– Lo hiciste bien, simulaste todo lo contrario. -Luego se dirigió a Emmeline y le acarició el cabello-. Afortunadamente no eres como los primos, Emme. Un corte espantoso como ése…
Emmeline no daba muestras de haberlo oído. La mirada que le dedicaba a Robbie era muy similar a la que Dudley le había dedicado a su árbol.
A sus pies, olvidado, el ángel de Navidad languidecía, con el rostro estoico, las alas rotas y el vestido dorado manchado de sangre.
The Times
25 de febrero de 1916
Un aeroplano para combatir los zepelines
La propuesta del Señor Hartford
(Crónica de nuestro corresponsal)
IPSWICH 24 de febrero
El señor Frederick Hartford, quien mañana ofrecerá una importante disertación sobre la defensa aérea de Gran Bretaña en el Parlamento, me confio hoy algunas de sus opiniones al respecto, en Ipswich, lugar donde se halla su fábrica de automóviles.
El señor Hartford hermano del mayor James Hartford e hijo de lord Herbert Hartford de Ashbury, cree que los ataques con zepelines pueden ser rechazados si se construye un nuevo tipo de aeroplano ligero y rápido de un solo tripulante, semejante al que a principios de este mes propuso el señor Louis Blériot en el Petit Journal.
Por ser muy liviano, este nuevo modelo podrá elevarse a gran velocidad. Estará equipado con metralletas y bombas, que podrán ser disparadas tan pronto se detecte un zepelin en vuelo, e incorporará reflectores. Este equipa-miento pesa menos que un pasajero.
El señor Hartford no apuesta por la construcción de zepelines por que, en su opinión son torpes y vulnerables. A propósito de esto último, por ejemplo, puede decirse que únicamente pueden actuar durante la noche.
Si el Parlamento da el visto bueno, el señor Hartford planea suspender temporalmente la fabricación de auto-móviles para dedicarse a los aviones ligeros.
Asimismo, mañana hablara en el Parlamento el empresario don Simion Luxton, igualmente interesado en el tema de la defensa aérea. El pasado año, el señor Luxton compro dos pequeñas fabricas de automóviles en Gran Bretaña y más recientemente adquirió una fábrica de aviones cerca de Cambridge. El señor Luxton ya ha comenzado a fabricar aviones de guerra.
El señor Hartford y el señor Luxton representan la antigua y la nueva imagen de Gran Bretaña. En tanto el linaje de los Ashbury puede rastrearse hasta épocas tan lejanas como el reinado de Enrique VII el señor Luxton es nieto de un minero de Yorkshire que fundo su propia empresa dirigiéndola con gran éxito. Esta casado con la señora Luxton, una ciudadana estadounidense heredera de la fortuna del emporio farmacéutico Stevenson.
7. Hasta que volvamos a vernos
Esa noche, en el ático, Myra y yo nos acurrucábamos en un desesperado intento por protegernos del aire gélido. El sol invernal había caído y un viento furioso se abatía sobre los vértices del tejado filtrándose entre las grietas de la pared.
– Dicen que nevará antes de fin de año -susurró Myra estirando su manta hasta el mentón-. Y debo decir que creo que así será.
– El ruido del viento parece el llanto de un bebé -apunté.
– No, se parece a todo menos a eso -precisó Myra.
Y esa noche fue cuando me contó la historia de los hijos del mayor y Jemina. Los dos niños cuya sangre se negó a coagular, que habían muerto uno tras otro y yacían en tumbas cercanas en el frío suelo del cementerio de Riverton.
El primero, Timmy, se había caído del caballo cuando paseaba junto a su padre por los terrenos de Riverton.
Había agonizado durante cuatro días con sus noches, hasta que su diminuta alma encontró descanso y su familia por fin dejó de llorar. Estaba blanco como el papel, toda su sangre acumulada en el hombro inflamado, ansiosa por escapar.
Recordé el libro del cuarto de los niños, con su bello lomo, donde estaba escrito el nombre de Timothy Hartford.
– Sus gritos fueron tan atronadores que no pudimos evitar oírlos -recordó Myra, girando el pie para dejar salir el aire frío-, pero nada comparado con los de ella.
– ¿Los de quien? -pregunté en voz baja.
– Los de su madre, Jemina. Comenzaron cuando se llevaron de aquí al pequeño y no cesaron durante una semana. Si hubieras oído ese lamento… Un dolor que haría encanecer el cabello. No comía, no bebía, su palidez llegó a igualar a la del pobre hijo muerto, Dios lo tenga en su gloria.
Temblé. Traté de hacer concordar esa descripción con la de la mujer poco agraciada y regordeta, que parecía demasiado vulgar para experimentar semejante sufrimiento.
– Dijiste hijos. ¿Qué ocurrió con los otros?
– Otro -aclaró Myra-. Adam. Vivió más que Timmy. Todos creíamos que se había salvado de la maldición. Pobre chico, no fue así. Lo habían protegido mucho más que a su hermano. Su madre no le permitía más actividad que leer en la biblioteca. No quería cometer dos veces el mismo error. -Myra suspiró y flexionó las rodillas, acercándolas al pecho para combatir el frío-. Pero no hay en este mundo una madre que pueda evitar que su hijo haga una travesura cuando se lo propone.
– ¿Cuál fue su travesura, la que le causó la muerte?
– No hizo más que subir las escaleras. Ocurrió en la casa del mayor en Buckinghamshire. Yo no lo vi, pero Sarah, la criada de la casa, estaba limpiando la sala y lo contempló con sus propios ojos. Contó que el niño estaba corriendo muy rápido, que tropezó y se resbaló. Nada más. Aparentemente no se había lastimado, porque pudo ponerse de pie y seguir andando. Pero esa noche su rodilla se hinchó como un melón maduro, tal como había ocurrido con el hombro de Timmy, y más tarde comenzó a llorar.
– ¿También agonizó durante días, como su hermano?
– No, no fue así con Adam -explicó Myra bajando la voz-. El pobre gritó agonizante casi toda la noche llamando a su madre, rogándole que lo librara del dolor. En la casa nadie pegó ojo esa noche, ni siquiera el señor Barker, el mozo de cuadra, que era medio sordo. Todos se quedaron en sus camas escuchando los gritos de dolor del niño. El mayor veló junto a su puerta toda la noche, demostró gran valentía y no derramó una sola lágrima.
Luego, justo antes de que amaneciera, según dijo Sarah, los gritos cesaron súbitamente y en la casa reinó un silencio mortal. Por la mañana, cuando ella le llevó al niño la bandeja con el desayuno, encontró a Jemina acostada en su cama. Tenía a su hijo en bazos, con el rostro tan sereno como el de un ángel, como si sólo estuviera dormido.
– ¿Gritaba, como la otra vez?
– No. Sarah dijo que se la veía casi tan serena como a su hijo. Tal vez porque el niño había dejado de sufrir. La noche había terminado y ella lo había visto partir a un lugar mejor, donde las dificultades y las penas ya no podrían acosarlo.
Consideré la situación que Myra había descrito. La súbita interrupción de los gritos del niño. El alivio de la madre.
– Myra -murmuré lentamente-, ¿no crees que…?
– Creo que fue una bendición que el niño muriera más rápidamente que su hermano, eso es lo que creo -me interrumpió Myra.
Nos quedamos en silencio, y por un instante pensé que Myra se había dormido. Pero su respiración no era profunda, por lo que creí que sólo simulaba dormir. Estiré mi manta hasta el cuello y cerré los ojos, tratando de no imaginar escenas con niños gimientes y madres desesperadas.
Ya estaba abandonándome al sueño cuando el susurro de mi compañera rasgó el aire helado.
– Ahora está esperando otro hijo. Nacerá en agosto. Debes multiplicar tus rezos, ¿me oyes? Especialmente ahora, en Navidad, cuando Dios está más cerca de nosotros. -Inesperadamente, Myra se había vuelto piadosa-. Debes rogar que esta vez traiga al mundo un niño saludable. Uno que no se desangre y muera a tan temprana edad -concluyó dándose vuelta y enrollándose en la manta.
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