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Kate Morton: La Casa De Riverton

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Kate Morton La Casa De Riverton

La Casa De Riverton: краткое содержание, описание и аннотация

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Un suicidio inesperado marcará para siempre a los habitantes de Riverton Manor En el verano de 1924 todo es felicidad en la mansión de Riverton Manor… hasta la noche de la fiesta. Toda la alta sociedad se está divirtiendo entre el glamour y la elegancia del paraje. Pero en medio de la noche se escucha un disparo. El joven poeta Robbie Hunter se ha quitado la vida a orillas del lago de la mansión. Las hermanas Hartford, Hannah y Emmeline, serán las únicas testigos y se convertirán además en las protagonistas de toda la prensa del momento. Unas cuantas décadas después, en 1999, Grace Bradley, la que fuera en su día doncella en Riverton Manor, recibe la visita de una joven directora de cine que está preparando una película sobre el suicidio del poeta. Tras años de silencio y olvido, los fantasmas del pasado empiezan a aflorar; y un terrible secreto intenta abrirse paso, un secreto que Grace no ha podido borrar jamás de su memoria. Los recuerdos siguen vivos en esta novela llena de amor, celos, odios y rivalidades, recuerdos que se gestaron en un verano de los decadentes años veinte.

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– Entremos, hace frío aquí afuera. Disculpen todo este alboroto. Comenzaremos a rodar la semana próxima y la gente está muy nerviosa intentando tener todo listo para entonces. Esperaba que pudiera reunirse con nuestra escenógrafa pero ha tenido que ir a Londres a conseguir unas telas. Tal vez todavía esté aquí cuando ella regrese. Tengan cuidado al atravesar la puerta, hay un pequeño escalón.

Ella y Ruth me condujeron afanosamente hacia un vestíbulo y luego a lo largo de un oscuro corredor en el que se alineaban sucesivas puertas. Algunas estaban entreabiertas y miré hacia adentro; vislumbré misteriosas siluetas frente a brillantes pantallas de monitor. Nada allí se parecía al estudio de grabación donde había estado con Emmeline muchos años atrás.

– Aquí es -anunció Ursula cuando llegamos a la última puerta-. Entremos, pediré que nos traigan té.

En cuanto abrió la puerta, fui catapultada a través del umbral hacia mi pasado.

Era el salón de Riverton. Incluso el empapelado era el mismo: «Tulipanes brillantes», un diseño art nouveau rojo borgoña del Silver Studio, tan flamante como el día en que los empapeladores llegaron desde Londres. En el centro, frente a la chimenea, un sofá Chesterfield tapizado en cuero, cubierto con sedas de la India, iguales a las que el abuelo de Hannah y Emmeline, lord Ashbury, había traído del extranjero cuando era un joven oficial de la armada. El reloj del barco estaba en el lugar habitual, sobre la repisa de la chimenea, junto al candelabro de Waterford. Alguien se había tomado el enorme trabajo de conseguir ese objeto, pero a cada segundo se revelaba su falsedad. Aun ahora, unos ochenta años después, recuerdo el sonido del reloj de la sala. El modo serenamente insistente de marcar el paso del tiempo: paciente, certero, frío, como si de alguna manera hubiera sabido, incluso entonces, que el tiempo no era amigo de quienes vivían en aquella casa.

Ruth me acompañó hasta el sillón y me dejó allí con el encargo de que permaneciera sentada mientras ella averiguaba dónde estaban los baños «por si fuera necesario». Detrás de mí había gran ajetreo. Algunas personas arrastraban enormes reflectores con patas como de insecto; alguien, en algún lugar, reía. Pero dejé que mi mente vagara. Pensaba en la última vez que estuve en ese salón -el real, no esa escenografía-, el día que supe que me iría de Riverton y jamás regresaría.

Se lo anuncié a Teddy. No le gustó nada, pero para entonces había perdido la autoridad que alguna vez tuvo. Los hechos se la habían arrebatado. Tenía la atónita palidez de un capitán que, consciente de que su barco se hunde, es incapaz de evitarlo. Me pidió que me quedara, me imploró, por lealtad hacia Hannah, alegó, ya que él no me inspiraba ese sentimiento. Y casi lo hice. Casi.

Ruth me dio un golpecito para llamarme la atención.

– Mamá, Ursula está hablándote.

– Lo siento, no me he dado cuenta.

– Mamá es un poco sorda -apuntó Ruth-. Algo previsible a su edad. He tratado de que la examinaran, pero es de lo más obstinada.

Soy obstinada, lo sé. Pero no soy sorda y no me gusta que la gente suponga que lo soy. Mi visión es escasa sin gafas, me canso con facilidad, ya no tengo un solo diente propio y sobrevivo gracias a un cóctel de píldoras, pero puedo oír tan bien como siempre. Lo que sucede es que con la edad he aprendido a escuchar sólo lo que deseo oír.

– Le estaba diciendo, señora Bradley, Grace, que debe de ser extraño volver al pasado. Bueno, a una especie de pasado. Eso seguramente habrá disparado todo tipo de recuerdos.

– Sí -respondí, con una voz deliberadamente tenue-. Así es.

– Me complace saberlo -declaró Ursula, sonriente-. Lo consideraré una señal de que lo estamos haciendo bien.

– Oh, sí.

– ¿Hay alguna cosa que esté fuera de lugar? ¿Hemos olvidado algo?

Miré ese escenario de nuevo. Me detuve minuciosamente en los detalles, en el conjunto de símbolos heráldicos colocados junto a la puerta: en el centro, un cardo escocés semejante al grabado de mi relicario.

Sin embargo, faltaba algo. A pesar de su fidelidad, el escenario estaba extrañamente desprovisto de atmósfera. Como una pieza de museo, parecía decir: «Esto es el pasado, interesante, pero lejano y muerto».

Y, como una pieza de museo, carecía de vida.

Desde luego, era comprensible. Para mí, los años veinte son la época de mi juventud: una época de emoción, confusión, dicha y horror. Para los escenógrafos, la década de 1920 es historia antigua. Un periodo que debe ser cuidadosamente investigado y reconstruido, que les requiere prestar tanta atención a los detalles curiosos como si estuvieran diseñando un castillo medieval.

Advertí que Ursula me miraba, esperando con entusiasmo mi veredicto.

– Es perfecto -repuse por fin-. Todo está en su lugar.

Luego ella añadió algo que me sobresaltó:

– Salvo la familia.

– Sí -afirmé-. Salvo la familia. -Mientras parpadeaba, por un momento pude verla. Emmeline, tendida en el sofá, todo piernas y pestañas; Hannah leyendo con el ceño fruncido uno de los libros de la biblioteca; Teddy caminando sobre la alfombra de Besarabia.

– Tengo la impresión de que Emmeline llevó una vida muy entretenida -opinó Ursula.

– Sí.

– La investigación sobre ella fue sencilla. Su nombre aparece prácticamente en todas las crónicas de sociedad de entonces. Por no mencionar las cartas y los diarios íntimos de la mitad de los hombres solteros de la época.

– Siempre fue popular -observé, después de asentir con la cabeza.

Medio ocultos por el flequillo, los ojos de Ursula me miraban.

– Pero definir el personaje de Hannah no fue tan fácil.

– ¿No? -pregunté, después de aclarar la voz.

– Era más misteriosa. No se trata de que los periódicos no la mencionaran; que lo hacían. También tenía sus admiradores. Sin embargo, aparentemente no eran muchas las personas que realmente la conocían. La admiraban, incluso la veneraban, pero en el fondo no sabían nada de ella.

Pensé en Hannah. La hermosa, inteligente, anhelante Hannah.

– Era una personalidad compleja.

– Sí -asintió Ursula-, ésa fue mi impresión.

– Una de ellas se casó con un estadounidense, ¿verdad? -preguntó Ruth, que había estado escuchando.

La miré, sorprendida. Siempre se había propuesto no saber absolutamente nada sobre los Hartford.

Ella me devolvió la mirada.

– He estado leyendo algunas cosas.

Eso significaba que se había preparado para la ocasión, sin importar cuán desagradable le resultara el asunto.

Ruth volvió a dirigirse a Ursula y habló cautelosamente, arriesgándose a cometer un error.

– Creo que se casó después de la guerra. ¿Cuál de las dos fue?

– Hannah. -Por fin lo había hecho. Había dicho su nombre en voz alta.

– ¿Qué ocurrió con la otra hermana? -continuó Ruth-. ¿Emmeline se casó alguna vez?

– No -respondí-. Estuvo comprometida.

– Innumerables veces -acotó Ursula, sonriendo-. Por lo visto no podía decidirse por un solo hombre.

Pero lo hizo. Finalmente lo hizo.

– Supongo que jamás sabremos con exactitud qué ocurrió esa noche -opinó Ursula.

– No. -Mis pies cansados comenzaban a protestar a causa de los zapatos de cuero. Por la noche estarían hinchados. Sylvia gruñiría y luego insistiría en que los pusiera en remojo-. Supongo que no.

Ruth se irguió en su asiento.

– Pero seguramente usted sabrá lo que ocurrió, señorita Ryan. Después de todo, es el tema de su película.

– Desde luego -contestó Ursula-. Sé lo fundamental. Mi bisabuela tenía parentesco político con las hermanas Hartford y estaba en Riverton esa noche. Su relato se ha convertido en una suerte de leyenda familiar que pasó de una generación a otra. Mi bisabuela se lo contó a mi abuela, ella a mi madre, y por fin llegó hasta mí. En realidad, he oído la historia muchas veces. Me causó una enorme impresión y siempre supe que algún día la transformaría en una película -explicó sonriendo, mientras se encogía de hombros-. Sin embargo, hay algunos agujeros en la historia. Tengo muchas carpetas con material que obtuve en mi investigación. Los informes policiales y los periódicos están repletos de datos, pero todo es de segunda mano. Y sospecho que además la información ha sido duramente censurada. Desgraciadamente, las dos personas que fueron testigos del suicidio han muerto hace años.

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