David asintió.
– Nos vendrá bien tener otras compañías. Si no, nos volveremos locos.
Desde mi lugar, pude percibir la irritación de Hannah. Sus manos se habían posado en el arcón chino. Pensaba en El Juego. Regla número tres: sólo tres pueden jugarlo. Los episodios imaginados, las aventuras previstas se esfumaban. Hannah le lanzó a David una mirada claramente acusadora, que él fingió no advertir.
– Fijaos en la altura de este árbol -señaló David con renovada alegría-. Deberíamos empezar a adornarlo ya si queremos que esté terminado para la Navidad.
Sus hermanas permanecieron en su lugar.
– Ven, Emmeline. -David cogió la caja de adornos que estaba en el suelo y la puso sobre la mesa, evitando cruzar su mirada con la de Hannah-. Muéstrale a Robbie cómo se hace -la animó.
Emmeline miró a Hannah, que, según yo podía apreciar, estaba desolada. Ella compartía su decepción, había ansiado jugar El Juego. Pero también era la menor de los tres, había crecido desempeñando el rol de convidado de piedra de sus hermanos mayores. Y ahora David la había elegido para secundarlo. La oportunidad de formar un dúo a expensas de un tercero era irresistible. El afecto de David, su compañía, eran demasiado preciosos para rechazarlos.
Lanzó una mirada furtiva a Hannah. Luego le sonrió a David. Tomó el paquete que él sostenía y comenzó a desenvolver carámbanos de vidrio, y a alcanzárselos para que se los describiera a Robbie.
Hannah supo que había sido vencida. Mientras Emmeline exclamaba con cada objeto que extraían, ella se irguió -con la dignidad del derrotado- y salió de la habitación llevándose el arcón chino. David tuvo el decoro de mirarla avergonzado.
Cuando regresó, con las manos vacías, Emmeline le dijo:
– Hannah, es increíble, Robbie dice que nunca ha visto un querubín de Dresde.
Hannah caminó con el cuerpo rígido hacia la alfombra y se arrodilló. David se sentó al piano. Estiró los dedos a unos centímetros del teclado de marfil, los bajó lentamente hacia las teclas y con suaves escalas persuadió al instrumento para que volviera a la vida. Sólo cuando constató que tanto el piano como quienes lo escuchábamos estábamos serenos y confiados comenzó a tocar una pieza que, en mi opinión, es de las más hermosas que se hayan escrito jamás: el vals en do sostenido menor de Chopin.
Aun cuando ahora parece imposible, ese día en la biblioteca fue la primera vez que oí música, verdadera música. Tenía vagos recuerdos de mi madre cantándome cuando era muy pequeña, antes de que le doliera la espalda y dejara de hacerlo. Y del señor Connelly, que vivía enfrente: los viernes por la noche, cuando habiendo bebido de más en el pub agarraba su flauta y tocaba lacrimógenas canciones irlandesas. Pero nunca algo como aquello.
Apoyé la mejilla contra la barandilla y cerré los ojos, abandonándome a las gloriosas y emotivas notas. No puedo decir si verdaderamente era un buen pianista, ¿con quién podía compararlo? Pero para mí era perfecto, como todo en los buenos recuerdos.
Mientras la nota final seguía vibrando en el aire soleado, oí que Emmeline decía:
– Ahora déjame tocar algo, David. Esa música no es apropiada para la Navidad.
Abrí los ojos cuando ella comenzó a ejecutar con eficacia Adeste fideles. Tocaba bastante bien, la música era bonita, pero el encantamiento se había roto.
– ¿Sabes tocar? -preguntó Robbie mirando a Hannah, que estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo, llamativamente callada.
David rió.
– Hannah tiene muchas habilidades, pero el oído musical no está entre ellas. Aunque -añadió burlón-, quién sabe, después de todas las lecciones secretas que, según he oído, han estado recibiendo en el pueblo…
Hannah miró a Emmeline, que se encogió de hombros, arrepentida.
– Se me escapó.
– Prefiero las palabras -precisó fríamente Hannah, mientras desenvolvía un paquete de soldados de plomo y los acomodaba en su falda-. Son más apropiadas para expresar mis deseos.
– Robbie también escribe. Es un poeta condenadamente bueno. Este año el College Chronicle publicó algunos de sus poemas -comentó David, sosteniendo una esfera de cristal que descomponía los colores de la luz y lanzaba sus destellos en la alfombra-. ¿Cómo era aquel que me gustaba…, ese del templo que se derrumba?
La puerta se abrió en ese momento ahogando la respuesta de Robbie. Apareció Alfred, que traía en una bandeja pan de jengibre con forma de figuritas, frutas escarchadas y cucuruchos de papel llenos de nueces.
– Perdón, señorita -interrumpió Alfred, dejando la bandeja en la mesa de las bebidas-. La señora Townsend envía esto para ustedes.
– Oh, qué encanto -exclamó Emmeline, y sin terminar de tocar la canción se apresuró a devorar una ciruela escarchada.
Al girar hacia la puerta para retirarse, Alfred miró subrepticiamente hacia la estantería y se cruzó con mis indiscretos ojos. Esperó el momento en que los niños Hartford volvieron a prestar atención al árbol, se deslizó por detrás y trepó por la escalera hasta donde yo estaba.
– ¿Cómo te va con esto? -susurró, asomando la cabeza a través del peldaño.
– Bien -respondí. Había pasado tanto tiempo en silencio que mi propia voz me sonó extraña. Contemplé con cargo de conciencia el libro que estaba en mi regazo, el lugar vacío en el estante, los seis libros que lo precedían.
Él miró en la misma dirección y alzó sus cejas.
– Por suerte estoy aquí para ayudarte.
– Pero ¿el señor Hamilton no…?
– No creo que me eche de menos si falto durante media hora, más o menos -aseguró Alfred. Sonriendo, señaló el otro extremo del estante-. Comenzaré desde ese lado, podemos encontrarnos en el medio.
Asentí, con una mezcla de gratitud y recelo.
Alfred sacó un trapo del bolsillo de su chaqueta y un libro del estante. Se sentó en el suelo de la galería de la biblioteca. Yo lo observaba. Parecía ensimismado en su tarea: metódicamente giraba el libro para limpiar el polvo de todas sus caras, lo devolvía al estante y tomaba el siguiente. Allí sentado con las piernas cruzadas, concentrado en su trabajo, con el cabello castaño -habitualmente tan prolijo- cayendo hacia adelante, balanceándose al ritmo de sus brazos, parecía un niño que por arte de magia había alcanzado el tamaño de un hombre adulto.
Alfred miró hacia un lado justo cuando yo giraba la cabeza y nuestras miradas se cruzaron. Su expresión hizo que me recorriera un escalofrío por la piel. A mi pesar, me sonrojé. ¿Creería que había estado espiándolo? ¿Seguía observándome? No me atreví a comprobarlo, ante la posibilidad de que él malinterpretara mi actitud. No obstante, la piel se me erizaba al imaginar su mirada.
Desde hacía unos días siempre sucedía lo mismo: entre nosotros se creaba algo que me sentía incapaz de definir. La confianza que habitualmente existía entre nosotros se había evaporado, dando paso a la torpeza, a una confusa tendencia a los gestos equivocados y los malentendidos. Me preguntaba si se debía al episodio de la pluma. Tal vez me había visto en la calle, o peor aún, se había enterado de que fui yo quien le delató ante el señor Hamilton y los demás miembros del servicio.
Me dediqué a lustrar ampulosamente el libro que tenía en mi regazo y miré fijamente, a través de las rejas, hacia el nivel inferior. Tal vez si ignoraba a Alfred, la incomodidad pasaría tan inadvertida como el tiempo.
Cuando volví a observar a los niños Hartford, lo que ocurría entre ellos me resultó ajeno: como un espectador que se duerme durante una representación y al despertar descubre que el escenario ha cambiado y el diálogo ha seguido su curso, me concentré en sus voces, extrañas y remotas, flotando en la diáfana luz invernal.
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