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Kate Morton: La Casa De Riverton

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Kate Morton La Casa De Riverton

La Casa De Riverton: краткое содержание, описание и аннотация

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Un suicidio inesperado marcará para siempre a los habitantes de Riverton Manor En el verano de 1924 todo es felicidad en la mansión de Riverton Manor… hasta la noche de la fiesta. Toda la alta sociedad se está divirtiendo entre el glamour y la elegancia del paraje. Pero en medio de la noche se escucha un disparo. El joven poeta Robbie Hunter se ha quitado la vida a orillas del lago de la mansión. Las hermanas Hartford, Hannah y Emmeline, serán las únicas testigos y se convertirán además en las protagonistas de toda la prensa del momento. Unas cuantas décadas después, en 1999, Grace Bradley, la que fuera en su día doncella en Riverton Manor, recibe la visita de una joven directora de cine que está preparando una película sobre el suicidio del poeta. Tras años de silencio y olvido, los fantasmas del pasado empiezan a aflorar; y un terrible secreto intenta abrirse paso, un secreto que Grace no ha podido borrar jamás de su memoria. Los recuerdos siguen vivos en esta novela llena de amor, celos, odios y rivalidades, recuerdos que se gestaron en un verano de los decadentes años veinte.

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La semana pasada, cuando llegó la segunda carta, el mismo fino papel escrito con la misma letra garabateada, supe que diría «sí», que aceptaría inspeccionar los escenarios. Sentía curiosidad, algo que no había experimentado desde hacía tiempo. No hay muchas cosas que despierten curiosidad a los noventa y ocho años, pero quería conocer a esa Ursula Ryan que planeaba revivirlos a todos, que tanto se apasionaba con esa historia.

De modo que le escribí una carta, le pedí a Sylvia que la enviara y acordamos una cita.

2. El salón

Esta mañana, cuando desperté, descubrí que durante la noche el hilo que me había tenido en vilo toda la semana se había convertido en nudo. Sylvia me ayudó a ponerme un vestido de seda nuevo, el que Ruth me compró para Navidad, y a cambiar mis zapatillas por el par de zapatos de calle que habitualmente languidecen en mi guardarropa. El cuero estaba rígido y Sylvia tuvo que esforzarse para poder calzármelos, pero ése es el precio del decoro. Soy demasiado vieja para aprender nuevos hábitos y no tolero la propensión de los internos más jóvenes a usar sus zapatillas cuando salen.

Mi cabello, que siempre fue claro, es ahora blanco como el algodón, y muy quebradizo. Su debilidad aumenta con el paso de los días y tengo la certeza de que una mañana me despertaré y comprobaré que he perdido hasta el último pelo; sólo encontraré en mi almohada unas hebras blancas que se esfumarán ante mis ojos. Tal vez no muera nunca, sino que simplemente continuaré consumiéndome hasta que un día, cuando el viento del norte sople, me transporte de aquí para fundirme en parte del cielo.

Los cosméticos devolvieron algo de vida a mis mejillas, pero estuve atenta a no abusar de ellos. Debo ser cauta para no parecer un modelo de funeraria. Sylvia siempre se ofrece a «maquillarme un poco» pero considerando su afición por los párpados sombreados de púrpura y el lápiz labial de colores estridentes temo que el resultado sea catastrófico.

Con cierto esfuerzo abroché el relicario de oro. Su elegancia decimonónica resultó incongruente con mi sencilla vestimenta. Lo enderecé, mientras me preguntaba si era presuntuoso y qué diría Ruth al verme.

Miré hacia abajo. El pequeño marco de plata que está sobre mi tocador tiene una foto de mi boda. Preferiría no tenerla allí -hace tanto tiempo de aquello, y el matrimonio duró tan poco, pobre John…- pero es un gesto de consideración hacia Ruth. Supongo que a ella le agrada creer que lo echo de menos.

Sylvia me ayudó a llegar hasta el salón de visitas -todavía me irrita llamarlo de esa manera- donde estaba servido el desayuno, y donde esperaría a Ruth, que -pese a creer que estaba cometiendo un error- había accedido a llevarme a los estudios Shepperton. Le pedí a Sylvia que me dejara en la mesa que estaba en el rincón y me trajera un zumo. Después ocupé mi tiempo leyendo nuevamente la carta de Ursula.

Ruth llegó a las ocho y media en punto. Posiblemente tuviera dudas acerca de lo atinado de la excursión, pero es y siempre ha sido empedernidamente puntual. He oído que los niños nacidos en tiempos difíciles nunca se libran de esa atmósfera asfixiante y Ruth -una niña de la segunda guerra- confirma la regla. Es muy diferente de Sylvia, que tan sólo con quince años menos va de aquí para allá con faldas ajustadas, se ríe sin recato y cambia el color de su cabello cada vez que cambia de «novio».

Esa mañana Ruth atravesó la sala, bien vestida, inmaculadamente acicalada, pero más rígida que una escoba.

– Buenos días, mamá -saludó, rozando mi mejilla con sus labios fríos. Luego echó un vistazo al vaso medio vacío que tenía delante de mí-. ¿Ya has terminado tu desayuno? Espero que hayas tomado algo más aparte de eso. Es probable que encontremos tráfico en el camino y no tengamos tiempo de parar. -Miró su reloj-. ¿Necesitas pasar al baño?

Negué con la cabeza mientras me preguntaba en qué momento me había convertido en la hija.

– Llevas el relicario de papá. Hacía años que no lo veía -comentó, acercándose para enderezármelo y asintiendo en señal de aprobación-. Era apuesto, ¿verdad?

Asentí a mi vez, conmovida por el hecho de que las pequeñas mentiras dichas a los niños sean incondicionalmente creídas. Sentí una corriente de afecto hacia mi quisquillosa hija, y contuve rápidamente la mustia y antigua culpa que siempre aflora cuando miro su cara ansiosa.

Ella me cogió del brazo, lo enlazó con el suyo y puso el bastón en mi otra mano. Muchos de los internos prefieren andadores o incluso sillas de ruedas con motor, pero yo aún me siento cómoda con mi bastón y soy un animal de costumbres que no encuentra motivo para reemplazarlo por algo más costoso.

Ruth puso en marcha el motor de su coche y nos hundimos en el tráfico que avanzaba lentamente. Es una buena chica mi Ruth: fuerte y leal. Ese día se había vestido muy formal, como si fuera a visitar a su abogado o al médico. Sabía que lo haría. Querría dar una buena impresión. Mostrarle a esa directora de cine que, más allá de lo que su madre hubiera hecho en el pasado, Ruth Bradley McCourt era un miembro respetable de la clase media.

Viajamos un trecho en silencio. Luego Ruth se puso a sintonizar la radio. Sus dedos parecían los de una anciana; vi sus nudillos hinchados a través de los cuales esa mañana habría pasado trabajosamente los anillos. Es sorprendente advertir cómo envejece una hija. Miré mis manos, cruzadas sobre el regazo. Unas manos tan ocupadas en el pasado -dedicadas tanto a tareas menores como a otras complejas-, que ahora yacían grises, fláccidas e inertes Por fin Ruth eligió un programa de música clásica. Durante un rato el locutor habló, un tanto estúpidamente, sobre su fin de semana. Luego comenzó la música de Chopin. Fue una coincidencia, por supuesto, que precisamente ese día yo escuchara el vals en do sostenido menor.

Ruth detuvo el coche frente a unos edificios enormes, blancos y cuadrados como hangares de aviones. Apagó el motor y se quedó sentada un instante, mirando hacia adelante.

– No sé por qué tienes que hacer esto -declaró serenamente, con los labios entrecerrados-. Has logrado tanto en tu vida, has viajado, estudiado, criado una hija… ¿Por qué quieres ser recordada por lo que fuiste hace tanto tiempo?

Ella no esperaba una respuesta y yo no se la di. De pronto Ruth suspiró, salió rápidamente del coche, sacó mi bastón del maletero y sin decir una palabra me ayudó a bajar.

Ursula estaba esperándonos: era una chiquilla con el cabello rubio muy largo y liso que le caía sobre la espalda y un tupido flequillo cubriéndole la frente. La clase de chica a la que podía haberse calificado de poco agraciada si no hubiera sido bendecida con unos maravillosos ojos negros que recordaban un antiguo retrato al óleo: redondos, profundos y expresivos, con el nítido matiz de la pintura fresca.

Sonrió, hizo un gesto de saludo y se acercó presurosa a nosotras; tomó mi mano, la que tenía enlazada al brazo de Ruth, y la agitó entusiasta.

– Señora Bradley, me siento tan feliz de que haya accedido a ayudarme…

– Grace -corregí, antes de que Ruth se adelantara a pronunciar «doctora»-. Me llamo Grace.

– Grace -Ursula sonrió-, no encuentro palabras para explicarle la emoción que me causó saber que vendría.

Su acento era inglés, algo que me sorprendió porque el domicilio que figuraba en su carta era estadounidense.

– Muchas gracias por haber actuado de chófer -añadió luego, dirigiéndose a Ruth.

Sentí que el cuerpo de Ruth se apretaba contra el mío.

– ¿Acaso podía haber metido a mi madre en un autobús?

Ursula rió. Me agradó comprobar que los jóvenes tienen mucha facilidad para interpretar una actitud poco amistosa como una ironía.

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