Lisa See - Dos chicas de Shanghai

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Corre el año 1937 cuando Shanghai está considerada el París del continente asiático. En la sofisticada y opulenta ciudad, donde conviven mendigos, millonarios, gángsters, jugadores y artistas, la vida sonríe a las hermanas Pearl y May Chin, hijas de un acaudalado hombre de negocios.
De temperamentos casi opuestos, las dos son hermosas y jóvenes, y pese haber sido criadas en el seno de una familia de viejos valores tradicionales, viven con la sola preocupación de asimilar todo lo que llega de Occidente. Visten a la última moda y posan para los artistas publicitarios, que ven en el retrato de las dos hermanas la proyección de los sueños de prosperidad de todo un país. Pero cuando la fortuna familiar sufre un golpe irreversible, el futuro que aguarda a Pearl y May tiñe sus vidas de una sensación de precariedad e incertidumbre hasta ese momento impensable. Con los bombardeos japoneses a las puertas de la ciudad, las hermanas iniciarán un viaje que marcará sus vidas para siempre, y cuando lleguen a su destino en California, su compleja relación se pondrá de manifiesto: ambas luchan por permanecer unidas, a pesar de los celos y la rivalidad, a la vez que intentan hallar fuerzas para salir adelante en las más que difíciles circunstancias que el destino les depara.

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– ¿Podrás ponerte en cuclillas? -pregunto.

May gimotea. Me coloco detrás de ella y la arrastro hasta una pared para que pueda apoyarse. Luego me sitúo entre sus piernas. Entrelazo las manos delante de mí y cierro los ojos para hacer acopio de todo mi valor. Abro los ojos; miro a May, cuyo rostro está transido de dolor, y procuro sonar convencida cuando le repito lo que ella misma me ha dicho tantas veces en las últimas semanas:

– Podemos hacerlo, May. Sé que podemos.

Cuando sale el bebé, descubrimos que no es el hijo del que siempre hemos hablado. Es una niña, mojada y cubierta de mucosidad: mi hija. Es diminuta, más pequeña aún de lo que esperábamos. No llora; sólo emite unos ruiditos débiles, como la lastimera llamada de un pajarillo.

– Déjame verla.

Parpadeo y miro a mi hermana. Tiene el cabello empapado de sudor, pero en su rostro no queda ni rastro de dolor. Le doy el bebé y me levanto.

– Vuelvo enseguida -digo, pero May no me escucha.

Abraza a la pequeña para protegerla del frío y le limpia la cara con la manga. Me quedo mirándolas un momento. No van a tener más tiempo para estar juntas antes de que yo me la quede.

Voy al dormitorio procurando no hacer ruido. Recojo uno de los trajes que hemos confeccionado, un carrete de hilo, unas tijeritas que nos dieron las misioneras para trabajar en nuestras labores, algunos artículos de higiene y dos toallas que compramos en la tienda. Cojo la tetera de encima del radiador y vuelvo rápidamente a las duchas. Cuando llego, May ya ha expulsado la placenta. Ato un trozo de hilo al cordón umbilical y lo corto. Luego empapo una toalla limpia con agua caliente de la tetera y se la doy para que lave al bebé. Con la otra toalla limpio a May. La niña es muy pequeña, y el desgarro de los tejidos de mi hermana no es nada comparado con lo que me hicieron a mí los japoneses. Confío en que la herida se le cure sin necesidad de puntos, pero la verdad es que no puedo hacer otra cosa. ¿Cómo iba a coserle las partes íntimas si apenas sé coser un dobladillo?

Mientras ella viste al bebé, yo limpio el suelo y envuelvo la placenta con las toallas. Una vez que el lugar queda limpio, tiro a la basura todo lo ensuciado.

Fuera, el cielo se tiñe de rosa. No nos queda mucho tiempo.

– No creo que pueda levantarme sola -dice May desde el suelo.

Las pálidas piernas le tiemblan de frío y del esfuerzo que ha hecho. Se separa de la pared, y la ayudo a levantarse. La sangre le resbala por las piernas y mancha el suelo.

– No te preocupes, Pearl. No te preocupes. Toma. Cógela.

Me da a la niña. He olvidado traer la manta que tejió May, y la pequeña, que de repente se siente desarropada, agita torpemente los bracitos. Yo no la he llevado en mi vientre todos estos meses, pero nada más cogerla la quiero como si fuera mía. Casi no le presto atención a May mientras se pone una compresa y un cinturón y se sube las bragas y los pantalones.

– Ya estoy lista -anuncia.

Echamos un vistazo a las duchas. No importa que se sepa que una mujer ha parido aquí. Lo que importa es que nadie sospeche que haya podido suceder algo fuera de lo normal, porque no puedo dejar que me examinen los médicos del centro.

Estoy sentada en la litera con mi hija en brazos, y May acurrucada a mi lado -dormitando con la cabeza apoyada en mi hombro-, cuando las demás se levantan. Tardan un rato en fijarse en nosotras.

– Aiya! ¡Mirad quién ha llegado esta noche! -grita Lee-shee, emocionada.

Las mujeres y sus hijos pequeños se apiñan alrededor, empujándose entre sí para ver mejor.

– ¡Ha nacido tu hijo!

– Es una niña -las corrige May. Tiene una voz tan soñolienta y tan débil que por un instante temo que eso nos delate.

– Una gota de felicidad -dice Lee-shee compasiva, la frase tradicional para expresar la decepción que supone el nacimiento de una niña. Luego sonríe y añade-: Pero mirad, aquí somos casi todas mujeres, salvo estos pequeños que todavía necesitan a sus madres. Debemos considerar ésta una feliz ocasión.

– La felicidad no durará mucho tiempo si la dejamos vestida así -interviene otra mujer con aprensión.

Miro a la niña. La ropa que lleva es la primera que May y yo hemos hecho con nuestras propias manos. El gorrito está torcido, y los botones no están bien alineados; pero por lo visto ése no es el problema. Hay que proteger a la niña de los malos elementos. Las mujeres se marchan y regresan con unas monedas que representan el amor de «cien amigos de la familia». Alguien le ata a la niña una cinta roja en el negro cabello para darle suerte. Luego, una tras otra, le cosen pequeños amuletos en el gorrito y la ropa; representan los animales del zodíaco y la protegerán de los malos espíritus, los malos presagios y las enfermedades.

Hacen una colecta, y una retenida se encarga de llevarle el dinero a uno de los cocineros chinos y pedirle que prepare un cuenco de sopa de parturienta, a base de pies de cerdo adobados, jengibre, cacahuetes y cualquier bebida fuerte. (Lo mejor es el vino de Shaohsing pero, si no hay más remedio, puede echarle whisky.) Las parturientas se quedan sin energía y tienen un exceso de yin frío. Los ingredientes de esa sopa se consideran calientes y productores de yang. Me explican que ayudarán a que mi útero se reduzca, a que mi cuerpo se libere de la sangre estancada y a producir leche.

De pronto, una de las mujeres se acerca y empieza a desabrocharme la chaqueta.

– Tienes que amamantar a la niña. Nosotras te enseñaremos cómo hacerlo.

Le aparto suavemente la mano.

– Ahora estamos en América -replico-, y mi hija es una ciudadana americana. Lo haré como las americanas. -«Y las shangaianas modernas», pienso. Recuerdo todas las veces que May y yo posamos para marcas de leche infantil en polvo-. La alimentaré con biberón.

Como siempre, traduzco este diálogo del sze yup al dialecto wu para que May lo entienda.

– Dile que los biberones y la leche en polvo están en un paquete debajo de la cama -dice mi hermana-. Dile que no quiero dejarte sola, pero que si alguna de ellas pudiera ayudarnos, se lo agradeceríamos.

Mientras una de nuestras compañeras coge un biberón, mezcla un poco de leche en polvo -que compramos en la tienda- con agua de la tetera y lo pone a enfriar en el alféizar de la ventana, Lee-shee y las demás debaten sobre el nombre de la recién nacida.

– Confucio decía que, si el nombre no es el adecuado, el lenguaje y las personas no coinciden con la realidad -explica Lee-shee-. Tiene que ser su abuelo, o alguien muy distinguido, quien escoja su nombre. -Frunce los labios, mira alrededor y comenta con aire teatral-: Pero yo no veo por aquí a nadie así. Quizá sea mejor. Has tenido una hija. ¡Qué decepción! Supongo que no querrás llamarla «pulga», «esa perra» o «recogedor», como me puso mi padre.

La elección del nombre es importante, aunque no les corresponde a las mujeres. Ahora que tenemos la oportunidad de dar nombre a una niña, vemos que es más difícil de lo que parece. No podemos ponerle el de mi madre, ni utilizar el apellido de la familia como nombre de pila para honrar a mi padre, porque esas opciones se consideran tabú. Tampoco podemos llamarla como una heroína o como una diosa, porque eso es presuntuoso y una falta de respeto.

– A mí me gusta Jade, porque transmite fuerza y belleza -propone una joven.

– Los nombres de flores son bonitos. Orquídea, Lirio, Azucena…

– Sí, pero son muy corrientes, y demasiado frágiles -objeta Lee-shee-. Mira dónde ha nacido esta niña. ¿No deberíamos llamarla algo así como Mei Gwok?

Mei Gwok significa «País Hermoso», y es el nombre de Estados Unidos en cantonés; pero no suena ni bonito ni melodioso.

– Hay que tener cuidado con los nombres generacionales de dos caracteres -aporta otra mujer. Eso me interesa, porque May y yo compartimos el nombre generacional Long, que significa «Dragón»-. Podrías utilizar como base De, «Virtud», y luego llamar a cada niña Virtud Dulzura, Virtud Humildad, Virtud Sabiduría…

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