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Kate Morton: La Casa De Riverton

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Kate Morton La Casa De Riverton

La Casa De Riverton: краткое содержание, описание и аннотация

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Un suicidio inesperado marcará para siempre a los habitantes de Riverton Manor En el verano de 1924 todo es felicidad en la mansión de Riverton Manor… hasta la noche de la fiesta. Toda la alta sociedad se está divirtiendo entre el glamour y la elegancia del paraje. Pero en medio de la noche se escucha un disparo. El joven poeta Robbie Hunter se ha quitado la vida a orillas del lago de la mansión. Las hermanas Hartford, Hannah y Emmeline, serán las únicas testigos y se convertirán además en las protagonistas de toda la prensa del momento. Unas cuantas décadas después, en 1999, Grace Bradley, la que fuera en su día doncella en Riverton Manor, recibe la visita de una joven directora de cine que está preparando una película sobre el suicidio del poeta. Tras años de silencio y olvido, los fantasmas del pasado empiezan a aflorar; y un terrible secreto intenta abrirse paso, un secreto que Grace no ha podido borrar jamás de su memoria. Los recuerdos siguen vivos en esta novela llena de amor, celos, odios y rivalidades, recuerdos que se gestaron en un verano de los decadentes años veinte.

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– ¿Qué demonios te pasa? -preguntó, con un inglés apocopado, incapaz de disimular la modulación irlandesa de las vocales-. No sabía que fueras tan lenta. La señora Townsend nunca lo mencionó, estoy segura.

– No soy lenta. Es por la maleta. Pesa mucho.

– Nunca he visto semejantes aspavientos -protestó Myra-. No sé qué clase de criada esperas ser si no puedes llevar una maleta con ropa sin quejarte. Ruega que el señor Hamilton no te vea arrastrando la aspiradora como un saco de harina.

Abrió la puerta. La habitación era pequeña y austera e, inexplicablemente, olía a patatas. Pero la mitad -una cama de hierro, una cómoda y una silla- sería para mí.

– Y bien, aquél es tu lado -señaló, apuntando con la cabeza hacia el extremo de la cama-. Yo ocupo éste y agradeceré que no toques nada. -Myra pasó sus dedos por la superficie de su cómoda, acarició un crucifijo, una Biblia y un cepillo para el cabello-. Aquí no se toleran los dedos pegajosos. Ahora deshaz tu maleta, ponte el uniforme y baja para comenzar con tus tareas. No te entretengas en el camino y, por amor de Dios, no salgas de la zona de servicio. Hoy a mediodía llega el amo y se servirá un almuerzo. Todos estaremos ocupados en atenderlo. Lo último que necesito es tener que vigilarte. Espero que no seas una holgazana.

– No, Myra -contesté, comprendiendo su insinuación de que yo pudiera ser una ladrona.

– Bien, eso ya lo veremos -replicó meneando la cabeza -. No entiendo, les informé de que necesitaba una chica nueva y, ¿qué me envían?: no tienes experiencia, tampoco referencias, y a juzgar por tu aspecto, eres una holgazana.

– No soy…

– Shhh -refutó Myra y pateó el suelo para indicarme que me callara.

– La señora Townsend comenta que tu madre era rápida y hábil y que de tal palo, tal astilla. Todo lo que puedo decirte es que, por tu bien, espero que sea cierto. Lady Violet no estará dispuesta a soportar holgazanas como tú ni tampoco yo.

En un último gesto desdeñoso, Myra meneó la cabeza, giró sobre sus talones y me dejó a solas en esa oscura y diminuta habitación del piso alto de la casa.

Fru fru, fru fru, fru fru…

Escuché conteniendo el aliento.

Por fin, cuando el sonido se perdió, fui de puntillas hacia la puerta, la cerré y me dediqué a observar mi nuevo hogar.

No había mucho que ver. Pasé la mano por la cama, agachando la cabeza en la parte abuhardillada. Sobre el colchón había una manta gris; uno de los extremos había sido remendado por una mano competente. En la pared se veía el único atisbo de decoración de toda la habitación: una pequeña pintura enmarcada, que ilustraba una rudimentaria escena de caza, un ciervo atravesado por una flecha, de cuyo flanco herido manaba sangre. Aparté rápidamente la mirada del animal agonizante.

Me senté con cuidado, sigilosamente, temiendo arrugar la funda del mullido colchón. El chirrido de los muelles de la cama me hizo dar un respingo, me sentí reprendida y el rubor subió por mis mejillas.

Una estrecha ventana proyectaba un rayo de luz polvoriento. Me arrodillé en la silla para mirar hacia fuera.

La habitación estaba en la parte trasera de la casa, y a gran altura. Podía ver todo el sendero que atravesaba el jardín de rosas y continuaba por las glorietas, hacia la fuente que estaba al sur. Sabía que más allá estaba el lago y hacia el otro lado el pueblo donde había pasado mis primeros catorce años. Imaginaba a mi madre sentada junto a la ventana de la cocina, donde había más luz, con la espalda encorvada sobre la ropa que zurcía.

Me pregunté cómo se estaría arreglando sin mí. En los últimos tiempos había empeorado. Por las noches la oía quejarse en su cama, a causa del dolor de los agarrotados huesos de su columna. A veces amanecía con los dedos tan rígidos que tenía que ayudarla a sumergirlos en agua tibia y frotarlos contra los míos para que al menos pudiera coger un carrete de hilo de su costurero. La señora Rodgers, una vecina del pueblo, iría a verla todos los días y el buhonero pasaba por allí dos veces por semana pero, aun así, mi madre pasaría muchísimo tiempo sola. Era poco probable que pudiera continuar con el zurcido sin mí. ¿Qué haría para conseguir dinero? Mi escaso salario ayudaría, pero ¿no habría sido mejor que me quedara con ella?

Sin embargo, ella había insistido en que solicitara ese empleo. Se negó a escuchar mis argumentos en contra. Sólo meneó la cabeza y me recordó que la suya era la voz de la experiencia. Había oído que buscaban una chica y estaba segura de que yo sería la persona indicada. No dijo una palabra acerca de como lo supo. Uno de los típicos secretos de mi madre.

– No está lejos -apuntó-. Podrás venir a casa y ayudarme en tus días libres.

Seguramente mi expresión me traicionó y dejó en evidencia mi reparo ante esa idea, porque ella extendió su mano para tocar mi mejilla. Era un gesto poco habitual, que yo no esperaba. La sorpresa de sentir sus manos ásperas, sus uñas melladas por las agujas, me estremeció.

– Bueno, bueno, niña. Sabías que el tiempo pasaría y tendrías que encontrar un empleo. Es por tu bien. Una oportunidad. Ya verás. No hay muchos lugares donde acepten a una muchacha tan joven. Lord Ashbury y lady Violet no son malas personas. Y el señor Hamilton puede parecer estricto pero en el fondo no es más que un hombre justo. También la señora Townsend. Si trabajas mucho y cumples con lo que se te ordene no tendrás problemas. -Me pellizcó fuertemente la mejilla con sus dedos temblorosos-. Y no olvides cuál es tu lugar, Grace. Hay muchas jovencitas que se meten en líos por ese motivo.

Yo había prometido cumplir lo que me pedía, y el sábado siguiente, vestida con mi ropa de domingo, subí caminando la colina hacia la gran mansión donde me entrevistaría lady Violet.

Éste es un hogar pequeño y tranquilo, me contó ésta; sólo vivían allí su esposo, lord Ashbury, que pasaba la mayor parte del tiempo ocupado con sus negocios y clubes, y ella misma. Sus dos hijos, el mayor James y el señor Frederick, ya eran adultos y vivían en sus respectivas casas junto a sus familias. No obstante, solían ir de visita, y si mi trabajo era satisfactorio y decidían que siguiera formando parte del servicio, seguramente los vería. Por ser sólo ellos los habitantes permanentes de Riverton se bastaban sin un administrador y dejaban en las diestras manos del señor Hamilton la dirección de las tareas. La señora Townsend, la cocinera, estaba a cargo de las cuestiones concernientes a la cocina. Si ellos me aprobaban, ésa era recomendación suficiente para que conservara mi puesto.

Lady Violet hizo una pausa y me miró detenidamente, de una manera que me hizo sentir atrapada, como un ratón en un frasco de vidrio. Sin duda había advertido que el bajo de mi vestido tenía las marcas de las veces que habíamos adecuado su largo a mi creciente estatura; que el pequeño zurcido de mis medias, donde se rozaban con los zapatos, se estaba desgastando; que mi cuello y mis orejas eran demasiado largos.

Luego había parpadeado y sonreído, con una sonrisa que dio a sus ojos el aspecto de gélidas medias lunas.

– Bien, tu aspecto es limpio, y el señor Hamilton dice que sabes coser.

Ella se puso de pie mientras yo asentía, alejándose en dirección al escritorio, mientras arrastraba ligeramente su mano por el borde de la silla.

– ¿Cómo está tu madre? -había preguntado, sin volverse a mirarme-. ¿Sabías que también ella sirvió en esta casa?

A lo cual le respondí que lo sabía y que mi madre estaba bien, «gracias por su interés», e incluso me acordé de llamarla madame.

Aparentemente había dicho lo correcto, porque inmediatamente después me ofreció quince libras al año para que comenzara a trabajar al día siguiente e hizo sonar la campanilla para que Myra me acompañara hasta la salida.

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