Kate Morton - La Casa De Riverton

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Un suicidio inesperado marcará para siempre a los habitantes de Riverton Manor
En el verano de 1924 todo es felicidad en la mansión de Riverton Manor… hasta la noche de la fiesta. Toda la alta sociedad se está divirtiendo entre el glamour y la elegancia del paraje. Pero en medio de la noche se escucha un disparo. El joven poeta Robbie Hunter se ha quitado la vida a orillas del lago de la mansión. Las hermanas Hartford, Hannah y Emmeline, serán las únicas testigos y se convertirán además en las protagonistas de toda la prensa del momento.
Unas cuantas décadas después, en 1999, Grace Bradley, la que fuera en su día doncella en Riverton Manor, recibe la visita de una joven directora de cine que está preparando una película sobre el suicidio del poeta. Tras años de silencio y olvido, los fantasmas del pasado empiezan a aflorar; y un terrible secreto intenta abrirse paso, un secreto que Grace no ha podido borrar jamás de su memoria. Los recuerdos siguen vivos en esta novela llena de amor, celos, odios y rivalidades, recuerdos que se gestaron en un verano de los decadentes años veinte.

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La presencia de Robbie Hunter en esta historia la lleva al borde del Rubicón. ¿Lo cruzaré? Tal vez aún no sea demasiado tarde para regresar. Para envolverlos amablemente a todos ellos con papel de seda, y guardarlos en los compartimentos de mi memoria.

Sonrío. Ya no soy capaz de detener esta historia, como no puedo detener el transcurso del tiempo. No soy lo suficientemente romántica como para imaginar que la historia misma es quien desea ser contada, pero sí lo suficientemente honesta como para saber que quiero contarla yo.

Así pues, Robbie Hunter.

A la mañana siguiente, temprano, el señor Hamilton me pidió que fuera a su despacho. Cerró suavemente la puerta tras él y me otorgó un dudoso honor. Todos los inviernos los diez mil ejemplares entre libros, revistas y manuscritos que albergaba la biblioteca de Riverton se sacaban de los estantes, se limpiaban y volvían a ponerse en su lugar. Ese rito anual se realizaba desde 1846, cuando la madre de lord Ashbury lo instituyó. Según contaba Myra la exasperaba el polvo, y ciertamente tenía razones para que así fuera. Una noche, a finales del otoño, el hermano menor de lord Ashbury -a quien le faltaba apenas un mes para cumplir tres años y era el favorito de todos los que lo conocían- se quedó dormido y ya nunca despertó de su sueño. Aunque nunca encontró un médico que apoyara su argumento, la madre del niño estaba convencida de que la humedad y el polvo acumulado durante años, suspendidos en el aire, le habían causado la muerte. Culpaba en especial a la biblioteca, porque allí era donde sus dos hijos habían pasado ese fatídico día jugando, imaginando que eran exploradores entre los mapas y las cartas de navegación que describían los viajes de remotos antepasados.

Lady Gytha Ashbury no era una persona con cuyos sentimientos se pudiera jugar. Decidió dejar de lado su dolor, con el mismo coraje y determinación que había demostrado al estar dispuesta a abandonar su tierra natal, su familia y a perder su dote por amor. De inmediato declaró la guerra. Reunió a sus tropas y fue su comandante en la empresa de desterrar a los insidiosos adversarios. Durante una semana, limpiaron día y noche hasta que finalmente se declaró satisfecha: había desaparecido hasta la última mota de polvo. Sólo entonces pudo llorar a su pequeño hijo.

Desde aquel día, todos los años, cuando las últimas hojas caían de los árboles, volvía a realizarse, escrupulosamente, el mismo ritual. La costumbre había perdurado aun después de la muerte de lady Gytha. Y en 1915 fui yo la encargada de honrar la memoria de la anterior lady Ashbury (en parte, estoy segura, como castigo por haber observado a Alfred en el pueblo el día anterior: el señor Hamilton no me agradecía que hubiera llevado a Riverton el fantasma de la guerra).

– Durante esta semana estarás dispensada de cumplir con tus obligaciones habituales, Grace -me anunció, sentado frente a su escritorio, esbozando una leve sonrisa-. Todas las mañanas irás directamente a la biblioteca, comenzarás por la parte más alta y seguirás hacia los estantes de la parte inferior.

Luego me sugirió que me proveyera de un par de guantes de algodón, un paño húmedo y mucha paciencia para asumir la tediosa tarea.

– Recuerda, Grace -indicó, con las manos firmemente apoyadas en el escritorio, los dedos muy separados-, que para lord Ashbury la cuestión del polvo es algo muy serio. Se te ha encomendado una tarea de gran responsabilidad, por la que deberías sentirte agradecida.

Un golpe en la puerta interrumpió la homilía.

– Adelante -gritó el mayordomo, frunciendo su larga nariz.

La puerta se abrió y Myra entró precipitadamente, moviendo su delgada figura como si fuera una araña.

– Señor Hamilton, venga rápido, arriba ocurre algo que necesita de su inmediata intervención.

Él se puso de pie con presteza, tomó su chaqueta negra que estaba colgada de un gancho en la puerta y subió velozmente la escalera. Myra y yo lo seguimos.

Allí, en el vestíbulo de la entrada principal, estaba Dudley, el jardinero, jugueteando torpemente con su sombrero de lana entre las manos agrietadas. A sus pies, todavía rebosante de savia, había un enorme abeto de Noruega, recién sacado de la tierra.

– Señor Dudley, ¿qué está haciendo aquí? -preguntó el señor Hamilton.

– He traído el árbol de Navidad, señor Hamilton.

– Eso está a la vista, pero ¿qué está haciendo usted aquí? -volvió a preguntar, señalando el enorme vestíbulo-. Y aún más importante, qué está haciendo esto aquí. Es enorme -agregó, dirigiendo la mirada al árbol.

– Sí, es una belleza -convino gravemente Dudley, observando el árbol como si mirara a su amada-. Lo he cuidado durante años, me he tomado mi tiempo para dejar que alcanzara todo su esplendor. Ya ha crecido suficiente para esta Navidad -afirmó mirando solemnemente al señor Hamilton-, tal vez un poco de más.

El señor Hamilton se volvió hacia Myra.

– En el nombre de Dios, ¿qué está sucediendo?

Myra tenía los puños crispados a ambos lados del cuerpo, los labios apretados de rabia.

– No cabe, señor Hamilton. Dudley trató de meterlo en el salón, donde siempre ponemos el árbol de Navidad, pero es demasiado alto, mide casi tres palmos más.

– ¿No lo midió? -preguntó el mayordomo al jardinero.

– Oh, sí, señor -repuso Dudley-, pero nunca he sido bueno para el cálculo.

– Entonces, tome su sierra y corte lo que sea necesario, hombre. El señor Dudley meneó la cabeza con tristeza.

– Lo haría, señor, pero me temo que es necesario cortar un buen trozo. El tronco ya no puede ser más corto y no puedo serrar la copa, ¿verdad? ¿Donde pondríamos entonces al hermoso ángel? -preguntó consternado.

Todos permanecimos inmóviles, considerando su argumento. Los segundos transcurrían lentamente en el marmóreo vestíbulo. Sabíamos que la familia haría su aparición de un momento a otro para desayunar. Por fin, el señor Hamilton se pronunció:

– Entonces, supongo que no tiene solución. Podar la copa y dejar al ángel sin colocar no tiene sentido. Por esta vez tendremos que prescindir de la tradición y poner el árbol en la biblioteca.

– ¿En la biblioteca, señor Hamilton? -exclamó Myra.

– Sí, bajo la cúpula de cristal -afirmó-. Donde esté seguro y pueda lucir en todo su esplendor -agregó, lanzando una mirada fulminante a Dudley.

De modo que la mañana del 1 de diciembre de 1915, cuando yo estaba en lo más alto de la biblioteca, limpiando el estante más remoto, predispuesta a pasar una semana quitando el polvo a los libros, un abeto en todo su esplendor se erigió majestuoso en el centro de aquel salón de lectura, con las ramas superiores apuntando en éxtasis hacia el cielo. Yo, que estaba a la altura de su cúspide, percibí el penetrante olor de la resina que impregnaba cálidamente la indolente atmósfera del lugar.

La biblioteca de Riverton se prolongaba largamente hacia lo alto, por encima del propio tejado, y era difícil no distraerse. La reticencia a comenzar el trabajo rápidamente se asociaba a la tendencia de dejar la tarea para más tarde. La visión del salón a mis pies era impresionante. Es una verdad universal que, sin importar lo conocida que sea una escena, al observarla desde arriba se experimenta algo parecido a una revelación. Yo me quedé mirando el panorama, más allá del árbol.

La biblioteca, habitualmente tan enorme e imponente, adquiría el aspecto de una escenografía. Los objetos de costumbre -el gran piano Steinway, el escritorio de cedro, el globo terráqueo de lord Ashbury- se veían repentinamente pequeños, parecían imitaciones de sí mismos, y daban la impresión de haber sido dispuestos para armonizar con un elenco que aún no había hecho su aparición en escena.

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