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Kate Morton: La Casa De Riverton

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Kate Morton La Casa De Riverton

La Casa De Riverton: краткое содержание, описание и аннотация

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Un suicidio inesperado marcará para siempre a los habitantes de Riverton Manor En el verano de 1924 todo es felicidad en la mansión de Riverton Manor… hasta la noche de la fiesta. Toda la alta sociedad se está divirtiendo entre el glamour y la elegancia del paraje. Pero en medio de la noche se escucha un disparo. El joven poeta Robbie Hunter se ha quitado la vida a orillas del lago de la mansión. Las hermanas Hartford, Hannah y Emmeline, serán las únicas testigos y se convertirán además en las protagonistas de toda la prensa del momento. Unas cuantas décadas después, en 1999, Grace Bradley, la que fuera en su día doncella en Riverton Manor, recibe la visita de una joven directora de cine que está preparando una película sobre el suicidio del poeta. Tras años de silencio y olvido, los fantasmas del pasado empiezan a aflorar; y un terrible secreto intenta abrirse paso, un secreto que Grace no ha podido borrar jamás de su memoria. Los recuerdos siguen vivos en esta novela llena de amor, celos, odios y rivalidades, recuerdos que se gestaron en un verano de los decadentes años veinte.

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Aparté mi cara de la ventana, borré la marca que había dejado mi aliento y bajé.

Mi maleta estaba donde la había dejado caer, junto a la cama de Myra. La arrastré hacia la cómoda que me correspondía. Traté de no mirar al ciervo sangrante, inmortalizado en su terrible instante final, mientras guardaba en el primer cajón mi escasa ropa: dos faldas, dos blusas y un par de medias negras que mi madre me había dejado que zurciera para que las aprovechara en el invierno. Luego eché un vistazo a la puerta y con el corazón palpitante descargué mi cargamento secreto.

Eran tres volúmenes en total. Tapas verdes, con las puntas arqueadas y letras impresas en dorado algo desvaídas. Los escondí en la parte posterior del último cajón y las cubrí con mi mantón, doblándolo cuidadosamente para dejarlos completamente ocultos. El señor Hamilton había sido claro: se aceptaba la Sagrada Biblia pero cualquier otro material de lectura podía ser considerado perjudicial y debía ser presentado ante él para que diera su aprobación, a riesgo de ser incautado. Yo no era una rebelde -más bien lo contrario, tenía un férreo sentido del deber-, pero me resultaba inconcebible vivir sin Holmes y Watson.

Guardé la maleta debajo de la cama.

Un uniforme colgaba del gancho que estaba detrás de la puerta: falda negra, delantal blanco, cofia de encaje. Me lo puse, sintiéndome como una niña que había descubierto el guardarropa de su madre. La falda era rígida al tacto y el cuello me arañaba la nuca; largas horas de uso lo habían moldeado a la medida de una persona más grande que yo. Cuando até el delantal una minúscula polilla blanca salió revoloteando en busca de un nuevo lugar donde esconderse, entre las vigas del techo. Anhelé volar junto a ella.

La cofia de encaje blanco estaba almidonada para que la parte delantera quedara erguida. Usé el espejo colocado sobre la cómoda de Myra para asegurarme de que estuviera derecha y para acomodar mi cabello claro sobre las orejas, como me había enseñado mi madre. La jovencita del espejo me llamó la atención, y pensé que su cara era muy seria. Es un sentimiento extraño el que surge en las raras ocasiones en que captamos nuestra propia imagen inmóvil. Un momento imprevisto, libre de artificio, en el que incluso olvidamos engañarnos a nosotros mismos.

Sylvia me ha traído una taza de té humeante y una porción de budín de limón. Se sienta junto a mí en el banco de hierro y echando un vistazo a la oficina saca un paquete de cigarrillos. (Es curioso el modo en que mi evidente necesidad de aire fresco parece coincidir siempre con su necesidad de una pausa encubierta para fumar un pitillo). Me ofrece uno. No acepto, como de costumbre, y ella alega, como hace siempre:

– A su edad tal vez sea lo mejor. Fumaré uno por usted.

Está guapa esta mañana, se ha hecho algo distinto en el cabello. Se lo digo. Ella asiente, echa una bocanada de humo e inclina la cabeza. Una larga cola de caballo aparece sobre su hombro.

– Son extensiones -explica-. He querido ponérmelas desde hace tiempo y pensé: la vida es demasiado corta para no ser glamurosa. Parece cabello auténtico, ¿verdad?

Tardo en responder, y ella supone que es señal de consentimiento.

– Porque lo es, es cabello verdadero, como el que usan los famosos. Tóquelo.

– Por Dios -exclamó, acariciando la gruesa cola de caballo-, es cabello auténtico.

– Hoy todo es posible -comenta Sylvia. Al agitar su cigarrillo, advierto que sus labios han dejado en él un anillo húmedo de color púrpura-. Por supuesto, eso cuesta. Afortunadamente tenía guardado un poco para algún momento de necesidad.

Sylvia sonríe. Brilla como una ciruela madura y adivino el motivo que justifica su nueva imagen. Como era previsible, surge del bolsillo de su blusa.

– Anthony -indica sonriente.

Comienzo una representación: me pongo las gafas, miro la imagen de un hombre maduro, con bigotes canosos.

– Parece adorable.

– Oh, Grace -exclama Sylvia suspirando de felicidad-, lo es. Sólo hemos ido a tomar el té un par de veces pero tengo un buen presentimiento. Es realmente un caballero, no como esos vagos con los que he salido anteriormente. Me abre la puerta, me trae flores, me arrima la silla cuando salimos. Un caballero como los de antes.

Esto último, debo decirlo, se agrega para complacerme, dado que se supone que los ancianos no pueden evitar emocionarse con lo anticuado.

– ¿A qué se dedica? -le pregunto.

– Da clases en un instituto. De Historia e Inglés. Es terriblemente inteligente. Y solidario, también. Trabaja como voluntario para la Academia de Historia. Dice que su hobby es investigar acerca de todos esos lores, duques y duquesas. Sabe muchas cosas sobre esa familia que usted conocía, la que vivía en la gran casa cercana a Hastings Hill… -Sylvia se detiene y entrecierra los ojos mientras mira hacia la oficina. Luego pone los ojos en blanco-. Oh, Dios. Es la enfermera Ratchet. Ya debería estar haciendo mi ronda para servir el té. Seguramente Bertie Sinclair se ha quejado otra vez. Creo que se haría a sí mismo un favor si se privara de un bizcocho de vez en cuando. -Apaga rauda el cigarrillo y envuelve la colilla en un pañuelo de papel-. En fin, la maldad no descansa. ¿Le traigo algo antes de atender a los demás? Apenas ha probado su té.

Le aseguro que estoy bien, y ella corre por el jardín. La cola de caballo acompaña, el movimiento de sus caderas.

Es bueno que me atiendan, que me traigan el té. Me gusta pensar que me he ganado este pequeño lujo. El señor sabe cuántas veces me ha tocado servirlo. A veces me entretengo imaginando cómo le habría ido a Sylvia sirviendo en Riverton. El silencioso y obediente recato del servicio doméstico no va con ella. Es demasiado campechana; no agacharía la cabeza por más que la reprendieran sobre su «lugar». No, Myra no habría encontrado en Sylvia una alumna tan dócil como yo.

La comparación difícilmente sería justa, lo sé. La gente ha cambiado mucho. El siglo nos ha aporreado y magullado. Incluso los jóvenes y privilegiados de hoy usan su cinismo como una insignia, con su mirada vacía y la mente llena de cosas que nunca quisieron saber.

Es una de las razones por las cuales nunca he hablado sobre las Hartford y Robbie Hunter y lo que ocurrió entre ellos. Y eso, a pesar de que algunas veces consideré la posibilidad de hacerlo, de librarme de esa carga. A Ruth. O más probablemente a Marcus. Pero, antes de comenzar, de alguna manera supe que eran demasiado jóvenes para comprender. Que me mirarían y harían preguntas tales como «¿Por qué ella simplemente no…?», y «¿Por qué no podían…?». Y que mi respuesta inevitablemente los desilusionaría: «Eran otros tiempos».

Por supuesto, aún entonces percibíamos claras señales de progreso. La primera guerra -la Gran Guerra- trastocó absolutamente todo. Cuando, tras la guerra, el nuevo personal comenzó a llegar (y a despedirse, como suele suceder), lleno de ideas sobre salarios mínimos y días de descanso, nos causó gran conmoción. Antes de eso, sólo había una manera de concebir el mundo, sus diferencias eran simples e intrínsecas.

Durante mi primera mañana en Riverton, el señor Hamilton me pidió que fuera a su despacho, una suerte de oficina contigua a la sala de los sirvientes, donde lo encontré encorvado, planchando The Times para evitar que la tinta le manchara los dedos. Se irguió, enderezando la montura redondeada de sus gafas sobre el tabique de su larga y brillante nariz, que siempre me recordó un apagavelas. Mi iniciación en los «usos y costumbres» era algo tan importante que la señora Townsend había interrumpido excepcionalmente su tarea -estaba asando la carne del almuerzo- para presenciarla. El señor Hamilton inspeccionó minuciosamente mi uniforme. Luego, aparentemente satisfecho, comenzó su lección acerca de la diferencia entre nosotros y ellos.

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