Kate Morton - La Casa De Riverton

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Un suicidio inesperado marcará para siempre a los habitantes de Riverton Manor
En el verano de 1924 todo es felicidad en la mansión de Riverton Manor… hasta la noche de la fiesta. Toda la alta sociedad se está divirtiendo entre el glamour y la elegancia del paraje. Pero en medio de la noche se escucha un disparo. El joven poeta Robbie Hunter se ha quitado la vida a orillas del lago de la mansión. Las hermanas Hartford, Hannah y Emmeline, serán las únicas testigos y se convertirán además en las protagonistas de toda la prensa del momento.
Unas cuantas décadas después, en 1999, Grace Bradley, la que fuera en su día doncella en Riverton Manor, recibe la visita de una joven directora de cine que está preparando una película sobre el suicidio del poeta. Tras años de silencio y olvido, los fantasmas del pasado empiezan a aflorar; y un terrible secreto intenta abrirse paso, un secreto que Grace no ha podido borrar jamás de su memoria. Los recuerdos siguen vivos en esta novela llena de amor, celos, odios y rivalidades, recuerdos que se gestaron en un verano de los decadentes años veinte.

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Sólo cuando el señor Hamilton abrió la puerta del salón y anunció su llegada, el señor Frederick parpadeó y su mirada cambió de dirección: paseó vacilante por la habitación, registrando los mármoles, los retratos, el hogar de su juventud, antes de posarse en el balcón donde me había apostado. Y en ese instante fugaz, antes de que fuera tragado por la ruidosa habitación, su rostro empalideció como si hubiera visto un fantasma.

La semana pasó velozmente. Con tantos huéspedes en la casa, estuve ocupada aseando las habitaciones, llevando bandejas con té, poniendo la mesa para los almuerzos. Me gustaba. No me amedrentaba el trabajo: mi madre se había asegurado de que así fuera. Además, anhelaba que llegara el fin de semana, y con él, el recital. Porque mientras los demás sirvientes estaban concentrados en la cena de celebración del verano, yo sólo podía pensar en el recital. Desde la llegada de los adultos apenas había visto a los niños. La niebla se había esfumado, dejando paso a cielos claros y días templados, demasiado hermosos para desperdiciarlos entre cuatro paredes. Todos los días, mientras iba por el pasillo hacia el cuarto de los niños, contenía el aliento esperando encontrarlos allí, pero el tiempo siguió siendo bueno y ese año no volvieron a usar la habitación. Se llevaron sus ruidos, sus travesuras y su Juego fuera de la casa.

Y sin ellos la habitación perdió su encanto. La quietud se transformó en vacío y la pequeña llama de placer que yo había alimentado fue apagándose. Hacía rápidamente mis tareas, colocaba los libros en los estantes sin echar más que un vistazo a su interior, ya no prestaba atención a los ojos del caballo de madera. Sólo pensaba qué estarían haciendo ellos. Y cuando terminaba, me iba a cumplir con el resto de mis obligaciones. A veces, cuando retiraba la bandeja del desayuno de alguna de las habitaciones del segundo piso, o me llevaba las aguas menores, el sonido de risas lejanas me hacía asomarme a la ventana donde los veía, a lo lejos, caminando hacia el lago, batiéndose en duelo con largos palos mientras se perdían de vista por el sendero.

Abajo, el señor Hamilton había instado a los sirvientes a desarrollar una actividad frenética. Era la manera de poner a prueba un buen equipo, por no mencionar al propio mayordomo, servir a los huéspedes de la casa. Ninguna orden estaba de más. Debíamos funcionar como un mecanismo perfectamente engrasado, responder a la altura de cada desafío, superar cada una de las expectativas del amo. Sería una semana de triunfos que culminaría con la cena de celebración del verano.

El fervor del señor Hamilton era contagioso. Incluso el ánimo de Myra experimentó una leve euforia concediéndonos una especie de tregua. A regañadientes me propuso que la ayudara a limpiar el salón. Me recordó que habitualmente no me correspondía ocuparme de los salones principales, pero gracias a la visita de los familiares del amo se me concedía el privilegio -bajo estricta vigilancia- de realizar esas comprometidas tareas. De ese modo, a mi ya abultada carga de obligaciones se agregó esa dudosa prebenda, y a diario acompañaba a Myra al salón donde los adultos tomaban té y hablaban de asuntos que poco me interesaban: excursiones de fin de semana al campo, política europea, y sobre la muerte de un desafortunado austriaco al que habían asesinado de un tiro en un lugar lejano.

El día del recital, el domingo 2 de agosto de 1914 -recuerdo la fecha, aunque no tanto por el recital en sí mismo sino por lo que sucedió después-, coincidió con mi tarde libre y la primera visita a mi madre desde que había comenzado a trabajar en Riverton. Al terminar esa mañana mis quehaceres, me quité el uniforme y me vestí con ropa de calle. La noté inusitadamente rígida y extraña. Me cepillé mi melena clara, rizada allí donde había estado recogida en una trenza, y volví a trenzarla. Me preguntaba si mi aspecto habría cambiado. ¿Qué pensaría mi madre? Sólo había estado lejos de ella cinco semanas; sin embargo, me sentía inexplicablemente distinta.

Al bajar la escalera de servicio en dirección a la cocina me topé con la señora Townsend, quien me puso un paquete en las manos.

– Ve y llévale esto a tu madre, para el té -indicó en voz baja-. No es más que un poco de tarta de crema de limón y un par de rebanadas de budín Victoria.

La mire desconcertada ante su desacostumbrada generosidad. La señora Townsend estaba tan orgullosa de su ordenada y minuciosa economía doméstica como de la altura de su soufflé.

Miré hacia el hueco de la escalera.

– Pero ¿está segura de que la Señora…? -objeté en voz tan baja que era casi un susurro.

– No te preocupes por la Señora. Habrá suficiente para ella y lady Clementine. Quédate tranquila y dile a tu madre que aquí en la colina cuidamos de ti -me indicó la señora Townsend. Luego se sacudió el delantal, echó los redondos hombros hacia atrás, con lo que su pecho pareció aún más grande que de costumbre, y meneó la cabeza-. Una buena chica, tu madre. No es culpable de nada que no haya sucedido miles de veces antes.

Entonces dio media vuelta y se dirigió a la cocina, tan inesperadamente como había aparecido, dejándome sola en la oscura antesala, mientras me preguntaba qué había querido decir.

Sus palabras dieron vueltas en mi cabeza durante todo el trayecto al pueblo. No era la primera vez que la señora Townsend me desconcertaba con muestras de afecto hacia mi madre. Mi asombro me hacía sentir desleal, pero sus recuerdos sobre aquella persona de buen talante raramente coincidían con la madre que yo conocía, con su malhumor y silencios.

Ella me esperaba en la puerta. Sin apenas pestañear hasta que me vio.

– Comenzaba a pensar que te habías olvidado de mí.

– Lo siento, no podía desatender mis obligaciones.

– Espero que hayas tenido tiempo para ir a la iglesia esta mañana.

– Sí, madre. Todos los del servicio hemos ido a la iglesia de Riverton.

– Lo sé, mi niña. He asistido a misa en esa iglesia mucho antes que tú. -Entonces miró mis manos-. ¿Qué traes?

– De parte de la señora Townsend -expliqué y le pasé el paquete-. Me preguntó por ti.

Mi madre ojeó el contenido mordiéndose el interior del carrillo.

– Esta noche tendré ardor de estómago -comentó y volvió a envolverlo-. De todos modos, es un gesto amable de su parte. -Se dio la vuelta y abrió la puerta-. Entra, puedes prepararme un poco de té y contarme qué ha sucedido durante este tiempo.

Casi no recuerdo de qué hablamos porque esa tarde conversé sin tener conciencia de que lo hacía. Mi mente no estaba en la pequeña y triste cocina de mi madre, sino en el salón de baile de la colina, donde horas antes había ayudado a Myra a poner las sillas en fila y a colgar las cortinas doradas del arco del escenario.

Y durante el rato que mi madre me tuvo haciendo tareas, mantuve el ojo atento al reloj de la cocina, a las rígidas agujas que hacían su recorrido y se acercaban a las cinco, la hora del recital.

Era tarde cuando nos despedimos. Cuando llegué al portal de Riverton el sol ya estaba bajo. Avancé por el estrecho camino hacia la casa. Árboles magníficos, herencia de los lejanos antepasados de lord Ashbury, se alineaban a cada lado. La parte más alta de sus copas se unía formando un arco, las ramas más lejanas se enlazaban convirtiendo el sendero en un túnel umbrío y susurrante.

Mientras avanzaba hacia la luz vespertina vi que el sol se ocultaba detrás del tejado, arrojando sobre la casa un resplandor malva y anaranjado. Atravesé los jardines, pasé por la fuente de Eros y Psique, en dirección al jardín de rosas de lady Violet, y fui hacia la puerta trasera. La sala de los sirvientes estaba vacía y mientras quebrantaba la regla de oro del señor Hamilton y corría por el pasillo de piedra, oía el eco de mis zapatos. Pasé por la cocina; la mesa de trabajo de la señora Townsend estaba cubierta por una colección de pasteles de riñones. Subí las escaleras.

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