Kate Morton - La Casa De Riverton

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Un suicidio inesperado marcará para siempre a los habitantes de Riverton Manor
En el verano de 1924 todo es felicidad en la mansión de Riverton Manor… hasta la noche de la fiesta. Toda la alta sociedad se está divirtiendo entre el glamour y la elegancia del paraje. Pero en medio de la noche se escucha un disparo. El joven poeta Robbie Hunter se ha quitado la vida a orillas del lago de la mansión. Las hermanas Hartford, Hannah y Emmeline, serán las únicas testigos y se convertirán además en las protagonistas de toda la prensa del momento.
Unas cuantas décadas después, en 1999, Grace Bradley, la que fuera en su día doncella en Riverton Manor, recibe la visita de una joven directora de cine que está preparando una película sobre el suicidio del poeta. Tras años de silencio y olvido, los fantasmas del pasado empiezan a aflorar; y un terrible secreto intenta abrirse paso, un secreto que Grace no ha podido borrar jamás de su memoria. Los recuerdos siguen vivos en esta novela llena de amor, celos, odios y rivalidades, recuerdos que se gestaron en un verano de los decadentes años veinte.

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El señor Hamilton meneó la cabeza y apartó The Times. Se quitó las gafas y se frotó los ojos.

– ¿Siguen las malas noticias? -preguntó la señora Townsend, alzando la vista del menú de Navidad que estaba planificando. El calor del fuego le había enrojecido las mejillas.

– Cada vez peores, señora Townsend. -El señor Hamilton volvió a ponerse las gafas-. Más bajas en Ypres. -Se levantó de la silla y fue hacia la pared en la que había colgado un mapa de Europa, donde se veía una docena de alfileres de colores que representaban distintos ejércitos y campañas. Quitó un alfiler azul de un lugar de Francia y lo reemplazó por uno amarillo-. Esto no me gusta nada -murmuró para sus adentros.

La señora Townsend suspiró.

– Tampoco a mí me gusta nada esto. -Señaló dando golpecitos con el lápiz en el menú-. ¿Cómo se supone que puedo preparar la cena de Navidad para la familia sin manteca, té o siquiera pavo, por mencionar algunos ingredientes?

– ¿No habrá pavo, señora Townsend? -intervino Katie.

– Ni un ala.

– ¿Y qué servirá?

La señora Townsend meneó la cabeza.

– No te alarmes. Algo se me ocurrirá, jovencita. Siempre lo hago, ¿no es cierto?

– Sí, señora Townsend -asintió seriamente Katie-. Ciertamente así es.

La señora Townsend miró hacia abajo, satisfecha. En las palabras de Katie no había ironía. Volvió a prestar atención al menú.

Yo trataba de concentrarme en mi labor pero no logré completar tres filas sin que se soltara algún punto en cada una de ellas. Lo dejé, frustrada, y me puse de pie. Algo había estado rondándome toda la noche. Algo de lo que había sido testigo en el pueblo y que no había logrado comprender.

Me alisé el delantal y me acerqué al señor Hamilton que, según me pareció, ya lo sabía todo.

– ¿Señor Hamilton? -comencé tímidamente.

El se volvió hacia mí. Me observó por encima de sus gafas. Aún sostenía un alfiler azul entre dos uñas puntiagudas.

– ¿Qué sucede, Grace?

Yo volví a mirar hacia el lugar donde los demás estaban entretenidos en una animada conversación.

– Y bien, niña. ¿Te ha comido la lengua el gato?

Carraspeé nerviosa.

– No, señor Hamilton, es sólo que… quería preguntarle algo. Se trata de algo que vi hoy en el pueblo.

– ¿Sí? Habla, niña.

Miré hacia la puerta.

– ¿Dónde está Alfred, señor Hamilton?

Él frunció el ceño.

– Arriba, sirviendo jerez. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver Alfred con todo esto?

– Es sólo que lo vi hoy en el pueblo.

– Sí, le mandé a hacer un recado.

– Lo sé, señor Hamilton, lo vi en McWhirter, cuando salía del almacén. -Apreté los labios. No lograba vencer la enorme reticencia que me impedía continuar-. Le dieron una pluma blanca, señor Hamilton.

– ¿Una pluma blanca?

El señor Hamilton abrió mucho los ojos y su mano bajó lentamente hasta quedar a un lado del cuerpo.

Asentí. Recordé que la conducta de Alfred había cambiado en los últimos tiempos, ya no mostraba esa actitud desenfadada. Ese día, en el pueblo, se quedó azorado con la pluma en la mano, mientras la gente que pasaba a su lado se detenía y susurraba con expresión de complicidad. Alfred había bajado la vista y había salido apresuradamente, encorvado y con la cabeza gacha.

– ¿Una pluma blanca? -Para mi bochorno, el señor Hamilton lo repitió con voz lo suficientemente alta como para llamar la atención de los demás.

– ¿Qué sucede, señor Hamilton? -preguntó la señora Townsend mirando por encima de sus gafas.

Él se pasó la mano por la mejilla y los labios, y meneó incrédulo la cabeza.

– Le han dado una pluma blanca a Alfred.

– ¡No! -La señora Townsend se llevó la mano regordeta a la mejilla-. Es imposible que le dieran una pluma blanca. No a nuestro Alfred -exclamó con voz entrecortada.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Myra.

– Grace lo ha visto esta mañana en el pueblo -explicó el señor Hamilton.

Asentí. Los latidos de mi corazón comenzaron a acelerarse. Tenía la desagradable sensación de haber abierto una caja de Pandora que contenía el secreto de otra persona y no poder cerrarla.

– Es absurdo -declaró el señor Hamilton, enderezándose el chaleco. Luego regresó a su silla y se acomodó las patillas de las gafas sobre las orejas-. Alfred no es un cobarde. Todos los días contribuye con el país en guerra, ayuda a mantener esta casa en funcionamiento. Tiene un puesto importante en casa de una familia importante.

– Pero no es lo mismo que ir al frente, ¿verdad, señor Hamilton? -preguntó Katie.

– Sin duda lo es -aseguró enfáticamente el señor Hamilton-. Cada uno de nosotros tiene un papel en esta guerra, Katie, incluso tú. Nuestro deber es preservar las costumbres de este gran país para que cuando los soldados regresen victoriosos, la sociedad que recuerdan esté esperándolos.

– Entonces, ¿cuando lavo las sartenes y cacerolas estoy contribuyendo a los fines de la guerra? -preguntó Katie maravillada.

– No si los lavas de esa manera -alegó la señora Townsend.

– Sí, Katie -confirmó el señor Hamilton-. Cumpliendo con tus deberes y tejiendo las bufandas estás haciendo tu parte. Todos lo hacemos -agregó, mirándonos a Myra y a mí.

– A decir verdad, no parece suficiente -admitió Myra, con la cabeza gacha.

– ¿Qué dices, Myra?

Myra dejó de tejer y apoyó sus huesudas manos en el regazo.

– Bueno -prosiguió cautelosamente-. Por ejemplo, Alfred es un hombre joven y saludable. Seguramente sería de mayor provecho si ayudara a los otros muchachos que están allí en Francia. Cualquiera puede servir jerez.

El señor Hamilton empalideció.

– ¿Cualquiera puede servir jerez? Tú deberías saber mejor que nadie que el servicio doméstico es una actividad para la que no todos son aptos, Myra.

Myra se ruborizó.

– Por supuesto, señor Hamilton, no quise sugerir que fuera de otro modo -se disculpó, jugueteando con los nudillos de sus dedos-. Supongo… que yo misma me he sentido algo inútil últimamente.

El señor Hamilton iba a condenar esos sentimientos cuando de pronto se oyeron los pasos de Alfred que bajaban la escalera y entraban en la salita. La boca del señor Hamilton se cerró y todos guardamos un silencio cómplice.

– Alfred -exclamó por fin la señora Townsend-, ¿por qué motivo bajas la escalera a esa velocidad? -Luego miró a su alrededor hasta que me encontró-. Has asustado a la buena de Grace. La pobre niña casi se muere del susto.

Le sonreí débilmente a Alfred. No me había asustado en lo más mínimo, tan sólo me había sorprendido, como a los demás. Y me sentía apenada. No debía haber preguntado al señor Hamilton acerca de la pluma. Le estaba tomando cariño a Alfred. Era una persona de buen corazón y a menudo dedicaba parte de su tiempo a sacarme de mi aislamiento. Al comentar su humillación a sus espaldas, de algún modo lo había hecho pasar por tonto.

– Lo siento, Grace. Es sólo que el amo David ha llegado.

– Sí -confirmó el señor Hamilton mirando su reloj-, era lo previsto. Dawkins fue a buscarlo a la estación porque sabíamos que llegaría en el tren de las diez. La señora Townsend tiene preparada su cena. Puedes ocuparte de llevársela. Alfred asintió y trató de serenarse.

– Lo sé, señor Hamilton -contestó y tragó saliva-. Es sólo que alguien ha llegado con él. Una persona de Eton. Creo que es el hijo de lord Hunter.

Hago una pausa. Una vez me dijiste que, en la mayoría de los relatos, cuando se llega a un punto ya no hay retorno. Cuando los personajes principales han hecho su aparición en escena y sólo queda desarrollar el drama, el narrador pierde el control y los protagonistas comienzan a moverse a su propio arbitrio.

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