Kate Morton - La Casa De Riverton

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Un suicidio inesperado marcará para siempre a los habitantes de Riverton Manor
En el verano de 1924 todo es felicidad en la mansión de Riverton Manor… hasta la noche de la fiesta. Toda la alta sociedad se está divirtiendo entre el glamour y la elegancia del paraje. Pero en medio de la noche se escucha un disparo. El joven poeta Robbie Hunter se ha quitado la vida a orillas del lago de la mansión. Las hermanas Hartford, Hannah y Emmeline, serán las únicas testigos y se convertirán además en las protagonistas de toda la prensa del momento.
Unas cuantas décadas después, en 1999, Grace Bradley, la que fuera en su día doncella en Riverton Manor, recibe la visita de una joven directora de cine que está preparando una película sobre el suicidio del poeta. Tras años de silencio y olvido, los fantasmas del pasado empiezan a aflorar; y un terrible secreto intenta abrirse paso, un secreto que Grace no ha podido borrar jamás de su memoria. Los recuerdos siguen vivos en esta novela llena de amor, celos, odios y rivalidades, recuerdos que se gestaron en un verano de los decadentes años veinte.

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Asombrada por la audacia de Hannah, no pude contener una exclamación.

– ¿Qué pasó luego?

Myra se entusiasmó con el solemne relato de aquellos secretos.

– Bueno, el señor Frederick siempre había estado alerta respecto a los tratantes de blancas. Primero su cara empalideció, luego se puso roja y antes de que pudiéramos contar hasta tres cargó a la señorita Hannah en brazos y salió en dirección a los huertos. Bertie Timmins, que ese día estaba cosechando manzanas, nos contó que el señor Frederick llegó en un estado lamentable. Comenzó a gritar órdenes para formar una cuadrilla que saliera en busca de la señorita Emmeline, secuestrada por dos hombres de piel oscura. Buscaron por todas partes, se dispersaron en todas direcciones, pero ninguno vio a dos hombres de piel oscura con una niña rubia.

– ¿Cómo la encontraron?

– No lo hicieron. Finalmente ella los encontró. Había pasado una hora, más o menos, cuando la señorita Emmeline, aburrida de estar escondida e indigestada con las manzanas, salió corriendo del granero preguntándose por qué habría tanto alboroto y por qué la señorita Hannah no había ido a buscarla.

– ¿El señor Frederick se disgustó mucho?

– Oh, sí -aseguró Myra enfáticamente, puliendo con fuerza-. Aunque no por mucho tiempo. Nunca puede estar enfadado con ella durante mucho tiempo. Los dos están muy unidos. Ella tendría que hacer algo terrible para que su padre se pusiera en su contra. -Myra alzó el reluciente florero; después lo puso junto a los otros objetos ya bruñidos; dejó su trapo en la mesa, inclinó la cabeza y masajeó su delgado cuello-. De todos modos, por lo que oí, el señor Frederick sólo recibió un poco de su propia medicina.

– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Qué hizo?

Myra echó un vistazo hacia la cocina, comprobando con satisfacción que Katie no podía oírla. Allí abajo, en Riverton, había un orden establecido desde hacía tiempo, arraigado y perfeccionado a lo largo de siglos de servicio. Si bien yo era la criada de menor rango -objeto de reprimendas, y sólo apta para realizar tareas menores-, Katie, la fregona, era objeto de desprecio. Me gustaría decir que esa infundada falta de equidad me irritaba; que aun cuando no me indignara, al menos era consciente de su injusticia. Pero hacerlo significaría adjudicar a la jovencita que era entonces una empatía que no poseía. En cambio, disfrutaba del mínimo privilegio al que accedía gracias a mi posición. Dios sabe que ya había suficientes personas por encima de mí.

– Nuestro señor Frederick le dio muchos disgustos a sus padres cuando era un muchacho -prosiguió Myra entre dientes-. Era tan impetuoso que lord Ashbury lo envió a Radley sólo para que no desprestigiara a su hermano en Eton. Llegado el momento, tampoco lo enviaron a Sandhurst, aunque estaba previsto que fuera oficial de la Armada.

Yo asimilaba la información mientras Myra continuaba.

– Es comprensible, por supuesto, considerando que el mayor James estaba haciendo una gran carrera en las fuerzas armadas. Es poco lo que se necesita para manchar el nombre de una familia. No querían correr riesgos. -Myra dejó de masajearse el cuello y tomó un salero ennegrecido-. No tiene importancia. Todo fue para bien. Él tiene sus automóviles y tres hermosos hijos. Podrás comprobarlo durante la representación.

– ¿Los hijos del mayor James actuarán junto con los del señor Frederick?

La expresión de Myra se ensombreció.

– ¿Cómo puedes pensar algo así, niña? -espetó en voz baja.

El aire se volvió denso. Había dicho algo impropio. Myra me fulminó con la mirada, obligándome a desviar la vista. Había pulido la fuente que tenía en mis manos hasta dejarla brillante y pude ver en ella cómo mis mejillas se sonrojaban.

– El mayor no tiene hijos. Y no los tendrá -siseó Myra y me quitó el trapo; sus dedos largos y finos rozaron los míos-. Ahora ocúpate de tus tareas. Con tu cháchara no me dejas trabajar.

Uno de los aspectos más difíciles de comenzar a servir en Riverton era que se daba por sentado que automáticamente estaría al tanto de todos los pormenores acerca del funcionamiento de la casa y los hábitos de la familia. Sabía que en parte se debía a que mi madre había trabajado aquí antes de que yo naciera. El señor Hamilton, la señora Townsend y Myra suponían -infundadamente- que ya me habían enseñado lo que necesitaba saber sobre Riverton y los Hartford, y que me harían sentir estúpida si me viera obligada a confesar mi ignorancia. En particular, Myra -si la explicación no convenía a algún fin personal- solía insistir muy despectivamente en que, por supuesto, yo sabía que a la Señora le gustaba que las ventanas quedaran entreabiertas unos cuatro dedos, sin importar qué día hiciera. Debía de haberlo olvidado o, peor aún, me hacía la tonta con toda intención.

Myra esperaba que yo supiera lo que había ocurrido con los hijos del mayor y nada de lo que pudiera decirle lograba convencerla de que no era así. Por eso, a lo largo de las dos semanas que siguieron a nuestra conversación, la evité tanto como fue posible, teniendo en cuenta que vivíamos y trabajábamos juntas. Por la noche, mientras Myra se preparaba para acostarse, yo me quedaba quieta en la cama, fingiendo dormir. Era un alivio que ella apagara la vela y el cuadro del ciervo agonizante desapareciera en la oscuridad. Durante el día, cuando nos cruzábamos en la sala de los sirvientes, Myra alzaba desdeñosamente la nariz y yo respondía a su actitud según se esperaba, mirando el suelo.

Afortunadamente, hubo infinidad de cosas que nos mantuvieron ocupadas mientras preparábamos el recibimiento de los invitados adultos de lord Ashbury. Teníamos que abrir y ventilar las habitaciones de huéspedes del ala este, quitar las fundas y lustrar los muebles. Había que traer la mejor ropa de cama de las enormes cajas guardadas en el ático, remendarla donde la hubiera atacado la polilla y luego lavarla en grandes tinas de cobre. Como llovía y no fue posible usar las largas cuerdas para tender ropa de detrás de la casa, hubo que tenderlas en el cuarto de secado que se utilizaba en invierno; estaba en el ático, junto a los dormitorios del personal de servicio femenino, donde el tiro de la chimenea de la cocina -que subía por la pared y atravesaba el techo para salir por el tejado- siempre irradiaba calor.

Y allí fue donde aprendí nuevas pistas sobre El Juego. Porque dado que llovía y la señorita Prince estaba decidida a enseñar a los niños Hartford los mejores versos de Tennyson, éstos acabaron buscando sitios cada vez más recónditos donde esconderse. El más alejado de la pequeña biblioteca donde recibían sus clases fue el armario del lavadero, entre la tina y la chimenea. Y por tanto, allí se establecieron.

Yo nunca los vi jugar. Regla número uno: El Juego era secreto. Pero escuchaba, estaba atenta y una o dos veces la tentación me venció y, después de asegurarme de que no había nadie rondando, espié dentro del armario. Así lo supe.

El Juego era antiguo. Llevaban años jugándolo. Aunque en realidad sería más correcto decir «viviéndolo». Lo llevaban viviendo años. Porque El Juego era mucho más de lo que su nombre insinuaba. Era una compleja fantasía, un mundo alternativo adonde ellos escapaban.

No había disfraces, espadas, sombreros con plumas. Nada que indicara que se trataba de un juego. Ésa era su naturaleza. Era secreto. Todo el equipo estaba en el arcón, un baúl lacado en negro que algún antepasado había traído de China, como parte del botín de sus exploraciones y saqueos. Era del tamaño de una caja de sombreros cuadrada -ni muy grande, ni muy pequeña- y la tapa tenía incrustaciones de piedras semipreciosas que formaban una escena: un río, un puente que lo cruzaba, un templete en una de las orillas, sauces que se inclinaban desde el barranco, hacia la ribera. Sobre el puente se veían tres siluetas y un pájaro solitario volaba sobre ellas.

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