– ¿Conoce a sus cuñados?
– Sólo al que se llama Vernon. Al resto no.
– Si sus suegros vivían juntos en Los Ángeles, ¿por qué tardaron otros once años en tener a su último hijo?
No sé la respuesta, pero me doy unas palmaditas en la barriga y respondo:
– Algunas mujeres no toman las hierbas que hay que tomar, no comen los alimentos que hay que comer o no siguen las normas para que su chi acepte a los hijos de sus maridos.
Mi respuesta de pueblerina atrasada satisface a mis interrogadores, pero una semana más tarde, Plumb y White se dedican a analizar la ocupación de mi suegro, para asegurarse de que no pertenece a la clase prohibida de los jornaleros. En los últimos veinte años, el venerable Louie ha abierto varios negocios en Los Ángeles. Actualmente sólo tiene una tienda.
– ¿Cómo se llama su tienda y qué se vende en ella? -me pregunta el comisario.
Recito la respuesta con diligencia:
– Se llama Golden Lantern. Venden artículos chinos y japoneses, como muebles, sedas, alfombras, zapatillas y porcelana, y su stock está valorado en cincuenta mil dólares. -Pronunciar esa cifra es como chupar caña de azúcar.
– ¿Cincuenta mil dólares? -se extraña Plumb, tan impresionado como yo-. Eso es mucho dinero.
White y él vuelven a juntar las cabezas, esta vez para comentar la gravedad de la crisis económica de su país. Finjo que no escucho. Revisan el expediente del venerable Louie, y les oigo decir que éste planea trasladar la tienda original y abrir dos negocios más: una empresa de paseos turísticos y un restaurante. Me froto la falsa barriga y aparento desinterés cuando el señor White explica la situación de la familia Louie:
– Nuestros colegas de Los Ángeles visitan a los Louie cada seis meses. Nunca han encontrado ninguna conexión entre su suegro y alguna lavandería, lotería, casa de huéspedes, barbería, sala de billar o de juegos, ni con ninguna otra actividad censurable. Tampoco lo han visto realizar trabajos manuales. Dicho de otro modo, aparenta ser un comerciante bien situado en la comunidad.
Lo que descubro en el siguiente interrogatorio, mientras el señor White lee en voz alta fragmentos de las transcripciones de Sam y su padre, que otro intérprete encargado de cubrir la vista traduce al sze yup, me deja perpleja. El venerable Louie informó a los inspectores de que su negocio había perdido dos mil dólares anuales entre 1930 y 1933. En Shanghai, eso era una suma astronómica. Lo perdido en un solo año habría bastado para salvar a mi familia: el negocio de mi padre, la casa, y mis ahorros y los de May. Aun así, el venerable Louie consiguió volver a China a comprar esposas para sus hijos.
– La familia debe de tener una fortuna oculta -especula May esa noche.
Sin embargo, todo parece muy embrollado y deliberadamente confuso y desconcertante. ¿Y si el venerable Louie, cuyo expediente sólo es un poco más extenso que el mío pese a que él ha pasado por este centro en numerosas ocasiones, es tan mentiroso como nosotras?
Un día, el comisario Plumb pierde la paciencia, golpea la mesa con el puño y me pregunta:
– ¿Cómo puede seguir afirmando que es la esposa de un comerciante legalmente domiciliado y la esposa de un ciudadano americano? Eso son dos cosas diferentes, y sólo se necesita una.
Yo me he hecho esa misma pregunta muchas veces estos últimos meses, y todavía no sé la respuesta.
Un par de semanas más tarde, despierto de una de mis pesadillas en mitad de la noche. Normalmente, May está a mi lado, reconfortándome. Pero hoy no está. Me doy la vuelta esperando verla en la cama de al lado, pero tampoco yace allí. Me quedo quieta y aguzo el oído. No oigo a nadie llorando, susurrando conjuros protectores ni caminando por el dormitorio, y deduzco que debe de ser muy tarde. ¿Dónde está May?
Últimamente le cuesta dormir tanto como a mí. «A tu hijo le encanta darme patadas en cuanto me tumbo, y ya no me cabe en el vientre. Necesito ir al servicio continuamente», me confió hace una semana, con tanta ternura -como si orinar fuera un don precioso- que no pude evitar sentir amor por ella y por el niño que lleva en su seno. Con todo, nos hemos prometido que no iremos solas al lavabo. Cojo mi ropa y mi falso bebé. Pese a lo tarde que es, no puedo arriesgarme a que me vean sin mi disfraz de embarazada. Me abrocho la chaqueta sobre la falsa barriga y me levanto.
May no está en los lavabos, así que voy a las duchas. Cuando entro, me da un vuelco el corazón. La estancia no se parece en nada a la de mis sueños, pero allí, en el suelo, está tumbada mi hermana, desnuda de cintura para abajo, pálida de dolor y con las partes íntimas expuestas, abultadas, aterradoras.
Extiende un brazo hacia mí.
– Pearl…
Corro a su lado resbalando por las baldosas mojadas.
– Tu hijo está a punto de nacer -anuncia.
– ¡Quedamos en que me despertarías!
– No pensaba que pudiera ocurrir tan deprisa.
Muchas veces -por la noche, o cuando conseguíamos separarnos un poco de las otras retenidas durante los paseos semanales por los jardines con las misioneras- hemos hablado de lo que necesitaríamos cuando llegara el momento. Hemos hecho muchos planes y repasado muchos detalles. Ahora reviso mentalmente lo que han contestado las mujeres a nuestras preguntas: sientes dolores hasta que empiezas a notar como si fueras a expulsar un melón en lugar de una ventosidad; vas a un rincón, te pones en cuclillas y sale el niño; lo limpias, lo envuelves y te reúnes con tu marido en los campos de arroz, con tu bebé atado al cuerpo con un largo trozo de tela. Todo eso no se parece en nada a cómo se hacía en Shanghai, desde luego; allí, meses antes del parto las mujeres dejaban de asistir a fiestas, ir a comprar y bailar, y llegado el momento, ingresaban en un hospital occidental, donde las dormían. Cuando despertaban de la anestesia, les entregaban a sus hijos. Luego, durante las dos o tres semanas siguientes, permanecían en el hospital, recibiendo visitas y dejándose admirar por haber traído al mundo al hijo varón de la familia. Por último se marchaban a casa, donde celebraban la fiesta del primer mes del niño, para presentarlo al mundo y recibir las alabanzas de la familia, los vecinos y los amigos. Aquí no podemos hacerlo como en Shanghai, pero, como ha observado May en muchas ocasiones estas últimas semanas: «Las mujeres del campo siempre han traído al mundo a sus hijos ellas solas. Si ellas pueden, yo también. Y nosotras hemos pasado muchas penalidades. Últimamente no he comido mucho, y lo que comía lo vomitaba. El bebé no puede ser muy grande. Saldrá fácilmente.»
Hablamos de dónde podría dar a luz y decidimos que las duchas son el sitio donde más temen entrar las otras mujeres. Aun así, a veces algunas se duchan durante el día. «No dejaré que el niño nazca de día», me prometió mi hermana.
Lo pienso, y supongo que seguramente se ha puesto de parto esta mañana; ha pasado todo el día descansando en su litera, con las piernas encogidas y cruzadas para impedir que el niño saliera.
– ¿Cuándo empezaron los dolores? ¿Cada cuánto los tienes? -le pregunto, recordando que ésas son las pistas para saber cuánto tardará en nacer.
– Empezaron esta mañana. No eran muy fuertes, y sabía que tenía que esperar. De pronto noté como si tuviera que ir al baño, y una vez aquí, rompí aguas.
Por eso tengo los pies y las rodillas mojados.
May tiene una contracción y me agarra la mano. Cierra los ojos y la cara se le pone colorada mientras intenta soportar el dolor. Me aprieta la mano y me hinca las uñas en la palma, tan fuerte que soy yo quien quiere gritar. Cuando pasa la contracción, May respira y su mano se relaja en la mía. Una hora más tarde, veo asomar la cabeza del bebé.
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