Lamento decir que no fui testigo de la cena, esa noche de pleno verano de 1914, porque así como ocuparse de la limpieza del salón era un privilegio, servir la mesa era el más alto honor, sin duda fuera del alcance de mi modesta posición. En aquella ocasión, para gran pesar de Myra, incluso a ella le fue negado ese placer, debido a que se sabía que lord Ponsonby aborrecía que las mujeres sirvieran la mesa. El señor Hamilton la tranquilizó decidiendo que ella formaría parte del servicio de todos modos, aunque oculta en un recoveco del comedor, para recibir los platos que él y Alfred retiraran, y meterlos en el montaplatos. Según el razonamiento de Myra, eso le garantizaba al menos un modo de acceder parcialmente a los temas de conversación del banquete. Podría saber de qué se hablaba, aun cuando no fuera capaz de distinguir a los interlocutores.
Mi deber, indicó el señor Hamilton, era quedarme abajo, para recibir los platos. Así lo hice, tratando de no pensar en las bromas de Alfred acerca de que me habían adjudicado el compañero más apropiado. Siempre estaba bromeando: sus burlas eran muy ingeniosas y los demás miembros del servicio se reían abiertamente, pero yo era muy ingenua y estaba habituada a contener mis emociones. Inevitablemente, me cohibía cuando la atención se posaba sobre mí.
Observé maravillada cómo las tandas de magníficos platos que desfilaban uno tras otro desaparecían en la tolva que los llevaba hacia arriba -sucedáneo de sopa de tortuga, pescado, mollejas, codornices, espárragos, patatas, tartas de albaricoque, natillas- para ser reemplazados por fuentes vacías y platos sucios.
Mientras arriba, en el comedor, los invitados estaban exultantes, abajo los vapores y silbidos de la cocina recordaban a esas nuevas y brillantes locomotoras que habían comenzado a atravesar el pueblo. La señora Townsend revoloteaba entre su mesa de trabajo, balanceando su considerable peso a una velocidad frenética, regando la crujiente corteza dorada de sus pasteles hasta que las gotas de sudor corrían por sus mejillas enrojecidas, dando palmadas y gruñendo, en un estudiado espectáculo de falsa modestia. La única persona que parecía inmune al contagioso entusiasmo era la desdichada Katie, que mostraba el sufrimiento en el rostro: había pasado la primera mitad del día pelando infinidad de patatas y la segunda, fregando infinidad de sartenes.
Por fin, cuando las cafeteras, las jarras de crema y los azucareros ya habían sido enviados arriba en una bandeja de plata, la señora Townsend se desató el delantal, lo cual era para todos nosotros una señal de que el trabajo de esa noche había concluido. Lo colgó entonces de un gancho que estaba junto a la cocina y se recogió de nuevo los largos mechones grises que se habían soltado de su moño en lo alto de la cabeza.
– Katie -llamó, secándose la frente acalorada-. ¿Katie? -La señora Townsend meneó la cabeza-. No lo entiendo. Esa chica siempre anda por ahí pero nunca la encuentro. -Entonces se tambaleó hasta la mesa de los sirvientes, se acomodó en su silla y suspiró.
Katie apareció en el vano de la puerta, estrujando un paño que chorreaba.
– Sí, señora Townsend.
– Oh, Katie. ¿En qué estás pensando, niña? -increpó la señora Townsend señalando el suelo.
– En nada, señora Townsend.
– En nada bueno. Estás mojando todo. -La cocinera meneó la cabeza y suspiró una vez más-. Ahora ve y busca un trapo para secarlo. El señor Hamilton pedirá tu cabeza si ve este desorden.
– Sí, señora Townsend.
– Y cuando hayas terminado, puedes preparar un buen chocolate caliente para todos nosotros.
Katie volvió a la cocina arrastrando los pies. A punto estuvo de chocar con Alfred, que bajaba la escalera moviendo ampulosamente los brazos y las piernas.
– Uf, Katie, presta atención, tienes suerte de que no te haya atropellado. -Luego giró y sonrió socarronamente, con el rostro tan limpio y entusiasta como el de un bebé.
– Buenas noches, señoras.
La señora Townsend se quitó las gafas.
– ¿Todo bien, Alfred?
– Todo bien, señora Townsend -respondió, abriendo sus ojos castaños.
– ¿Entonces? -preguntó la cocinera golpeteando con los dedos-. Nos tienes a todos intrigados.
Yo ocupé mi lugar, me quité los zapatos y estiré los tobillos. Alfred tenía veinte años, era alto, sus manos eran hermosas y su voz, cálida. Había servido a lord y lady Ashbury desde que comenzara a trabajar. Creo que la señora Townsend sentía especial simpatía por él, aunque nunca hablaba mucho sobre sí misma y, en consecuencia, yo no me atrevía a preguntar.
– ¿Intrigados? No entiendo a qué se refiere, señora Townsend -repuso Alfred.
Ella meneó la cabeza.
– Ve a contarle a tu abuela que no sabes a qué me refiero. ¿Cómo ha ido todo? ¿Dijeron algo que pueda ser de mi interés?
– Oh, señora Townsend. No debería hablar hasta que el señor Hamilton baje. No sería correcto, ¿verdad?
– Escúchame, muchacho. Sólo te estoy preguntando si los invitados de lord y lady Ashbury disfrutaron de la comida. No creo que eso le importe al señor Hamilton, ¿estás de acuerdo?
– En realidad, no podría decirlo, señora Townsend -declaró Alfred guiñándome el ojo, por lo que tuve que contener la risa-, aunque pude advertir que lord Ponsonby se sirvió una segunda ración de sus patatas.
La señora Townsend sonrió, mirando sus manos nudosas, y asintió como para sí misma.
– Oí decir a la señora Davis, que cocina para lord y lady Bassingstoke, que lord Ponsonby tiene especial debilidad por las patatas a la crema.
– ¿Debilidad? Los demás pueden considerarse afortunados si les dejó probar algo.
La señora Townsend no dijo nada pero sus ojos brillaron.
– Alfred, no seas malvado. Si el señor Hamilton te oyera decir tales cosas…
– ¿Si el señor Hamilton oyera qué? -quiso saber Myra, que apareció en ese momento en la puerta. Luego tomó asiento y se quitó la cofia.
– Le estaba contando a la señora Townsend cuánto disfruta de su cena las damas y los caballeros -explicó Alfred. Myra puso los ojos en blanco.
– Nunca he visto que los platos regresaran tan vacíos. Grace puede dar fe de lo que digo.
Yo asentí y ella continuó.
– Es mérito del señor Hamilton, por supuesto, pero diría que usted se ha superado, señora Townsend.
La cocinera se arregló la blusa que cubría su busto prominente.
– Bueno, por supuesto -concedió con aire de suficiencia-, nosotros hicimos nuestra parte.
El tintinear de la porcelana nos hizo mirar hacia la puerta. Katie avanzaba lentamente, asiendo con fuerza una bandeja con tazas de té. En cada paso el chocolate se derramaba y encharcaba los platos.
– Oh, Katie -exclamó Myra cuando la fregona dejó la bandeja en la mesa-, mira qué desastre. Vea lo que ha hecho, señora Townsend.
La cocinera miró hacia el techo con desesperación.
– A veces creo que pierdo mi tiempo con esa chica.
– Oh, señora Townsend -se quejó Katie-. Me esfuerzo por hacerlo bien, en verdad lo hago. No quería…
– ¿Querías qué, Katie? -preguntó el señor Hamilton, que bajaba la escalera y entraba en la sala-. ¿Qué has hecho ahora?
– Nada, señor Hamilton. Sólo trataba de traer el chocolate.
– Y lo has traído, tonta -intercedió la señora Townsend-. Ahora regresa y termina con esos platos. Seguramente el agua se ha enfriado. Ve a ver cómo está.
La señora Townsend meneó la cabeza cuando Katie se marchó. Luego se dirigió sonriente al señor Hamilton.
– Entonces, ¿ya se han ido todos, señor Hamilton?
– Así es, señora Townsend. Acabo de ver a los últimos invitados, lord y lady Denys, subiendo a su automóvil.
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