Lisa See - Dos chicas de Shanghai

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Corre el año 1937 cuando Shanghai está considerada el París del continente asiático. En la sofisticada y opulenta ciudad, donde conviven mendigos, millonarios, gángsters, jugadores y artistas, la vida sonríe a las hermanas Pearl y May Chin, hijas de un acaudalado hombre de negocios.
De temperamentos casi opuestos, las dos son hermosas y jóvenes, y pese haber sido criadas en el seno de una familia de viejos valores tradicionales, viven con la sola preocupación de asimilar todo lo que llega de Occidente. Visten a la última moda y posan para los artistas publicitarios, que ven en el retrato de las dos hermanas la proyección de los sueños de prosperidad de todo un país. Pero cuando la fortuna familiar sufre un golpe irreversible, el futuro que aguarda a Pearl y May tiñe sus vidas de una sensación de precariedad e incertidumbre hasta ese momento impensable. Con los bombardeos japoneses a las puertas de la ciudad, las hermanas iniciarán un viaje que marcará sus vidas para siempre, y cuando lleguen a su destino en California, su compleja relación se pondrá de manifiesto: ambas luchan por permanecer unidas, a pesar de los celos y la rivalidad, a la vez que intentan hallar fuerzas para salir adelante en las más que difíciles circunstancias que el destino les depara.

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En la escuela de catequesis metodista de Shanghai, nuestras maestras hablaban del único Dios y del pecado, de las virtudes del Cielo y los horrores del Infierno, pero no eran del todo sinceras sobre la opinión que sus compatriotas tenían de nosotros. Ahora sabemos, gracias a las retenidas y los interrogadores, que América no nos quiere. No sólo no podemos convertirnos en ciudadanos nacionalizados, sino que en 1882 el gobierno aprobó una ley que prohibía la inmigración de ciudadanos chinos, excepto los pertenecientes a cuatro clases eximidas: sacerdotes, diplomáticos, estudiantes y comerciantes. Si perteneces a alguna de esas clases, o eres un ciudadano americano de origen chino, necesitas un Certificado de Identidad para desembarcar. Y siempre debes llevar encima ese documento. ¿Somos los chinos los únicos que reciben ese tratamiento? No me sorprendería.

– No puedes hacerte pasar por sacerdote, diplomático ni estudiante -nos explica Lee-shee mientras tomamos nuestra primera cena de Navidad en este país-. En cambio, no es muy difícil hacerse pasar por comerciante.

– Claro -coincide Dong-shee, otra mujer casada que llegó una semana más tarde que May y yo. Fue ella quien nos dijo que si dormimos sobre somieres en lugar de sobre colchones es porque los lo fan no creen que encontremos cómodas las camas-. No quieren a campesinos como nosotros. Y tampoco quieren culis, conductores de rickshaw ni orinaleros.

Y yo me pregunto qué país los querría. Esa gente es necesaria, pero ¿los queríamos nosotros en Shanghai? (¿Veis como a veces todavía no comprendo qué lugar ocupo en el mundo?)

– Mi marido compró parte de una tienda -alardea orgullosa Lee-shee-. Pagó quinientos dólares para convertirse en socio. No es socio de verdad, y tampoco desembolsó ese dinero. ¿Quién tiene tanto dinero? Pero prometió al propietario que trabajaría hasta haber saldado su deuda. Ahora mi marido puede decir que es comerciante.

– ¿Y por eso nos interrogan? -pregunto-. ¿Buscan a falsos comerciantes? No entiendo por qué se toman tantas molestias.

– En realidad, lo que buscan son hijos de papel.

Al ver mi cara de incomprensión, se echan a reír. May levanta la cabeza del cuenco.

– ¿Es un chiste? -me pregunta.

Niego con la cabeza. May suspira y sigue removiendo los pies de cerdo de su cuenco. Al otro lado de la mesa, las dos mujeres intercambian miradas de complicidad.

– Ya veo que no entiendes nada -observa Lee-shee-. ¿Por eso tu hermana y tú lleváis tanto tiempo aquí? ¿No os explicaron vuestros maridos lo que debíais hacer?

– Teníamos que venir con ellos y con nuestro suegro. Pero nos separamos porque los micos…

Ellas asienten con la cabeza, comprensivas.

– También puedes entrar en América si eres hijo de un ciudadano americano -continúa Dong-shee. Apenas ha probado la comida, y la salsa, con mucho almidón, se espesa en su cuenco-. Mi marido es un hijo de papel. ¿Los vuestros también lo son?

– Perdona, pero no sé qué significa eso.

– Mi marido compró un documento para convertirse en hijo de un americano. Ahora puede traerme a mí como esposa de papel.

– ¿Qué significa que compró un documento?

– ¿Nunca habéis oído hablar de los hijos de papel y las plazas de hijo de papel? -inquiere, y yo niego con la cabeza; Dong-shee pone los codos encima de la mesa y se inclina hacia delante-. Imagínate que un chino nacido en América viaja a China para casarse. Cuando regresa a América, les dice a las autoridades que su mujer ha tenido un bebé.

Escucho atentamente por si detecto algún fallo, y me parece encontrarlo.

– Pero ¿ha tenido el hijo de verdad?

– No. Pero él lo declara así, y ni los funcionarios de la embajada en China ni los de aquí, en Angel Island, van a desplazarse a un pueblo remoto para comprobar si dice la verdad. De modo que a ese hombre, que es ciudadano de Estados Unidos, le entregan un documento que acredita que tiene un hijo, que también es ciudadano porque él lo es. Pero recuerda: ese niño no ha nacido. Sólo existe en el papel. Y ahora el hombre tiene una plaza de hijo de papel que puede vender. Espera diez o veinte años. Luego le vende el documento, la plaza, a un joven de China, quien adopta su nuevo apellido y viene a América. No es su verdadero hijo, sino un hijo de papel. Los funcionarios de inmigración de Angel Island intentarán por todos los medios sonsacarle la verdad. Si lo descubren, lo devolverán a China.

– ¿Y si no lo descubren?

– Entonces se trasladará a su nuevo hogar y vivirá como hijo de papel, con una ciudadanía falsa, un apellido falso y una historia familiar falsa. Tendrá que vivir con esas mentiras mientras permanezca en este país.

– ¿A quién puede interesarle hacer eso? -pregunto, escéptica, porque procedemos de un país donde los apellidos son muy importantes y a veces se remontan a más de doce generaciones. La idea de que alguien esté dispuesto a cambiar su apellido para venir aquí no parece verosímil.

– En China hay montones de jóvenes que querrían comprar ese documento para pasar por el hijo de otra familia si con eso pueden venir a América, la Montaña Dorada, la Tierra de la Bandera Floreada -contesta Dong-shee-. Créeme, ese joven padecerá muchas humillaciones y trabajará muy duro, pero ganará dinero, lo ahorrará y algún día volverá a su pueblo natal convertido en un hombre rico.

– Parece fácil…

– ¡Qué dices! ¡Mira a tu alrededor! ¡No es nada fácil! -replica Lee-shee-. Los interrogatorios son tremendos, y los lo fan cambian las normas constantemente.

– ¿Y hay hijas de papel? -pregunto-. ¿También vienen mujeres mediante ese sistema?

– ¿Qué familia malgastaría una oportunidad tan preciosa con una hija? Nosotras tenemos suerte si podemos aprovechar la falsa ciudadanía de nuestros maridos para entrar en el país como esposas de papel.

Las dos ríen hasta que se les saltan las lágrimas. ¿Cómo es posible que estas campesinas analfabetas sepan más que nosotras sobre estas cosas y tengan más claro qué hay que hacer para burlar las leyes? Porque ellas pertenecen a la clase de los emigrantes, mientras que May y yo no deberíamos estar aquí. Suspiro. A veces me gustaría que nos deportaran, pero ¿cómo podríamos volver? Los japoneses han invadido China, May está embarazada y no tenemos familia ni dinero.

Entonces, como es habitual, nos ponemos a hablar de la comida que echamos de menos: el pato asado, la fruta fresca y la salsa de judías negras fermentadas, que no admiten comparación con la porquería recocida que nos sirven aquí.

Tal como planeó May, me pongo la ropa holgada que usé para huir de China. La mayoría de las mujeres no pasan suficiente tiempo aquí para percatarse de que tanto May como yo estamos engordando día a día. O quizá sí se dan cuenta, pero se muestran reservadas respecto a algo tan íntimo, como habría hecho nuestra propia madre.

Nosotras crecimos en una ciudad cosmopolita. Creíamos estar muy enteradas de todo, pero en muchos aspectos éramos unas ignorantes. Mama , como era habitual en esa época, siempre se mostró reticente a hablar de cualquier cosa relacionada con el cuerpo. Ni siquiera nos advirtió de la visita de la hermanita roja, y la primera vez que tuve la menstruación me aterroricé pensando que iba a morir desangrada. Ni siquiera entonces me lo explicó mama , y se limitó a enviarme a las dependencias de los sirvientes para que Pansy y las otras me enseñaran qué debía hacer y cómo podía quedarse embarazada una mujer. Más adelante, cuando la hermanita roja visitó a May, le conté lo que sabía, pero seguimos sin conocer gran cosa sobre el embarazo y el parto. Por suerte, ahora convivimos con mujeres muy bien informadas que me dan toda clase de consejos, aunque de quien más me fío es de Lee-shee.

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