– ¿Y la familia?
– Las damas se han ido a dormir. Su Señoría, el mayor y el señor Frederick están terminando su jerez en el salón y se retirarán a descansar en breve.
El señor Hamilton apoyó las manos en el respaldo de su silla e hizo una pausa, mirando a lo lejos, como lo hacía cuando estaba a punto de dar una información importante. Los demás permaneci mos sentados, esperando. El señor Hamilton se aclaró la voz.
– Todos deben estar sumamente orgullosos. La cena ha sido un gran éxito y el Señor y la Señora están verdaderamente complacidos -anunció, esbozando una remilgada sonrisa-. El Señor ha tenido la amabilidad de permitirnos abrir una botella de champán y compartirla como muestra de su aprecio.
Se oyó una ráfaga de aplausos entusiastas mientras el señor Hamilton traía una botella de la bodega y Myra buscaba unas copas. Yo estaba sentada en silencio, esperando que se me permitiera beber una copa. Todo aquello era nuevo para mí. Mi madre y yo nunca tuvimos muchos motivos que celebrar.
Cuando llenó la última copa, el señor Hamilton miró, a través de sus gafas y su larga nariz, en mi dirección.
– Sí -declaró por fin-, creo que incluso tú puedes beber una copita, joven Grace. No todas las noches el amo nos hace un obsequio tan espléndido.
Tomé agradecida la copa que el señor Hamilton sostenía en su mano.
– Un brindis -propuso-. Por todos los que vivimos y servimos en esta casa. Por una vida larga y piadosa.
Entrechocamos nuestras copas y yo me apoyé en el respaldo de la silla, sorbiendo el champán y saboreando la acidez de las burbujas en los labios. A lo largo de mi larga vida, siempre que he tenido ocasión de beber champán, he recordado esa primera vez en la sala de los sirvientes en Riverton. Es una energía singular la que acompaña un éxito compartido y los elogios de lord Ashbury nos habían llenado de entusiasmo, dando calor a nuestras mejillas y alegrando nuestros corazones. Alfred me sonrió por encima de su copa y yo le respondí con una sonrisa tímida. Escuché a los demás mientras relataban los hechos de la noche sin dejar detalle: los diamantes de lady Denys, los modernos puntos de vista de lord Harcourt acerca del matrimonio, la debilidad de lord Ponsonby por las patatas a la crema.
Un timbre estridente me sobresaltó, sacándome de la diversión. Todos los que estábamos sentados a la mesa nos quedamos mudos. Nos miramos desconcertados, hasta que el señor Hamilton saltó de su silla.
– Qué raro. Es el teléfono -señaló y salió apresuradamente de la sala.
Lord Ashbury tenía una de las primeras instalaciones telefónicas de Inglaterra, un hecho del cual todos los que servíamos en la casa nos sentíamos inmensamente orgullosos. El principal aparato receptor estaba en el despacho del señor Hamilton para que, en las inquietantes ocasiones en las que sonaba, él tuviera acceso directo y pudiera transferir la llamada a la planta alta. A pesar de que el sistema estaba bien organizado, esas ocasiones eran escasas, dado que lamentablemente eran pocos los amigos de lord y lady Ashbury que tenían teléfono propio. No obstante, el aparato despertaba un respeto casi religioso proporcionando un motivo más que suficiente para invitar a los sirvientes de los visitantes al lugar donde podían ver por sí mismos el sagrado objeto y, consecuentemente, apreciar la superioridad de los señores de Riverton.
No era sorprendente que la campanilla del teléfono nos dejara a todos sin habla. Y dado que era tan tarde, la sorpresa se convertía en aprensión. Permanecimos muy quietos, con los oídos tensos, conteniendo la respiración.
– Diga -respondió el señor Hamilton-. ¿Diga?
Katie llegó a la sala.
– Me pareció oír algo. Oh, están todos tomando champán.
– Shhh -respondimos al unísono.
Katie se sentó y se dedicó a mordisquear sus estropeadas uñas.
Desde la antesala se oyó la voz del señor Hamilton.
– Sí, ésta es la casa de lord Ashbury… ¿El mayor Hartford? Sí, el mayor Hartford está aquí visitando a sus padres… Sí, señor, ya mismo. ¿Quién lo llama? Aguarde un momento, capitán Brown, mientras transfiero la llamada.
– Alguien pregunta por el mayor -murmuró la señora Townsend en tono cómplice.
Continuamos atentos. Desde donde yo estaba sentada apenas se podía distinguir el perfil del señor Hamilton a través de la puerta abierta, el cuello rígido, el rictus afligido.
– Disculpe, señor -comenzó el señor Hamilton-, siento mucho interrumpir su velada, señor, pero el mayor tiene una llamada telefónica. Es el capitán Brown, desde Londres, señor.
El señor Hamilton calló, pero siguió al aparato. Tenía el hábito de mantenerse a la escucha durante un momento, para asegurarse de que el destinatario hubiera descolgado el auricular y la comunicación no se hubiera cortado. Mientras esperaba, atento, advertí que sus dedos apretaban el teléfono. ¿Es un recuerdo auténtico? ¿O es tal vez fruto de una mirada retrospectiva la que me hace decir que su cuerpo estaba tenso y su respiración acelerada?
Cortó cuidadosamente, en silencio, y se alisó el frac. Regresó lentamente a su lugar en la cabecera de la mesa y permaneció de pie, asiendo con las manos el respaldo de la silla.
Recorrió la mesa con la mirada, deteniéndose en cada uno de nosotros. Por fin dijo, en tono grave:
– Nuestros peores presentimientos se han hecho realidad. Esta noche, a las once en punto, Gran Bretaña ha entrado en guerra. Que Dios se apiade de nosotros.
Estoy llorando. Después de todos estos años he comenzado a llorar por ellos. Es extraño. Fue hace tanto tiempo, ellos no eran mi familia, y sin embargo tibias lágrimas escapan de mis ojos, surcando las arrugas de mi cara hasta que el aire fresco y pertinaz las seque.
Sylvia está nuevamente conmigo. Ha traído un pañuelo de papel y lo usa para secarme alegremente la cara. Para ella estas lágrimas se deben, simplemente, a conductos que no funcionan correctamente. Otra inevitable e inocua señal de mi edad.
Ella no sabe que lloro porque todo cambió desde ese instante. Que, así como cuando vuelvo a leer mis libros favoritos una pequeña porción de mí espera que el final sea diferente, me descubro esperando, contra toda esperanza, que la guerra nunca llegue. Que esta vez, de algún modo, nos deje estar.
Mistery Maker Trade Magazine
Invierno, 1998
BREVES:
Muere la esposa de un escritor: Se interrumpe la saga de las novelas del inspector Adams
Londres. Los admiradores que aguardan ansiosos la sexta entrega de las novelas del popular inspector Adams tienen por delante una larga espera. Según se dice, el autor Marcus McCourt ha interrumpido la escritura de la novela Muerte en el Cauldron después de que un aneurisma causara la súbita muerte de su esposa Rebecca McCourt, en el mes de octubre.
No ha sido posible obtener declaraciones de McCourt, pero una fuente cercana a la pareja ha revelado a Mistery Maker que el novelista, habitualmente accesible, se niega a hablar sobre la muerte de su esposa, y que desde entonces experimenta un bloqueo que le impide escribir. La editorial que publica las obras de McCourt en Gran Bretaña, Raymes & Stockwell, se ha negado también a hacer comentarios.
Las primeras cinco novelas de McCourt que tienen como protagonista al inspector Adams han sido recientemente adquiridas por Foreman Lewis, una editorial de los Estados Unidos, por una suma que no se dio a conocer, aunque se sabe que ronda las siete cifras. El crimen lo revelará será publicada por el sello Hocador y se prevé que salga a la venta en los Estados Unidos en el otoño de 1999. Es posible encargar ejemplares a través de Amazon.
Rebecca McCourt también era escritora. Su primera novela. Purgatorio, es una ficción inspirada en la historia de la décima sinfonía, inconclusa, de Gustav Mahler y estuvo entre las obras preseleccionadas para el premio de literatura Orange.
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