La montaña se derrumba poco a poco. Tras varias semanas, nuestro suegro acaba cediendo.
– Una vez. Puedes hacerlo una sola vez.
Al oírlo, Yen-yen da un resoplido y sale de la habitación, Sam niega con la cabeza, asombrado, y yo me ruborizo de placer al ver que May ha vencido a nuestro suegro a base de, simplemente, ser ella misma.
No sé cómo se titula su primera película, pero como mi hermana tiene su propia ropa, consigue el papel de prostituta en lugar del de campesina. Trabaja tres noches y duerme de día, así que no me cuenta su experiencia hasta que termina el rodaje.
– Me pasaba toda la noche sentada en un falso salón de té, mordisqueando pastelillos de almendra -recuerda con embeleso-. El ayudante de dirección me llamaba «tomatito». ¿Te imaginas?
Durante días, May llama «tomatito» a Joy, lo cual no tiene mucho sentido para mí. La siguiente vez que May trabaja de extra, vuelve a casa con una nueva expresión: «¿Qué demonios?» Por ejemplo: «¿Qué demonios has puesto en esta sopa, Pearl?»
Muchas veces, al regresar del estudio, se pone a alardear de lo que ha comido.
– Nos dan dos comidas al día, y muy buenas. ¡Comida americana! Tengo que ir con cuidado, Pearl, porque si no voy a engordar. Y entonces no cabré en mis cheongsams. Si no estoy perfecta, nunca me darán un papel con texto.
Entonces Tom le consigue otro trabajo y May se pone a régimen -ella, que es tan menuda y sabe lo que es pasar hambre por culpa de la guerra, la pobreza y la ignorancia-, y cuando termina, vuelve a ponerse a régimen para perder los kilos imaginarios que asegura haber ganado. Y todo eso con la esperanza de que algún director le dé un papel con texto. Hasta yo sé que los papeles con texto -excepto los de Anna May Wong y Keye Luke, que interpreta al hijo mayor de Charlie Chan- sólo se los dan a los lo fan, que se ponen maquillaje amarillo, se achinan los ojos con esparadrapo y fingen hablar inglés con acento chino.
En junio, a Tom se le ocurre otra idea, y May, encantada, se la traslada a nuestro suegro, que la adopta como si fuera suya.
– Joy es una niña muy guapa -le dice Tom a May-. Podría trabajar de extra.
– Con ella podrías ganar más dinero que conmigo -le transmite May al venerable Louie.
– Pan-di tiene mucha suerte para ser una niña -me confía el viejo-. Puede ganar dinero por su cuenta, y es sólo una cría.
No me convence la idea de que Joy pase tanto tiempo con su tía, pero una vez que el venerable Louie ha descubierto que puede ganar dinero explotando a un bebé…
– Aceptaré con una condición. -Puedo imponer condiciones porque, al ser la madre, sólo yo puedo firmar el documento que la autoriza a trabajar todo el día, y a veces por la noche, bajo la supervisión y el cuidado de su tía-. Joy se quedará con todo el dinero que gane.
Al venerable Louie no le gusta mi proposición. ¿Cómo iba a gustarle?
– Nunca más tendrás que comprarle ropa -lo presiono-. Nunca más tendrás que pagarle la comida. Nunca más le pagarás ni un solo centavo a tu Esperanza de un Hermano.
El viejo sonríe.
Cuando May y Joy no están trabajando, se quedan en el apartamento con Yen-yen y conmigo. A menudo, en las largas tardes mientras esperamos a que reabran China City, recuerdo las historias que me contaba mama de cuando era pequeña y vivía confinada en las habitaciones de las mujeres en su casa natal, con su abuela, su madre, sus tías, primas y hermanas, que tenían, como ella, los pies vendados. Las mantenían encerradas, y es lógico que ellas maquinaran para conseguir una buena posición, que abrigaran resentimientos y se criticaran unas a otras. Ahora, en América, May y Yen-yen se pelean por cualquier cosa, como dos tortugas en un cubo.
– El jook está demasiado salado -protesta May.
– Le falta sal -es la predecible respuesta de Yen-yen.
Cuando May se pasea por la sala principal con un vestido sin mangas, sin medias y con sandalias, Yen-yen la reprende:
– No deberías dejarte ver así en público.
– A las mujeres de Los Ángeles les gusta llevar las piernas y los brazos desnudos.
– Pero tú no eres una lo fan -le recuerda Yen-yen.
Aunque no hay mejor tema de discusión que Joy. Si Yen-yen dice «Debería ponerse un jersey», May replica «Se está achicharrando». Si Yen-yen observa: «Debería aprender a bordar», mi hermana le suelta: «Debería aprender a patinar.»
Lo que más le molesta a Yen-yen es que May trabaje en el cine y exponga a Joy a una actividad tan vulgar, y me culpa a mí por permitirlo.
– ¿Por qué dejas que lleve a Joy a esos sitios? Supongo que quieres que tu hija se case algún día, ¿no? ¿Crees que algún hombre querrá a una novia que deja su sombra en esas historias inmorales?
Antes de que yo pueda contestar -de todas formas, seguramente no espera que conteste-, mi hermana objeta:
– No son historias inmorales. Lo que pasa es que no son para gente como tú.
– Las únicas historias verdaderas son las antiguas. Las que nos enseñan cómo hemos de vivir.
– Las películas también nos enseñan a vivir. Joy y yo ayudamos a contar historias de héroes y mujeres buenas; son historias románticas y modernas. No tratan de doncellas de la luna ni de muchachas fantasmagóricas que languidecen de amor.
– Eres demasiado ingenua -la increpa Yen-yen-. Por eso conviene que tu hermana te vigile. Necesitas aprender de tu jie jie. Ella sabe que son las historias de antes las que nos enseñan algo.
– ¿Qué va a saber Pearl? -espeta May, como si yo no estuviera delante-. Es tan anticuada como nuestra madre.
¿Cómo se atreve a llamarme anticuada? ¿Y a compararme con mama ? Aunque reconozco que, debido a la nostalgia que siento del hogar, el pasado y nuestros padres, me he vuelto como mama en muchos aspectos. Todas esas ideas antiguas sobre el zodíaco, la comida y otras tradiciones me reconfortan, pero no soy la única que mira hacia el pasado en busca de consuelo. May tiene veinte años, es lista, efervescente y bellísima, pero su vida -aunque lleve lindos vestidos y trabaje de extra- no es lo que ella imaginaba cuando éramos chicas bonitas en Shanghai. Ambas arrastramos decepciones, pero me gustaría que fuera un poco más comprensiva conmigo.
– Si tus películas te enseñan a ser romántica, ¿por qué tu hermana, que se queda conmigo todos los días, lo es mucho más que tú? -le pregunta Yen-yen.
– ¡Yo soy romántica! -protesta May, cayendo como una tonta en la trampa.
Mi suegra sonríe.
– ¡No lo bastante para darme un nieto! Ya deberías haber tenido un hijo.
Suelto un suspiro. Esta clase de discusiones entre suegra y nuera son más antiguas que la humanidad. Con estas conversaciones, me alegro de que la mayoría de los días May y Joy se marchen a los estudios cinematográficos y yo me quede a solas con Yen-yen.
Los martes, después de llevar la comida a nuestros maridos en China City, Yen-yen y yo vamos puerta por puerta a todas las pensiones, apartamentos y tiendas de Spring Street donde la gente compra los comestibles, e incluso hasta el Nuevo Chinatown, y recaudamos dinero para el Fondo Chino de Ayuda y la salvación nacional. Ya no sólo tomamos parte en piquetes. Ahora llevamos latas de comida vacías para utilizarlas como cuencos de mendigo; recorremos las calles Mei Ling, Gin Ling y Sun Mun, con el acuerdo de no regresar a casa hasta que las latas estén llenas hasta la mitad, como mínimo, de monedas de uno, cinco y diez centavos. En China, la gente se muere de hambre, así que también visitamos las tiendas de ultramarinos e instamos a los propietarios a donar comida china importada, que nosotras empaquetamos y volvemos a enviar al sitio del que procede: China, nuestro país natal.
Realizando esta labor conozco a mucha gente. Todo el mundo quiere saber mi apellido de soltera y de qué pueblo provengo. Conozco a muchísimos Wong. También a muchos Lee, Fong y Moy. El venerable Louie no se queja ni una sola vez de que me dedique a recorrer los dos barrios chinos de la ciudad ni de que todos los días conozca a desconocidos, porque siempre voy con mi suegra, que empieza a confiarse a mí no como a una nuera, sino como a una amiga.
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