Kate Morton - La Casa De Riverton

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La Casa De Riverton: краткое содержание, описание и аннотация

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Un suicidio inesperado marcará para siempre a los habitantes de Riverton Manor
En el verano de 1924 todo es felicidad en la mansión de Riverton Manor… hasta la noche de la fiesta. Toda la alta sociedad se está divirtiendo entre el glamour y la elegancia del paraje. Pero en medio de la noche se escucha un disparo. El joven poeta Robbie Hunter se ha quitado la vida a orillas del lago de la mansión. Las hermanas Hartford, Hannah y Emmeline, serán las únicas testigos y se convertirán además en las protagonistas de toda la prensa del momento.
Unas cuantas décadas después, en 1999, Grace Bradley, la que fuera en su día doncella en Riverton Manor, recibe la visita de una joven directora de cine que está preparando una película sobre el suicidio del poeta. Tras años de silencio y olvido, los fantasmas del pasado empiezan a aflorar; y un terrible secreto intenta abrirse paso, un secreto que Grace no ha podido borrar jamás de su memoria. Los recuerdos siguen vivos en esta novela llena de amor, celos, odios y rivalidades, recuerdos que se gestaron en un verano de los decadentes años veinte.

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Esa mañana, el día del botón y la correa, las palabras de mi madre sobre el orfanato me hicieron callar. Pero no como ella creía -por estar reflexionando sobre la buena fortuna que me había evitado esa reclusión-, sino porque estaba recorriendo el ya explorado sendero de una de mis fantasías infantiles preferidas. Disfrutaba enormemente imaginándome en el hogar de niños abandonados Corana, cantando entre otros niños. Habría tenido montones de hermanos y hermanas con quienes jugar, no sólo una madre cansada y malhumorada, cuyo rostro estaba surcado por las desilusiones. Una de las cuales, me temía, era yo.

Sentí que alguien estaba detrás de mí y regresé por el largo túnel de la memoria. Me volví para mirar a la joven a mi lado y un segundo después la reconocí: era la camarera que nos había traído el té. Me observaba expectante. Yo la miré parpadeando.

– Creo que mi hija ya ha pagado la cuenta.

– Oh, sí -repuso la jovencita con voz suave y acento irlandés-, lo ha hecho. Pagó cuando pidieron.

Sin embargo, no se movía de su lugar.

– ¿Hay alguna otra cosa que quiera decirme? -pregunté.

Ella tragó saliva.

– Es sólo que Sue, que trabaja en la cocina, dice que usted es la abuela de…, es decir, que su nieto es Marcus McCourt, y para ser sinceros, yo soy su más ferviente admiradora. Sencillamente adoro al inspector Adams. He leído cada uno de los libros -afirmó.

Marcus. La pequeña polilla de la pena revoloteó en mi pecho, como siempre que alguien pronuncia su nombre.

– Me alegra saberlo. Mi nieto se sentiría halagado -conteste, con una sonrisa.

– Me apenó tanto cuando leí lo de su esposa…

Asentí con la cabeza. Ella dudó y yo me preparé para oír las preguntas que -bien lo sabía- sobrevendrían, como siempre: ¿continuaba escribiendo la nueva novela del inspector Adams? ¿Se publicaría en breve? Sin embargo, me sorprendió que el decoro o la timidez vencieran a la curiosidad.

– Bueno, me alegra haberla conocido -declaró la joven-. Debo volver al trabajo, antes de que Sue se ponga como loca. -Ya se dirigía hacia la cocina cuando se volvió-. Se lo dirá, ¿verdad? Dígale que sus libros son muy importantes para mí, y para todos sus admiradores.

Le di mi palabra, aunque no sabía cuándo podría cumplirla. Como la mayoría de las personas de su generación, Marcus es un trotamundos. Pero a diferencia de sus coetáneos, no ansía aventuras sino distracción. Ha desaparecido en la nube de su propio sufrimiento y desconozco cuál es su paradero. Han pasado meses desde la última vez que tuve noticias suyas, cuando me envió desde California una postal de la Estatua de la Libertad que simplemente decía «Feliz cumpleaños», firmado «M».

Pero no se trata sólo del dolor. La culpa lo persigue. Una culpa injustificada por la muerte de Rebecca. Se culpa a sí mismo, cree que si no la hubiera abandonado las cosas habrían sido diferentes. Me preocupa Marcus. Comprendo muy bien la peculiar clase de culpa que experimentan los sobrevivientes de una tragedia.

A través de la ventana puedo ver a Ruth, que está enfrente, enredada en una conversación con el pastor y su esposa, y aún no había llegado a la farmacia. Con gran esfuerzo me deslizo hasta el borde de la silla, me cuelgo el bolso del brazo y aferró mi bastón. Con piernas temblorosas, me pongo de pie. Hay un asunto que atender.

El señor Butler tiene un comercio de artículos para caballero con una minúscula fachada en la calle principal. Apenas un atisbo de toldo rayado encajonado entre la panadería y una tienda que vende velas e incienso. Pero más allá de la puerta de madera roja, con su brillante aldabón de metal y su timbre plateado, uno se encuentra con una multitud de variados productos desparramados por su modesto interior. Corbatas y sombreros de hombre, mochilas para escolares, maletas de cuero o palos de hockey, se disputan el espacio del local estrecho y largo.

El señor Butler es un hombre de baja estatura, de unos cuarenta y cinco años, con una calva incipiente y, según puedo observar, una cintura que tiende a desaparecer. Recuerdo a su padre, aunque no se lo digo. He aprendido que a los jóvenes les incomodan las historias de tiempos pasados. Esa mañana me sonríe, observándome a través de sus gafas, y afirma que me ve muy bien. Cuando era más joven -incluso durante mi octava década de vida- la vanidad me habría inducido a creerle. Ahora entiendo esos comentarios como amables expresiones de sorpresa que surgen cuando las personas comprueban que aún estoy viva. De todos modos se lo agradezco -sé que lo hace con buena intención- y le pregunto si tiene una grabadora.

– ¿Para escuchar música? -pregunta el señor Butler.

– Quiero hablar, grabar mis palabras -le respondo.

El señor Butler duda, probablemente se pregunta qué deseo contarle a la grabadora. Luego saca un pequeño objeto negro del mostrador.

– Esto debería servirle. Lo llaman walkman, todos los chicos de ahora lo usan.

– Sí -asiento esperanzada-, eso parece ser lo que necesito.

Seguramente él nota mi inexperiencia, porque empieza a explicarme su funcionamiento.

– Es fácil. Pulse esta tecla, y luego hable aquí -indica, inclinándose hacia delante, mientras me señala un panel de metal perforado en uno de los laterales del aparato. Casi puedo sentir el olor a alcanfor de su traje-. Aquí está el micrófono.

Ruth todavía no ha regresado de la farmacia cuando vuelvo al café de Maggie. En lugar de arriesgarme a que la camarera me haga más preguntas, me envuelvo en mi abrigo y me acurruco en el banco de la parada de autobús. Tanta actividad me ha dejado sin aliento.

Una fresca brisa arrastra consigo envoltorios de golosinas, hojas secas y una pluma de pato marrón verdosa. Danzan a lo largo de la calle, se detienen y se arremolinan con cada nueva ráfaga.

Pensé en Marcus, deambulando por todo el planeta, atrapado por una melodía descompasada de la que no puede escapar. En los últimos tiempos no me cuesta demasiado tener presente a Marcus. Por las noches, mientras el sueño revolotea alrededor de mis visiones como una polilla polvorienta, él invade constantemente mis pensamientos. Como una mustia flor de verano atrapada entre las imágenes de Hannah y Emmeline, y de Riverton, mi nieto, más allá del tiempo y el espacio. Un instante es un niño con la piel sudorosa y los ojos grandes y al siguiente un hombre adulto, consumido por el amor y su pérdida.

Quiero volver a ver su rostro. Tocarlo. Su rostro adorable y familiar, tallado, como todos los rostros, por las manos eficientes de la historia, que habla de la influencia de sus antecesores y de un pasado del que poco sabe.

Volverá algún día, no lo dudo, porque el hogar es un imán que atrae incluso a sus hijos más indiferentes. Pero no puedo adivinar si ocurrirá mañana o dentro de años. Y no tengo tiempo para esperarle. Me encuentro en una fría sala, aguardando a que llegue mi hora, temblando mientras los fantasmas y los ecos de antiguas voces se alejan.

Ése es el motivo por el cual he decidido grabarle una cinta. Tal vez más de una. Voy a contarle un secreto, un antiguo secreto, largamente guardado. Algo que sólo yo sé.

Al principio pensé en escribir, pero cuando encontré una resma de papel amarillento y un bolígrafo negro, los dedos no me respondieron. Y no deseo colaboradores inútiles, incapaces de transformar mis pensamientos en una legible telaraña de garabatos.

Fue Sylvia quien me sugirió una grabadora. Se fijó en mi hoja escrita durante uno de sus arrebatos compulsivos de limpieza, surgido para escabullirse de las demandas de un paciente al que no toleraba.

– ¿Ha estado dibujando? -preguntó, mientras sostenía el papel delante de ella y lo inclinaba, junto con su cabeza-. Muy moderno. Bonito. ¿Qué se supone que es?

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