– Si conseguía cuarenta y cinco peniques de cobre por una carrera, me consideraba afortunado -continúa Sam-. Cambiaba esos peniques por quince centavos de plata. Seguí cambiando mis peniques de cobre por centavos de plata, y éstos por dólares de plata. Si obtenía una buena propina, me ponía aún más contento. Pensaba que si conseguía ahorrar diez centavos todos los días, al cabo de mil días tendría cien dólares. Estaba dispuesto a tragar hiel para conseguir oro.
– ¿Trabajaste para mi padre?
– No, al menos no tuve que sufrir esa humillación. -Sam acaricia mi brazalete de jade. Como no me aparto, él mete un dedo por el brazalete, y al hacerlo me roza suavemente el brazo.
– Entonces, ¿cómo encontraste al venerable Louie? ¿Y por qué tuviste que casarte conmigo?
– El Clan Verde dirigía la empresa más importante de rickshaws. Yo trabajaba para ellos. Muchas veces, el Clan Verde hacía de intermediario entre quienes aspiraban a convertirse en hijos de papel y quienes ofrecían esas plazas. En nuestro caso, hizo también de casamentero. Yo quería darle un giro a mi vida. El venerable Louie tenía una plaza de hijo de papel que quería vender…
– Y necesitaba rickshaws y dos novias -termino por él, y sacudo la cabeza para apartar los recuerdos que me trae todo esto-. Mi padre le debía dinero al Clan Verde. Lo único que le quedaba por vender eran sus rickshaws y sus hijas. May y yo estamos aquí. Los rickshaws también están aquí, pero sigo sin entender por qué estás tú aquí.
– El precio de mis papeles era de cien dólares por cada año de mi vida. Tenía veinticuatro años, así que el coste ascendía a dos mil cuatrocientos dólares; eso cubría el pasaje, así como comida y alojamiento cuando llegara a Los Ángeles. Ganando nueve dólares al mes jamás lograría reunir ese dinero. Ahora trabajo para saldar mi deuda con el viejo, y no sólo la mía, sino también la tuya y la de Joy.
– ¿Por eso nunca nos pagan?
Sam asiente con la cabeza.
– El viejo se guarda nuestro dinero hasta que la deuda quede saldada. Por eso tampoco paga a los tíos. Ellos también son hijos de papel. Sólo Vern es hijo suyo de verdad.
– Pero tú no eres como los otros tíos…
– Eso es cierto. Los Louie me consideran un verdadero sustituto del hijo que se les murió. Por eso vivimos con ellos y por eso soy el encargado del restaurante, pese a que no tengo ni idea de cocina ni de negocios. Si los funcionarios de inmigración descubrieran que no soy quien digo ser, podrían detenerme y deportarme. Pero quizá podría evitar la deportación porque el viejo también me hizo socio del negocio.
– Sigo sin entender por qué necesitabas casarte conmigo. ¿Qué quiere él de nosotros?
– Sólo una cosa: un nieto. Por eso os compró. Quiere un nieto, cueste lo que cueste.
Se me encoge el estómago. El médico de Hangchow me dijo que seguramente no podré tener hijos, pero, si se lo cuento a Sam, tendré que revelarle por qué. En lugar de eso, digo:
– Si él te considera su verdadero hijo, ¿por qué tienes que devolverle el dinero?
Cuando me coge las manos, no me aparto, pese a que su tacto me aterra.
– Zhen Long -dice Sam con solemnidad. Ni siquiera mis padres me llamaban por mi nombre chino, Perla de Dragón. Suena a expresión de cariño-. Un hijo debe pagar sus deudas, por su propio bien, por el de su esposa y por el de sus hijos. En Shanghai, cuando me planteaba todo este acuerdo, pensé: «Cuando muera el viejo, me convertiré en un hombre de la Montaña Dorada con muchas empresas.» Y vine a América. Al principio había días en que lo único que deseaba era volver a casa. El pasaje sólo cuesta ciento treinta dólares en tercera clase. Creí que conseguiría reunir ese dinero guardándome las propinas, pero entonces llegasteis Joy y tú. ¿Qué clase de marido sería si os dejara aquí? ¿Qué clase de padre sería?
Desde que llegamos a Los Ángeles, May y yo no hemos cesado de pensar en formas de escapar. Nunca habríamos sospechado que Sam había estado planeando lo mismo.
– Empecé a pensar que Joy, tú y yo podríamos volver a China juntos, pero ¿cómo iba a permitir que nuestra hija viajase en la bodega de un barco? Quizá no sobreviviría al viaje. -Me aprieta las manos. Me mira a los ojos y yo no desvío la mirada-. No soy como los demás. Ya no quiero regresar a China. Aquí sufro mucho, todos los días, pero éste es un buen sitio para Joy.
– Pero China es nuestro hogar. Tarde o temprano, los japoneses se cansarán…
– Pero ¿qué puede ofrecerle China a Joy? ¿Qué puede ofrecernos a nosotros? En Shanghai, yo era conductor de rickshaw. Tú eras una chica bonita.
Ignoraba que Sam conociese ese detalle sobre nosotras. La forma en que lo dice me roba el orgullo que siempre he sentido por lo que hacíamos.
– No me gusta odiar a nadie, pero odio mi destino, y también el tuyo -dice Sam-. Aunque no podemos cambiar quiénes somos ni lo que nos ha pasado, ¿no crees que deberíamos intentar cambiar el destino de nuestra hija? ¿Qué futuro le espera en China? Aquí puedo devolverle al viejo lo que le debo y, por fin, comprar nuestra libertad. Entonces podremos darle a Joy una vida digna, una vida de oportunidades que ni tú ni yo tendremos nunca. Quizá hasta pueda ir a la universidad algún día.
Sam le habla a mi corazón de madre, pero mi lado más práctico, el que sobrevivió después de que baba lo perdiera todo y de que los micos destrozaran mi cuerpo, no ve cómo pueden cumplirse sus sueños.
– Nunca conseguiremos salir de aquí y librarnos de esta gente -replico-. Mira alrededor. Tío Wilburt lleva veinte años trabajando para el viejo y todavía no ha saldado su deuda.
– Quizá la haya saldado y esté ahorrando para volver a China convertido en un hombre rico. O quizá sea feliz tal como está. Tiene un empleo, un sitio donde vivir, una familia con la que cenar los domingos por la noche. Tú no sabes lo que es vivir en un pueblo sin electricidad ni agua caliente, en una cabaña con una sola habitación para toda la familia, dos a lo sumo. Sólo comes arroz y hortalizas, a menos que haya alguna fiesta o celebración; y eso ya exige un gran sacrificio.
– Lo único que digo es que un hombre solo apenas puede mantenerse a sí mismo. ¿Cómo vas a mantenernos tú a los cuatro?
– ¿Cuatro? ¿Te refieres a May?
– Es mi hermana, y le prometí a mi madre que cuidaría de ella.
Sam lo piensa un momento.
– Tengo paciencia. Puedo esperar y trabajar duro. -Sonríe con timidez y añade-: Por las mañanas, cuando vas a la Golden Lantern a ayudar a Yen-yen y ver a Joy, yo trabajo en el templo de Kwan Yin, donde vendo incienso a los lo fan para que lo pongan en esos grandes quemadores de bronce. Debería decirles: «Tus sueños se harán realidad, porque las bendiciones de esta magnánima deidad son ilimitadas», pero no sé decirlo en inglés. Aun así, creo que la gente me compadece y por eso me compra incienso.
Se levanta y va hasta la cómoda. Está muy flaco, pero no entiendo cómo no he sabido reconocer su ventilador de hierro. Abre el primer cajón, rebusca un poco y regresa a la cama con un calcetín con el talón abultado. Le da la vuelta y vierte sobre el colchón un montón de monedas de cinco, diez y veinticinco centavos y unos cuantos billetes de dólar.
– Esto es lo que he ahorrado para Joy.
Paso las manos por encima del dinero.
– Eres muy bueno -digo, pero cuesta imaginar que esta miseria pueda cambiar la vida de Joy.
– Ya sé que no es mucho -admite-, pero es más de lo que ganaba trabajando de conductor de rickshaw, y aumentará. Y quizá, dentro de un año, pueda llegar a segundo cocinero. Si aprendo a ser primer cocinero, quizá llegue a ganar veinte dólares por semana. Cuando podamos permitirnos vivir por nuestra cuenta, trabajaré de vendedor ambulante de pescado o quizá de hortelano. Si me hago vendedor de pescado, siempre tendremos pescado para comer. Y si me hago hortelano, nunca nos faltarán hortalizas.
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