Hannah, radiante, se cogió de la mano de Emmeline y David. Los tres atravesaron el escenario y se inclinaron para saludar. Al hacerlo, un pegote de mermelada y crema cayo de la nariz de Emmeline y aterrizó chisporroteando en un loco que estaba a poca distancia de ella.
– Qué coincidencia -se oyó decir a una voz aflautada desde el auditorio, la de lady Clementine-. Un conocido tenía a su vez un conocido con lepra en India, a quien se le cayó la nariz así, cuando se afeitaba.
Para el señor Frederick fue demasiado. Miró a Hannah y comenzó a reír. Nunca había oído una risa como aquélla: su absoluta sinceridad la hacía contagiosa. Uno por uno, los demás lo siguieron, aunque noté que lady Violet no se les unió.
No pude reprimir mi propia risa -una espontánea oleada liberadora- hasta que Myra siseó en mi oreja:
– Suficiente, señorita. Puedes venir a ayudarme con la cena.
Me perdí el resto del recital, pero ya había visto lo que deseaba. Mientras salíamos de la sala y avanzábamos por el pasillo, oí que los aplausos se apagaban y la función continuaba. Me sentí impulsada por una extraña energía.
Para cuando el recital llegó a su fin ya habíamos llevado la cena informal que había preparado la señora Townsend y las bandejas con café al salón, y habíamos sacudido los almohadones del sofá para que estuvieran mullidos. Los invitados habían comenzado a llegar, uno tras otro, en el orden señalado por el protocolo. Primero, lady Violet y el mayor James; luego, lord Ashbury y lady Clementine; los siguieron el señor Frederick con Jemina y Fanny. Los niños Hartford, según suponía, todavía estaban arriba.
Cuando tomaron asiento Myra dispuso la bandeja de café de modo que lady Violet pudiera servirlo. Mientras los invitados conversaban animadamente a su alrededor, lady Violet se inclinó hacia el sillón del señor Frederick y le susurró con leve sonrisa:
– Consientes demasiado a esos niños, Frederick.
El señor Frederick apretó los labios. Según pude percibir, no era la primera vez que recibía esa crítica.
– Ahora sus travesuras pueden parecerte divertidas, pero llegará el día en que te arrepentirás de tu indulgencia. Los has dejado crecer como seres incivilizados. En especial, a Hannah. Sería mejor que esa niña fuera menos inteligente y más educada -agregó lady Violet, sin dejar de mirar el café que servía.
Una vez soltada su invectiva, lady Violet se irguió, recuperó su expresión cordial, y le pasó una taza de café a lady Clementine.
Como era habitual por aquellos días, la conversación giró sobre los conflictos en Europa y la posibilidad de que Gran Bretaña entrara en guerra.
– Habrá guerra, siempre sucede igual -declaró lady Clementine, con toda naturalidad, mientras tomaba la taza de café y hundía su trasero en el sillón preferido de lady Violet-. Y todos sufriremos, hombres, mujeres y niños -agregó alzando la voz-. Los alemanes no son civilizados, como nosotros. Saquearán nuestro campo, matarán a nuestros niños en su lecho y someterán a las honestas mujeres inglesas, para que procreen pequeños alemanes. Recordad mis palabras, porque rara vez me equivoco. Estaremos en guerra antes de que termine el verano.
– Sin duda exageras, Clementine -indicó lady Violet-. La guerra, si se declara, no será tan terrible. No olvidemos que son tiempos modernos.
– Así es -coincidió lord Ashbury-. Será una guerra del siglo XX. Además, no existe un alemán que pueda con un inglés.
– Tal vez no sea correcto decirlo, pero desearía que entráramos en guerra -comentó Fanny, agitando sus rizos mientras se sentaba en uno de los extremos de la chaise longue-. Por supuesto, no habrá saqueos y asesinatos, tía, ni sometimiento de mujeres -aclaró luego dirigiéndose a lady Clementine-. Eso no me agradaría, pero sí, en cambio, ver caballeros con uniforme. -Después de mirar furtivamente al mayor James volvió a dirigirse al grupo-. He recibido hoy una carta de mi amiga Margery… ¿La recuerdas, verdad, tía Clem?
Lady Clementine agitó sus pesados párpados.
– Desgraciadamente. Una jovencita tonta con modales provincianos. -Luego se inclinó hacia lady Violet-. Criada en Belfast, ¿sabes?, una irlandesa católica, nada menos.
Observé a Myra, que ofrecía terrones de azúcar, y noté que su espalda se tensaba. Ella percibió mi mirada y me la devolvió severamente con el ceño fruncido.
– Bien -continuo Fanny-, Margery fue de vacaciones con su familia a la playa y a su vuelta encontraron la estación con los trenes abarrotados de reservistas que volvían a sus cuarteles. Es muy emocionante.
– Fanny, querida -intervino lady Violet, levantando la vista de la cafetera-, me parece que no hay cosa de peor gusto que desear una guerra tan sólo por diversión. ¿Estás de acuerdo, mi querido James?
El mayor, de pie junto a la chimenea apagada, se irguió.
– Si bien no coincido con las motivaciones de Fanny, debo decir que comparto su sentimiento. Yo, por lo pronto, espero que entremos en guerra. Todo el continente se está convirtiendo en un deplorable caos. Disculpadme por usar palabras tan duras, madre, lady Clem, pero así es. Es necesario que la buena y antigua Britania intervenga y ponga orden. Que les dé a esos alemanes una buena sacudida.
Una aclamación general recorrió la sala. Jemina tomó el brazo del mayor, sus pequeños ojos se encendieron y lo miraron con adoración.
El viejo lord Ashbury fumaba su pipa entusiasmado.
– Es como una competición -proclamó apoyándose en el respaldo-. Nada como una guerra para distinguir a los hombres de los niños.
El señor Frederick se revolvió en su asiento, tomó el café que lady Violet le ofreció y se dedicó a cargar tabaco en su pipa.
– ¿Qué dices tú, Frederick? -preguntó tímidamente Fanny-. ¿Qué harás si llega la guerra? No dejarás de fabricar automóviles, ¿verdad? Sería una vergüenza que ya no hubiera hermosos vehículos tan sólo por culpa de una tonta guerra. No me agradaría tener que volver a viajar en carruaje.
El señor Frederick, incómodo por el flirteo de Fanny, apartó una hebra de tabaco de su pantalón y respondió:
– Yo no me preocuparía. Los automóviles son el futuro -aseguró y comprimió el tabaco en la pipa-. Dios no permita que una guerra genere molestias a damas tontas y ociosas -murmuró después para sí.
En ese momento la puerta se abrió. Con los rostros todavía exultantes, Hannah, Emmeline y David se dispersaron por la sala.
Las niñas se habían cambiado y volvían a lucir sus blancos vestidos con cuello marinero.
– ¡Qué bonito espectáculo! -aclamó lord Ashbury-. No pude oír una palabra, pero fue muy bueno.
– Muy bien, niños -felicitó lady Violet-. Aunque tal vez deberíais permitir que la abuela os ayude en la selección de los textos el año próximo.
– ¿Y a ti, papá? -preguntó ansiosamente Hannah-. ¿Te gustó la obra?
El señor Frederick eludió la mirada de su madre.
– Ya discutiremos más tarde los creativos añadidos, ¿de acuerdo?
– David, ¿tú qué opinas? -gorjeó Fanny-. Estábamos hablando de la guerra. ¿Te alistarías si Gran Bretaña entra en guerra? Creo que serías un valiente oficial.
David tomó la taza de café que lady Violet le ofrecía y se sentó.
– No había pensado en eso -repuso, arrugando la nariz-. Imagino que acabaré haciéndolo. Dicen que es una gran oportunidad para un joven que busca aventuras. -David miró a Hannah y le guiñó un ojo. La ocasión era propicia para burlarse de ella-. Me temo que es sólo para chicos, Hannah.
Fanny lanzó una carcajada estentórea que hizo parpadear a lady Clementine.
– Oh, David, qué tonto. Hannah no desearía ir a la guerra. Qué absurdo.
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