Sus ojos se cerraron y en unos instantes su respiración se tornó profunda y regular.
Yo contenía el aliento, esperando que uno de los niños hablara. Los tres continuaban mirándome con ojos muy abiertos. Los segundos pasaban lentamente, y mientras tanto me vi a mí misma haciendo frente a Myra o, peor aún, al señor Hamilton, que me pedían explicaciones: ¿cómo había interrumpido el sueño de Nanny? Y acto seguido de vuelta en casa, despedida y sin referencias, frente al rostro disgustado de mi madre.
Pero ellos no me reprendieron, no me miraron con el ceño fruncido, no me criticaron. Hicieron algo mucho más imprevisible: se dejaron llevar por su impulso y rieron estridentemente, abiertamente. Se desternillaban de risa dejando ver su complicidad.
Yo permanecí de pie, observándolos, en actitud de alerta. Su reacción me inquietaba más que el silencio que la había precedido. No pude evitar que mis labios temblaran.
Por fin la mayor de las niñas logró hablar.
– Soy Hannah -se presentó, secándose los ojos-. ¿Nos conocemos?
Respiré profundamente e hice una reverencia.
– No, señora. Soy Grace.
Emmeline rió socarronamente.
– Ella no es «señora». Es, simplemente, señorita.
– Soy Grace, señorita -corregí, evitando mirarla, e hice una nueva reverencia.
– Me suena tu cara -insistió Hannah-. ¿Estás segura de no haber estado aquí en Pascua?
– Sí, señorita. Empecé a trabajar aquí hace un mes.
– No pareces tener edad suficiente para ser criada -afirmó Emmeline.
– Tengo catorce años, señorita.
– Qué coincidencia, también yo -señaló Hannah-. Emmeline tiene diez y David es prácticamente un anciano de dieciséis.
– ¿Y siempre sacudes el polvo de la cabeza de las personas mientras duermen, Grace? -preguntó entonces David.
Emmeline comenzó a reír nuevamente.
– Oh, no, señor. Sólo esta vez.
– Qué lástima -declaró David-. Así nos evitaríamos tener que bañarnos.
Yo me sentí cohibida. Mis mejillas ardían. Nunca antes había estado frente a un verdadero caballero. No uno de mi edad, del tipo que podía hacer que mi corazón se desbocara cuando hablaba de darse un baño. Es extraño. Ahora soy una anciana, y sin embargo, cuando pienso en David, el eco de aquellas viejas sensaciones vuelve a surgir dentro de mí. Entonces siento que todavía no estoy muerta.
– No le hagas caso -me aconsejó Hannah-. Se cree muy gracioso.
– Sí, señorita.
Hannah me observó burlonamente, como si quisiera decirme algo más, pero antes de que pudiera hacerlo se oyó el ruido de pasos rápidos y suaves que subían las escaleras y avanzaban por el pasillo. Tap, tap, tap, tap…
Emmeline corrió hacia la puerta y miró a través del ojo de la cerradura.
– Es la señorita Prince -anunció, mirando a Hannah-. Viene hacia aquí.
– Rápido – susurró decididamente Hannah-. O nos torturará con Tennyson.
Oí pasos veloces y faldas que crujían. Antes de que pudiera darme cuenta de lo que ocurría los tres habían desaparecido. La puerta se abrió de pronto y entró una ráfaga de aire frío y húmedo. Una figura remilgada entró en la habitación.
La señorita Prince observó detenidamente la sala; por fin su mirada se posó sobre mí.
– Tú -demandó-, ¿has visto a los niños? Llegan tarde a su clase. Los he estado esperando en la biblioteca durante diez minutos.
Yo no era una mentirosa, y no puedo explicar qué me llevó a hacerlo. Pero en ese momento, mientras la señorita Prince me miraba a través de sus gafas, no lo pensé dos veces.
– No, señorita Prince -contesté-. No los he visto desde hace rato.
– ¿Estás segura?
– Sí, señorita.
Ella seguía mirándome fijamente.
– Estoy segura de haber oído voces en esta habitación.
– Sólo la mía, señorita. Estaba cantando.
– ¿Cantando?
– Sí, señorita.
El silencio parecía prolongarse eternamente. Sólo se quebró cuando la señorita Prince golpeó tres veces la palma de su mano con el puntero y comenzó a recorrer lentamente el perímetro de la habitación. Tap… tap… tap… tap…
Cuando llegó a la casa de muñecas advertí que el lazo de la falda de Emmeline quedaba a la vista. Tragué saliva.
– Yo…, ahora que lo pienso creo haberlos visto cuando miré por la ventana. Estaban en el cobertizo de los botes. Junto al lago.
– Junto al lago -repitió la señorita Prince. Se dirigió hacia las ventanas de estilo francés y trató de distinguirlos entre la niebla. La luz caía sobre su pálido rostro-. «Donde los sauces palidecen, tiemblan los álamos, las leves brisas se estremecen y ensombrecen».
En aquel momento yo no conocía los poemas de Tennyson. Sin embargo, pensé que había hecho una bonita descripción del lago.
– Sí, señorita -repuse.
Un instante después ella se volvió hacia mí.
– Le pediré al jardinero que vaya a buscarlos. ¿Cuál es su nombre?
– Dudley, señorita.
– Le pediré a Dudley que los traiga. No debemos olvidar que la puntualidad es una virtud inestimable.
– No, señorita -convine, haciendo una reverencia.
La señorita Prince atravesó indiferente la habitación y cerró la puerta detrás de ella.
Los niños aparecieron como por arte de magia; se habían ocultado en la casa de muñecas, detrás de las cortinas polvorientas.
Hannah me sonrió, pero yo no podía comprender qué me había pasado. Por qué lo había hecho. Estaba confundida, avergonzada, excitada. Hice una reverencia y salí apresuradamente. Mientras huía por el pasillo sentía que mis mejillas ardían. Ansiaba encontrarme otra vez a salvo, en la sala de los sirvientes, lejos de esos raros y extravagantes niños adultos y de los extraños sentimientos que despertaban en mí.
4. A la espera del recital
Podía oír a Myra, que me llamaba mientras yo bajaba corriendo las escaleras hacia la sombría sala de los sirvientes. Me detuve al llegar abajo, para que mis ojos se adaptaran a la oscuridad, y luego me apresuré a ir a la cocina. En un caldero de cobre hervía a fuego lento una pata de jamón, impregnando la atmósfera con su aroma. Katie, la fregona, limpiaba sartenes, mientras miraba sin ver los cristales empañados de la ventana. Supuse que la señora Townsend estaba echándose su siesta vespertina antes de que la Señora llamara para la hora del té. Encontré a Myra sentada a la mesa del comedor de servicio, rodeada de jarrones, candelabros, fuentes y copas.
– Por fin apareces -espetó. Tenía el ceño fruncido y sus ojos parecían dos oscuras hendiduras-. Estaba empezando a pensar que tendría que ir a ver qué hacías. Bueno, mocita, no te quedes ahí de pie. Busca un trapo y ayúdame a pulir -ordenó, indicándome que me sentara frente a ella.
Lo hice, y elegí una jarra redondeada que no había visto la luz del día desde el verano anterior. Mientras frotaba las manchas, mi mente seguía en el cuarto de los niños, escaleras arriba. Los imaginaba riendo, bromeando, jugando. Me sentía como si me hubieran obligado a interrumpir demasiado pronto la lectura mágica y excitante de un hermoso libro. Había asignado un extraño encanto a los niños Hartford.
– Con firmeza -indicó Myra, arrancándome el trapo de la mano-. Son las mejores piezas de plata de Su Señoría. Ruega para que el señor Hamilton no te pille rayándolas de esa manera.
Myra tomó la jarra que yo estaba limpiando, la sostuvo frente a mí y comenzó a frotarla con decididos movimientos circulares.
– Así. ¿Ves cómo se hace? Con suavidad, en una sola dirección.
Asentí y volví a mi tarea de pulir la jarra. Me moría de ganas de hacer montones de preguntas sobre los Hartford. Según presentía, Myra podía responderlas. Sin embargo, no me atrevía a formularlas. Estaba en sus manos, lo sabía. Y sospechaba que, por su naturaleza, se ocuparía de que en el futuro mis tareas me alejaran del cuarto de los niños si advertía que, más allá de la satisfacción de la labor cumplida, eso me causaba placer.
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