Kate Morton - La Casa De Riverton

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Un suicidio inesperado marcará para siempre a los habitantes de Riverton Manor
En el verano de 1924 todo es felicidad en la mansión de Riverton Manor… hasta la noche de la fiesta. Toda la alta sociedad se está divirtiendo entre el glamour y la elegancia del paraje. Pero en medio de la noche se escucha un disparo. El joven poeta Robbie Hunter se ha quitado la vida a orillas del lago de la mansión. Las hermanas Hartford, Hannah y Emmeline, serán las únicas testigos y se convertirán además en las protagonistas de toda la prensa del momento.
Unas cuantas décadas después, en 1999, Grace Bradley, la que fuera en su día doncella en Riverton Manor, recibe la visita de una joven directora de cine que está preparando una película sobre el suicidio del poeta. Tras años de silencio y olvido, los fantasmas del pasado empiezan a aflorar; y un terrible secreto intenta abrirse paso, un secreto que Grace no ha podido borrar jamás de su memoria. Los recuerdos siguen vivos en esta novela llena de amor, celos, odios y rivalidades, recuerdos que se gestaron en un verano de los decadentes años veinte.

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El arcón que los tres custodiaban celosamente contenía todos los elementos necesarios para El Juego. Porque aunque les exigía correr, esconderse y batallar, el verdadero placer era otro. Regla número dos: todos los viajes, aventuras, exploraciones y avistamientos debían ser registrados. Los niños se metían apresuradamente dentro, exaltados ante el peligro, para registrar sus últimas aventuras en forma de mapas y diagramas, códigos y dibujos, piezas teatrales y libros.

Los libros eran miniaturas encuadernadas con hilo, la escritura era tan pequeña y apretada que había que mirarlos detenidamente para descifrarlos. Se titulaban: La huida de Koshei, el inmortal; El encuentro con Balam y su oso; El viaje a la tierra de los tratantes de blancas. Algunos estaban escritos en un código que yo no podía comprender, aunque si hubiera tenido tiempo de investigar, sin duda hubiera encontrado la clave, escrita en papel y guardada en el baúl.

El juego propiamente dicho era simple. En realidad, lo habían inventado Hannah y David, que por ser los mayores eran los instigadores de la aventura. Ellos decidían qué lugar era propicio para explorar. Los dos habían formado un gobierno con nueve consejeros, un ecléctico grupo de ilustres Victorianos mezclados con antiguos faraones egipcios. Nunca había más de nueve consejeros a la vez y si la historia proporcionaba una nueva figura demasiado atractiva para negarle la admisión, uno de los miembros originales debía morir o ser destituido. (La muerte siempre acontecía en cumplimiento del deber, y era solemnemente anunciada en uno de los minúsculos periódicos que se guardaban en el arcón).

Junto con los consejeros, cada uno representaba su propio papel. Hannah era Nefertiti y David se transformaba en Charles Darwin. Emmeline, que sólo tenía cuatro años cuando se establecieron las reglas, había elegido ser la reina Victoria. Una elección poco atractiva a juicio de sus hermanos, aunque comprensible teniendo en cuenta la corta edad de Emmeline, que, por cierto, no era el compañero de juegos más apropiado. No obstante, Victoria fue admitida en El Juego, generalmente en calidad de víctima de un secuestro que daba lugar a un peligroso rescate. Mientras Hannah y David escribían sus relatos, a Emmeline se le permitía decorar los diagramas y sombrear los mapas: azul para el océano, púrpura para las profundidades, verde y amarillo para la tierra.

En ocasiones David no estaba disponible. Si la lluvia amainaba durante una hora, se escurría para jugar a las canicas con los otros niños de la finca o se dedicaba a practicar en el piano. Entonces Hannah se aliaba con Emmeline. Las dos se escondían en el armario de la ropa de cama con una provisión de terrones de azúcar robados de la despensa de la señora Townsend e inventaban nombres especiales, en idiomas secretos, para describir al traidor que había huido. Pero por mucho que lo desearan, nunca jugaban El Juego sin David. No podían siquiera imaginarlo.

Regla número tres: los participantes no podían ser sino tres, ni más ni menos. Tres. Un número favorecido tanto por el arte como por la ciencia: tres son los colores primarios, los puntos necesarios para determinar la ubicación de un objeto en el espacio, las notas que forman un acorde. Tres son los vértices del triángulo, la primera figura geométrica: un hecho incontrovertible, dos puntos no pueden definir una superficie. Los vértices de un triángulo pueden moverse, pueden variar sus lealtades, la distancia entre dos de ellos puede disminuir a medida que se alejan del tercero, pero juntos siempre definen un triángulo. Autosuficiente, real, completo.

Aprendí las reglas de El Juego porque las leí. Escritas con letra prolija e infantil en un papel amarillento, oculto debajo de la tapa del arcón. Siempre las recordaré. Cada uno de ellos las había firmado: Por acuerdo general, este tercer día de abril de 1908, David Hartford, Hannah Hartford -y por fin, con una letra más grande y apretada- las iniciales E. H.

Para los niños las reglas eran algo serio y El Juego requería de un sentido del deber que los adultos no habrían comprendido. A menos, por supuesto, que se tratara de los sirvientes, cuyo conocimiento del deber era indiscutible.

De modo que eso era. Sólo un juego de niños. Y no el único al que jugaban. Finalmente crecieron, lo olvidaron, lo dejaron atrás. O eso pensaron. Cuando los conocí, estaba en sus últimos estertores. La Historia intervendría en él: la aventura real, las huidas de verdad, la adolescencia acechaba sonriente desde un rincón.

Tan sólo un juego de niños y sin embargo… ¿Lo que finalmente sucedió habría sido posible sin él?

Amaneció el día en que llegaban los invitados y se me otorgó permiso especial -con la condición de que hubiera completado mis tareas- para observarlos desde el balcón del primer piso. Al caer la noche, con la cara apretada entre dos barrotes de la balaustrada, esperé ansiosamente que los neumáticos de los automóviles hicieran crujir la grava de la entrada.

Las primeras en llegar fueron lady Clementine Boyle, una amiga de la familia con el esplendor y el brillo de la anterior reina, y la señorita Frances Dawkins, a la que todos llamaban Fanny: una joven flacucha y parlanchina, que había quedado a cargo de lady Clementine cuando sus padres murieron en el naufragio del Titanic y que, según se rumoreaba, con sus diecisiete años estaba enérgicamente dedicada a encontrar un marido. De acuerdo con las palabras de Myra, lady Violet deseaba fervientemente que Fanny formara pareja con su hijo viudo, el señor Frederick, aunque él era completamente indiferente al respecto.

El señor Hamilton las condujo al salón, donde lord y lady Ashbury los esperaban, y anunció su llegada con una elegante reverencia. Las observé sin ser vista mientras desaparecían en la habitación, lady Clementine en primer lugar, Fanny detrás. Me llamó la atención la bandeja de cócteles del señor Hamilton, donde las redondeadas copas de brandy se disputaban el espacio con las aflautadas copas de champán.

El señor Hamilton regresó al vestíbulo. Estaba estirando los puños de su traje -un gesto habitual en él- cuando llegaron el mayor y su esposa. Ella era una mujer de poca estatura, regordeta, con cabello castaño. En su rostro, si bien tenía un gesto amable, estaba grabado el dolor. Por supuesto, sólo retrospectivamente puedo describirla de esa manera, pero incluso en ese momento supuse que era víctima de alguna desgracia. Myra podía no estar dispuesta a divulgar el misterio de los hijos del mayor, pero mi joven imaginación, alimentada por novelas góticas, era terreno fértil para intuirlo. Además, por aquel entonces, los sutiles matices que intervenían en la atracción entre un hombre y una mujer eran algo ajeno a mí, y sólo podía atribuir a una tragedia que un hombre tan alto y apuesto como el mayor estuviera casado con una mujer tan fea. Imaginaba que alguna vez debió de ser encantadora, hasta que alguna terrible penuria se abatió sobre ella y le arrebató toda la belleza y juventud que había poseído.

El mayor, aún más adusto de lo que sugería su retrato, preguntó -como era su costumbre- por la salud del señor Hamilton, echó una mirada de amo y señor al vestíbulo y guió a Jemina hacia el salón. Antes de que desaparecieran detrás de la puerta, vi su mano tiernamente apoyada en la espalda de su esposa, un gesto que de alguna manera no armonizaba con su porte, y que jamás he olvidado.

Mis piernas ya estaban agarrotadas por estar en cuclillas cuando por fin oí que el automóvil del señor Frederick se acercaba por el sendero de grava. El señor Hamilton miró el reloj con un gesto de reprobación y luego abrió la puerta de entrada.

El señor Frederick era más bajo de lo que esperaba; ostensiblemente más bajo que su hermano. Pero no pude distinguir sus rasgos más allá de la montura de sus gafas. Porque aun cuando se había quitado el sombrero, se alisaba con la mano el cabello claro sin levantar la cabeza.

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