una pausa y agrega-: Siento todo esto.

Recuerdo lo atrevida que fui en nuestra noche de bodas. Aquel día me porté como una guerrera de la antigüedad, audaz y temeraria, pero a esa guerrera la derrotaron en una cabaña, en algún lugar entre Shanghai y el Gran Canal.

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