– Nunca olvides -declaró gravemente- que eres realmente afortunada por haber sido invitada a servir en una gran casa como ésta. Y junto con la buena fortuna llega la responsabilidad. Todos los aspectos de tu conducta se reflejan en la familia y debes hacerles justicia: guardar sus secretos y merecer su confianza. Recuerda que el amo es siempre quien más sabe. Obsérvalo, a él y a su familia. Sírvelos con obediencia, solicitud y gratitud. Sabrás que tu trabajo está bien hecho cuando pase desapercibido, que logras el éxito cuando tu persona parezca invisible.
El señor Hamilton miró hacia arriba, observó el aire que flotaba encima de mi cabeza, con su piel saludablemente rosada bañada de emoción.
– Y no olvides nunca, Grace, el honor que te conceden al permitirte servir en su casa.
Puedo imaginar qué habría dicho Sylvia ante esto. Ciertamente, no habría aceptado las instrucciones como yo hice. No habría sentido su rostro paralizado por la gratitud y la vaga e indefinible emoción de haber sido ascendida un escalón en la jerarquía del mundo.
Giré en el banco y noté que se había olvidado la fotografía: ese nuevo hombre que la tenía fascinada con su conversación sobre historia, aficionado a recopilar datos sobre la aristocracia. Conozco a las personas como él, esas que guardan recortes de prensa y fotografías para esbozar complejos árboles genealógicos de familias a las que no tienen acceso.
Tal vez suene desdeñosa pero no lo soy. Me interesa, e incluso me intriga, saber de qué modo el tiempo borra las vidas reales y deja sólo vagas impresiones. La carne y el espíritu se desvanecen, sólo quedan los nombres y los datos.
Cierro los ojos otra vez. El sol ha aparecido y ahora mis mejillas están tibias.
Los compañeros de Riverton han muerto hace mucho tiempo. Mientras que a mí la edad me ha marchitado, ellos permanecen eternamente juveniles, eternamente bellos.
Tal parece que me estoy volviendo sentimental y romántica. Porque ellos no son jóvenes ni bellos. Están muertos. Enterrados.
No son nada. Meras imágenes que rondan los recuerdos de aquellos que alguna vez los conocimos.
Pero, por supuesto, quienes viven en la memoria jamás están realmente muertos.
La primera vez que vi a Hannah, Emmeline y su hermano David, conversaban sobre los efectos de la lepra en el rostro humano. Para entonces ya llevaban una semana en Riverton -visitaban el lugar todos los años durante el verano- pero hasta ese momento yo sólo había captado ocasionales ráfagas de sus risas y los ecos de pasos apresurados sobre la chirriante estructura de la vieja mansión.
Myra había insistido en que yo era demasiado inexperta para confiarme tareas que implicaran conocimiento del protocolo social -aun cuando tuviera que tratar con los más jóvenes- y me había destinado a trabajos que me mantuvieran alejada de los visitantes. Mientras los otros sirvientes se preparaban para la llegada de los invitados adultos, que se produciría en dos semanas, yo era responsable del cuarto de los niños.
En rigor, ya eran demasiado grandes para necesitar ese cuarto, según apuntó Myra, y probablemente no lo usarían, pero era una tradición, y en consecuencia la amplia habitación del segundo piso, en el extremo del ala este, debía ser ventilada y aseada, y las flores que la adornaban debían reemplazarse a diario.
Puedo describir esa habitación, pero me temo que ninguna descripción logrará transmitir la extraña atracción que ejercía sobre mí. Era grande, rectangular y sombría, y mostraba la palidez de un decoroso abandono. La impresión era desoladora. Como en los viejos cuentos, parecía haber caído sobre ella un hechizo, una maldición que la había mantenido dormida durante un siglo. La atmósfera pesada, densa y fría parecía suspendida sobre los objetos. Y en la casa de muñecas que estaba junto a la chimenea se veía la mesa servida para una fiesta cuyos invitados jamás llegarían. El empapelado de la pared, en su día de listas azules y blancas, se había transformado con el tiempo y la humedad en un gris opaco; el papel estaba manchado en algunas partes y despegado en otras. Escenas desvaídas de los cuentos de Hans Christian Andersen colgaban de una de las paredes: el valiente soldado de plomo lanzándose al fuego, la bella joven de zapatos rojos, la pequeña sirena que añoraba su pasado. En su lugar se percibían fantasmagóricas presencias infantiles, olía a moho y a polvo acumulado durante mucho tiempo. Estaba difusamente vivo.
Había una chimenea tiznada de hollín, y un sillón de cuero delante de unas enormes ventanas con forma de arco en la pared adyacente. Si uno se subía al oscuro banco de madera y miraba a través de los cristales sellados con plomo, podía distinguir un patio donde dos leones de cobre montaban guardia sobre sus desgastados pedestales, contemplando el cementerio construido en el valle que estaba más abajo.
Un extenuado caballo de madera descansaba junto a la ventana. Majestuoso, moteado de gris, sus bondadosos ojos negros parecían agradecer que les hubiera quitado el polvo. Y a su lado, en silenciosa comunión, estaba Raverley. El negro y curtido perro de caza que había pertenecido a lord Ashbury cuando era un niño. Había muerto tras quedar una de sus patas aprisionada en una trampa. El taxidermista había hecho un buen trabajo intentando disimular la herida pero ningún artificio era capaz de ocultar lo que acechaba detrás. Yo solía cubrir a Raverley mientras trabajaba. Dejaba caer sobre él una funda, que apenas me permitía fingir que no estaba allí, con la herida abierta debajo de su piel remendada, mirándome con sus ojos vidriosos y opacos.
Pero a pesar de todo aquello -de Raverley, del olor que delataba el lento deterioro, del empapelado desgastado- el cuarto de los niños se convirtió en mi lugar favorito. Día tras día, tal como estaba previsto, lo encontraba vacío. Los niños se entretenían en otro lugar de la finca. Yo solía hacer mis tareas habituales a toda prisa para disponer de algunos minutos y entretenerme allí a solas. Lejos de las constantes observaciones de Myra, del adusto gesto de reprobación del señor Hamilton, de la sospechosa camaradería de los otros sirvientes, que me hacía pensar que aún tenía mucho que aprender. Allí dejaba de contener el aliento, disfrutaba de la soledad e imaginaba que la habitación era mía.
En ella había libros, en abundancia, más de los que jamás había visto juntos: aventuras, relatos, cuentos de hadas se amontonaban en altos estantes a cada lado de la chimenea. Una vez me atreví a coger uno, que elegí por la sencilla razón de que me atrajo particularmente su lomo. Pasé mi mano por la antigua cubierta, lo abrí y leí atentamente el nombre impreso: Timothy Hartford. Después pasé las gruesas páginas, respiré el polvo mohoso que se desprendía de ellas y fui transportada a otra época y a otro lugar.
Había aprendido a leer en la escuela del pueblo y mi maestra, la señorita Ruby, contenta por haber encontrado en una alumna un interés tan poco frecuente, había comenzado a prestarme libros de su propia biblioteca: Jane Eyre, Frankenstein, El castillo de Otranto. Cuando se los devolvía, comentábamos nuestros pasajes favoritos. Fue la señorita Ruby quien me sugirió que debía ser maestra. Mi madre no se mostró demasiado complacida cuando se lo conté. A su juicio las grandes ideas que la señorita Ruby sembraba en mi cabeza no nos darían de comer. Poco tiempo después me envió a la colina de Riverton, hacia Myra y el señor Hamilton, hacia la habitación de los niños.
Y durante algún tiempo ésa fue mi habitación, y sus libros fueron míos.
Pero un día apareció la niebla y comenzó a llover. Mientras iba presurosa por el pasillo entusiasmada con la idea de examinar una enciclopedia ilustrada para niños que había descubierto el día anterior, me detuve abruptamente. Se oían voces provenientes de la habitación. Me dije que seguramente era el viento, que traía el eco desde otro lugar de la casa. Una ilusión. Pero cuando abrí la puerta y escudriñé el interior sentí el impacto. Allí había gente. Jóvenes, que armonizaban a la perfección con ese lugar encantador.
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