– De acuerdo. Lo haré.
Estoy tan abrumada por todo lo ocurrido hoy que no se me ocurre preguntarle cómo piensa tener el niño sin que se enteren las autoridades.
Las duras consecuencias de haber decidido abandonar China y venir aquí nos golpean con fuerza durante las semanas siguientes. Los optimistas -y los estúpidos- llaman a Angel Island «la Ellis Island del Oeste». Quienes quieren mantener a los chinos alejados de América la llaman «la Guardiana de la Puerta del Oeste». Los chinos la denominamos «la Isla de los Inmortales». El tiempo transcurre tan lentamente que se diría que estamos en el más allá. Los días son largos y se rigen por una rutina tan predecible y aburrida como la de nuestro tránsito intestinal. Todo está regulado. No podemos decidir cuándo ni qué comemos, cuándo se encienden o se apagan las luces, cuándo nos acostamos o nos levantamos. En la cárcel una pierde todos sus privilegios.
May empieza a engordar, y nos trasladamos a unas literas más bajas para que no tenga que trepar a las de arriba. Todas las mañanas nos levantamos y vestimos. Los guardias nos escoltan hasta el comedor, una estancia sorprendentemente pequeña, teniendo en cuenta que hay días en que se sirven comidas para más de trescientas personas. En el comedor se practica la segregación, como en el resto de las dependencias de Angel Island. Los europeos, asiáticos y chinos tienen sus propios cocineros, su propia comida y sus propios horarios. Nos dan media hora para desayunar y tenemos que desalojar el comedor antes de que lleguen los otros retenidos. Nos sentamos a unas largas mesas de madera y tomamos un cuenco de jook ; luego los guardias nos conducen al dormitorio y nos encierran. Algunas mujeres preparan té calentando agua en un cazo que ponen encima de un radiador. Otras comen lo que les envían sus familiares de San Francisco: fideos, encurtidos y albóndigas. La mayoría vuelven a acostarse, y sólo despiertan cuando las misioneras vienen a hablarnos de su único Dios y a enseñarnos a coser y tejer; una de ellas, ya mayor, se compadece de mí.
– Déjame enviarle un telegrama a tu marido -me propone-. Cuando sepa que estás aquí, y embarazada, vendrá y lo arreglará todo. No querrás que tu hijo nazca en un sitio así, ¿verdad? Tendrá que ser en un hospital.
Pero yo no quiero esa clase de ayuda, al menos de momento.
A la hora de comer vamos al comedor, donde nos sirven arroz frío con judías germinadas excesivamente hervidas, jook con tajadas finas de cerdo o sopa de tapioca con galletas saladas. La cena consiste en un plato fuerte: tofu seco con cerdo, patatas y ternera, judías blancas y pies de cerdo o lenguado con verdura. A veces nos dan un arroz rojo casi incomestible. Todo parece y sabe como si ya lo hubieran masticado e ingerido una vez. Algunas mujeres ponen trozos de su carne en mi cuenco. «Para tu hijo», dicen. Y yo he de encontrar la forma de trasladar esos regalos al plato de May.
– ¿Por qué no vienen a veros vuestros maridos? -nos pregunta una mujer una noche, durante la cena. Su nombre de pila significa «recogedor», y siempre utiliza su nombre de casada, Lee-shee. Lleva más tiempo retenida que nosotras-. Ellos podrían contratar a un abogado. Podrían explicárselo todo a los inspectores. Podríais salir de aquí mañana mismo.
No le contestamos que nuestros maridos no saben que estamos aquí y que no pueden saberlo hasta que nazca el niño, pero a veces he de admitir que sería un consuelo verlos, pese a que son prácticamente unos desconocidos.
– Ellos viven muy lejos -explica May a Lee-shee y a otras mujeres que nos compadecen-. Para mi hermana es muy duro, sobre todo en su situación.
Las tardes transcurren lentamente. Mientras las demás escriben a sus familias -los retenidos pueden enviar y recibir tantas cartas como quieran, aunque tienen que pasar por las manos de los censores-, May y yo hablamos. O miramos por una ventana -todas cubiertas con malla metálica para impedir fugas- y soñamos con nuestro hogar perdido. O cosemos y tejemos, algo que mama nunca nos enseñó. Cosemos pañales y camisitas. Aprendemos a tejer jerséis, gorras y peúcos de bebé.
– Tu hijo será un Tigre y estará influenciado por el elemento Tierra, que este año tiene mucha fuerza -me dice, durante su estancia de tres días en Angel Island, una mujer que vuelve de un viaje a su pueblo natal-. Tu hijo Tigre te traerá felicidad y preocupación al mismo tiempo. Será adorable e inteligente, curioso e inquisitivo, cariñoso y atlético. ¡Harás mucho ejercicio sólo persiguiéndolo!
May suele permanecer callada cuando las mujeres nos dan consejos, pero esta vez no puede contenerse:
– ¿Será verdaderamente feliz? ¿Tendrá una vida feliz?
– ¿Felicidad? ¿Aquí, en la tierra de la Bandera Floreada? No sé si se puede ser feliz en este país, pero el Tigre tiene atributos que podrían ayudar al hijo de tu hermana. Si lo quieren y lo disciplinan por igual, el Tigre responderá con cariño y comprensión. Pero a un Tigre nunca puedes mentirle, porque entonces salta, se revuelve y hace cosas peligrosas.
– Pero ¿acaso eso no son virtudes?
– Tu hermana es Dragón. El Dragón y el Tigre siempre luchan por el poder. Confiemos en que sea varón, ¿qué madre no confía en eso?, porque así sus posiciones estarán más claras. Toda madre debe obedecer a su hijo, aunque ella sea Dragón. Si tu hermana fuera Oveja, sí me preocuparía. El Tigre suele proteger a la madre Oveja, pero sólo son compatibles en épocas de bonanza. Si no, el Tigre abandona a la Oveja o la destroza.
May y yo nos miramos. En vida de mama no creíamos en esas cosas. ¿Por qué íbamos a empezar a creer ahora?
Procuro ser sociable con las retenidas que hablan el dialecto sze yup, y mi vocabulario mejora a medida que voy recordando palabras de mi infancia. Pero, en el fondo, ¿qué sentido tiene conversar con estas desconocidas? Nunca se quedan aquí el tiempo suficiente para que nos hagamos amigas, May no puede participar en las conversaciones porque no las entiende, y ambas pensamos que lo mejor es mostrarnos reservadas. Seguimos yendo solas a los lavabos comunes y las duchas y, cuando nos preguntan, decimos que no queremos exponer a mi hijo a los espíritus que rondan por esas zonas. Es una explicación absurda, por supuesto. No estoy más protegida de los fantasmas cuando voy sólo con mi hermana que cuando voy con todo un grupo de mujeres, pero ellas lo aceptan y piensan que tengo las típicas preocupaciones de una futura madre.
Nuestra única distracción son las excursiones quincenales fuera del edificio de Administración. Los martes nos dejan retirar cosas de nuestras bolsas, que permanecen en el muelle; y aunque ya no cogemos nada, resulta agradable salir un rato al aire libre. Los viernes, las misioneras nos llevan de paseo por los jardines. Angel Island tiene mucho encanto. Vemos ciervos y mapaches. Aprendemos los nombres de los árboles: eucalipto, roble de California y pino de Torrey. Pasamos al lado de los barracones de los hombres, que están segregados por razas no sólo en las dependencias, sino también en el patio de ejercicios. Todo el Centro de Inmigración está rodeado por una valla con alambre de espino en lo alto que lo separa del resto de la isla, pero el patio de ejercicios de los hombres tiene una alambrada doble para que nadie intente escapar. Aunque ¿adónde podrían ir? Angel Island está diseñada como Alcatraz, la isla que vimos desde el barco cuando veníamos hacia aquí. Ambas son cárceles de alta seguridad. A quienes son lo bastante insensatos o temerarios para nadar hacia la libertad suelen encontrarlos días más tarde en alguna orilla, lejos de aquí. La diferencia entre nosotros y los reclusos de la isla vecina es que nosotros no hemos cometido ningún delito. Sólo que, en opinión de los lo fan , sí somos delincuentes.
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