Nuestra suegra es mayor de lo que había imaginado, teniendo en cuenta que Vernon sólo cuenta catorce años. Aparenta cincuenta y tantos; es vieja comparada con mama, que tenía treinta y ocho años cuando murió.
– Yo me encargaré del bebé -dice una voz severa, también en sze yup-. Dámelo.
El venerable Louie, con una larga túnica de mandarín, entra en la sala con Vern, que no ha crecido mucho desde la última vez que lo vimos. May y yo suponemos, una vez más, que nos harán preguntas sobre dónde hemos estado y por qué hemos tardado tanto en llegar, pero el viejo no muestra ningún interés por nosotras. Le entrego a Joy. Él la pone sobre la mesa y la desviste sin muchos miramientos. La pequeña empieza a llorar, alarmada por los huesudos dedos del anciano, por las exclamaciones de su abuela, por la dureza de la mesa y por encontrarse desnuda de pronto.
Cuando el venerable Louie descubre que es una niña, aparta bruscamente las manos, y una expresión de desagrado arruga sus facciones.
– No nos dijisteis que el bebé era una niña. Deberíais haber avisado. De haberlo sabido, no habríamos preparado un banquete.
– ¡Claro que necesita una fiesta del primer mes! -protesta mi suegra con voz chillona-. Todos los recién nacidos, incluidas las niñas, necesitan una fiesta del primer mes. Además, ya no podemos cancelarla. Va a venir todo el mundo.
– ¿Ya han preparado algo? -pregunta May.
– ¡Pues claro! -salta Yen-yen-. Habéis tardado más de lo que creíamos en llegar desde el puerto. Nos están esperando todos en el restaurante.
– ¿Ahora?
– ¡Ahora!
– ¿Podemos cambiarnos?
El venerable Louie frunce el entrecejo.
– No hay tiempo para eso. No necesitáis nada. Ahora ya no sois especiales. Aquí no tenéis que venderos.
Si fuera más valiente, le preguntaría por qué es tan grosero y mezquino, pero ni siquiera hace diez minutos que hemos entrado en esta casa.
– Necesitará un nombre -comenta el venerable Louie señalando a la niña.
– Se llama Joy -digo.
Él suelta un bufido.
– No sirve. Es mejor Chao-di, o Pan-di.
Un rubor de rabia asciende por mi cuello. Esto es exactamente lo que nos advirtieron las mujeres de Angel Island. Noto la mano de Sam en la parte baja de mi espalda, pero ese gesto de consuelo me provoca un estremecimiento, y me aparto de él.
May nota que pasa algo raro y me pregunta en dialecto wu:
– ¿Qué dice?
– Pretende que llamemos a Joy «Petición de un hermano» o «Esperanza de un hermano».
May entorna los ojos.
– No permitiré que habléis un idioma secreto en mi casa -declara el venerable Louie-. Necesito entender todo lo que decís.
– May no habla sze yup -explico, furiosa por lo que él propone para Joy, cuyos estridentes berridos atraviesan el silencio de desaprobación que la rodea.
– Sólo sze yup -insiste mi suegro, y golpea la mesa para enfatizar su decisión-. Si os oigo hablar en otro idioma, aunque sea inglés, tendréis que poner una moneda de diez centavos en un tarro. ¿Entendido?
No es alto ni fornido, pero está plantado con los pies separados, como desafiándonos. May y yo somos nuevas aquí; Yen-yen ha ido retirándose hacia una pared, como si quisiera volverse invisible; Sam apenas ha dicho una palabra desde que hemos bajado del tranvía; y Vernon está a un lado, nervioso, trasladando el peso del cuerpo de una pierna a la otra.
– Vestid a Pan-di -ordena el venerable Louie-. Peinaos. Y quiero que os pongáis esto.
Mete una mano en uno de los hondos bolsillos de su túnica de mandarín y saca cuatro brazaletes nupciales de oro.
Me coge una mano y me coloca un brazalete de oro macizo, de ocho centímetros de ancho, alrededor de la muñeca. A continuación, me pone otro en la otra muñeca, apartando bruscamente el brazalete de jade de mi madre. Mientras le pone los brazaletes nupciales a May, examino los míos. Son muy bonitos, tradicionales y muy caros. Por fin veo la prueba material de la supuesta riqueza de los Louie. Si May y yo encontramos una casa de empeños, podremos utilizar el dinero para…
– No te quedes ahí plantada -me espeta el venerable Louie-. Haz algo para que esa cría deje de llorar. Tenemos que irnos. -Nos mira con desagrado y añade-: Acabemos con esto cuanto antes.
Quince minutos más tarde, tras doblar la esquina, cruzar Los Angeles Street y subir una escalera, entramos en el restaurante Soochow, donde han preparado un banquete nupcial y una fiesta del primer mes. En una mesa, junto a la entrada, han puesto bandejas de huevos duros teñidos de rojo que representan la fertilidad y la felicidad. De las paredes cuelgan pareados nupciales. En todas las mesas hay finas rodajas de jengibre dulce que simbolizan el continuado calentamiento de mi yin tras los esfuerzos del parto. El banquete, pese a no ser tan espléndido como el que imaginaba en mis sueños románticos en el estudio de Z.G., es la mejor comida que veo desde hace meses -un surtido de platos fríos con medusa, pollo con salsa de soja y riñones en rodajas, sopa de nido de pájaro, un pescado asado entero, pollo pequinés, fideos, gambas y nueces-; pero May y yo todavía no podemos comer.
Yen-yen, que tiene a su nieta en brazos, nos lleva de mesa en mesa para hacer las presentaciones. Casi todos los invitados pertenecen a la familia Louie, y todos hablan sze yup.
– Éste es tío Wilburt. Éste es tío Charley. Y éste es tío Edfred -le dice a Joy.
Esos hombres que visten trajes casi idénticos confeccionados con tela barata son los hermanos de Sam y Vernon. ¿Son ésos los nombres que les pusieron al nacer? Imposible. Son los que adoptaron para parecer más americanos; May, Tommy, Z.G. y yo también adoptamos nombres occidentales para parecer más sofisticados en Shanghai.
Como ya llevamos tiempo casadas, en lugar de gastarnos las típicas bromas sobre la fortaleza de nuestros esposos en la cámara nupcial o sobre el hecho de que estemos a punto de ser desvirgadas, se centran en Joy.
– ¡Eres muy rápida haciendo niños, Pearl! -comenta tío Wilburt en un inglés con acento muy marcado. Gracias al manual, sé que tiene treinta y un años, pero parece mucho mayor-. ¡Esta niña ha nacido muy pronto!
– ¡Joy está muy grande para su edad! -añade Edfred, que tiene veintisiete años pero parece mucho más joven. Lo ha envalentonado el mao tai que está bebiendo-. Sabemos contar, Pearl.
– ¡La próxima vez, Sam te hará un niño! -tercia Charley. Tiene treinta años, pero no es fácil adivinarlo, porque sus ojos están enrojecidos, hinchados y llorosos a causa de la alergia que padece-. ¡A ver si lo haces igual de bien y el niño nace pronto!
– ¡Los hombres Louie sois todos iguales! -los reprende Yen-yen-. Creéis que sabéis contar, ¿no? Pues contad los días que han pasado mis nueras huyendo de los micos. ¿Creéis que aquí habéis pasado penalidades? ¡Bah! ¡Es un milagro que esta niña haya nacido! ¡Es un milagro que esté viva!
May y yo servimos el té a los invitados y recibimos regalos de boda en forma de lai see -sobres rojos con caracteres dorados, que contienen un dinero que nos pertenece sólo a nosotras- y más joyas de oro: pendientes, broches, anillos y suficientes brazaletes para cubrirnos los brazos hasta los codos. Estoy impaciente por quedarme a solas con mi hermana; entonces podremos contar nuestro primer dinero para la huida, y planearemos cómo vender las joyas.
Como es lógico, oímos algunos comentarios sobre que Joy sea una niña, pero la mayoría de los invitados están encantados de ver un recién nacido, aunque no sea varón. Entonces me percato de que son casi todos hombres; sólo hay unas pocas mujeres y casi ningún niño. Nuestra experiencia en Angel Island empieza a adquirir sentido. Si el gobierno americano hace todo lo posible para que los hombres chinos no entren en el país, a las mujeres les cuesta aún más entrar. Y en muchos estados, los chinos tienen prohibido casarse con blancas. El resultado es el deseado por Estados Unidos: como hay muy pocas chinas en suelo americano, no pueden nacer muchos niños, y el país se libra de tener que aceptar a indeseados ciudadanos de origen chino.
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