Hannah avanzó bordeando las paredes. La naturalidad con que Emmeline y sus amigos habían invadido la sala -su sala, después de todo- la había sorprendido tanto que no recordaba el motivo por el cual estaba allí. Mientras ella simulaba buscar algo en el escritorio, Harry se desplomó en el sofá.
– Basta, Emme, vas a matarme.
Emmeline también se dejó caer en el sofá, junto a él, y le rodeó los hombros con el brazo.
– Como quieras, Harry, pero si no aprendes los pasos, no esperes que baile contigo en la fiesta de Navidad. El shimmy es el ritmo de moda y pienso bailarlo toda la noche.
– Y toda la mañana -agregó la chica del vestido de chiffon.
Tenía razón, pensó Hannah. Cada vez era más frecuente que las veladas nocturnas de su hermana concluyeran en reuniones matutinas. No contenta con bailar toda la noche en el Berkley, ella y sus amigas habían adquirido el hábito de seguir la fiesta en casa de alguna de ellas. Los sirvientes comenzaban a murmurar. Unos días antes, mientras limpiaba el vestíbulo, la nueva criada había visto llegar a Emmeline a las seis de la mañana. Por fortuna, Teddy y Deborah lo ignoraban. Hannah se había asegurado de que así fuera.
– Jane afirma que esta vez Clarissa habla en serio -dijo la joven vestida de chiffon.
– ¿Realmente crees que seguirá adelante con esa idea? -preguntó Harry.
– Lo sabremos esta noche -contestó Emmeline-. Clarissa ha amenazado con cortarse el pelo desde hace meses. Sería una tontería, con esa estructura ósea; su cráneo va a parecer el de un sargento alemán -agregó riendo.
– ¿Llevarás ginebra?
– O vino. Da igual. Clarissa tiene pensado vaciar todas las botellas en la bañera para que la gente pueda llenar allí sus copas -le explicó Emmeline a Harry.
Una «fiesta de bebidas», pensó Hannah. Estaba al tanto de la existencia de esa clase de festejos. Teddy solía leerle los artículos del periódico mientras desayunaban. Y recordaba que al encontrar esa noticia había bajado el periódico meneando la cabeza en señal de desaprobación y había dicho:
– Escucha esto. Otro de esos festejos. Esta vez en Mayfair.
Dicho lo cual, le había leído el artículo, palabra por palabra, describiendo con sumo placer los nombres de los que se habían colado sin estar invitados, los adornos indecentes y las numerosas intervenciones de la policía. Teddy se preguntaba por qué las fiestas de los jóvenes ya no eran como las de su época, cuando en los bailes se ofrecía una cena, los sirvientes eran los encargados de llenar las copas de vino y las muchachas tenían su carné de baile.
Las palabras de Teddy la horrorizaron, sugerían que ella ya no se contaba entre los jóvenes. Y aunque sintió que Emmeline era una especie de sacrílega que danzaba sobre las tumbas de los difuntos, no se lo dijo.
Hannah hizo todo lo necesario para asegurarse de que Teddy no supiera que su hermana acudía a esa clase de fiestas, y menos aún, que las organizaba. Se volvió experta en inventar excusas sobre las actividades nocturnas de Emmeline.
Pero esa noche, cuando subía la escalera para dirigirse al estudio de Teddy, con la intención de darle una ingeniosa explicación, una verdad a medias, sobre la devoción de Emmeline por su amiga Clarissa, advirtió que su esposo no estaba solo. Las voces de Teddy y Deborah le llegaron a través de la puerta cerrada. Estaba a punto de irse, decidida a volver más tarde, cuando oyó el nombre de su padre. Entonces, conteniendo la respiración, se quedó para escuchar.
– Fuera cual fuera tu opinión sobre ese hombre, deberías sentir pena por él -señaló Teddy-. Murió de un ataque cerebral antes de cumplir cincuenta años.
– ¿Ataque cerebral? Yo diría que fue la bebida -replicó Deborah. Hannah escuchaba con los labios apretados-. Sin duda durante algún tiempo hizo todo lo posible por destruir su hígado. Lord Gifford me contó que uno de los sirvientes lo encontró cuando fue a llevarle el desayuno, hundido entre las almohadas, con una botella de whisky vacía a su lado. El lugar apestaba a alcohol, parecía una destilería.
Mentiras, pensó Hannah indignada.
– ¿Es cierto eso?
– Eso dice lord Gifford. Los sirvientes trataron de ocultarlo, pero él les recordó que como defensor de la familia necesitaba conocer los hechos para poder cumplir con su deber.
Hannah oyó el chorro del jerez vertiéndose en las copas y el entrechocar de los cristales.
– Todavía estaba vestido -murmuró maliciosamente Deborah-, la habitación era un caos, había papeles por todas partes. -Luego rió-. Esto te encantará: ¿sabes qué tenía sobre las rodillas?
– ¿Su testamento?
– Una fotografía. Una de esas fotografías antiguas y formales que solían hacerse a finales del siglo pasado, donde posaban la familia y los sirvientes.
Hannah advirtió que Deborah había enfatizado las últimas palabras, pero no pudo comprender el motivo. Sabía a qué tipo de fotografías se refería, aquellas que constituían un rito obligado para su abuela. No le parecía extraño que su padre, en los últimos tramos de su vida, encontrara consuelo observando los rostros de sus seres queridos.
– Lord Gifford tuvo dificultades en encontrar el testamento de Frederick -continuó Deborah.
– Supongo que finalmente lo encontró -se apresuró a decir Teddy-. Y que su contenido concuerda con lo previsto.
– Así es. Cumplió con lo prometido.
– Excelente.
– ¿Vas a vender esa propiedad?
Hannah oyó un ruido: Teddy se acomodó en su sillón antes de responder.
– No creo. Siempre he fantaseado con la idea de tener una casa en el campo.
– Podrías presentarte a un escaño por Saffron. Los campesinos tienen devoción por su amo.
Hannah contuvo el aliento. Se oyeron pasos. Después de un instante, Teddy declaró:
– ¡Por Dios, Dobby, eres un genio! Llamaré inmediatamente a lord Gifford. -Teddy parecía exultante. Desde el otro lado de la puerta se oyó como llamaba por teléfono-. Le pediré que consiga apoyo para mi candidatura.
Hannah se alejó de la puerta. Había oído suficiente.
Esa noche no habló con Teddy. Afortunadamente, Emmeline llegó a las dos de la madrugada, una hora relativamente decorosa. Hannah estaba en su cama, todavía despierta, cuando oyó que su hermana entraba en casa. Se dispuso a dormir, cerró los ojos y trató de no pensar en lo que había dicho Deborah acerca de su padre y la manera en que había muerto, acerca de su desdicha, su soledad, las tinieblas que lo acechaban. De no pensar en las cartas que intentó escribirle y nunca logró completar.
En la soledad del dormitorio que Deborah había decorado para ella, mientras oía los ronquidos de Teddy, que llegaban desde la habitación contigua, y los ruidos nocturnos de la ciudad que atravesaban su ventana, soñó con aguas tenebrosas, barcos abandonados flotando hacia playas desiertas mientras, a lo lejos, se oían sus sirenas solitarias.
II
Robbie regresó. No dio explicaciones acerca de los motivos de su ausencia. Sencillamente, se sentó en el sillón de Teddy, como si el tiempo no hubiera pasado, y le entregó a Hannah su primer volumen de poesía. Ella estuvo a punto de decirle que ya había comprado un ejemplar cuando él sacó otro libro del bolsillo de su abrigo. Era pequeño, con tapas de color verde.
– Para usted -declaró, extendiendo su brazo hacia ella.
Hannah sintió que sus latidos se aceleraban cuando vio el título: era el Ulises de Joyce, que estaba prohibido.
– Pero ¿dónde lo ha…?
– Un amigo en París.
Hannah recorrió con sus dedos la cubierta del Ulises. Conocía el tema de la novela: la agonizante relación física de un matrimonio. Había leído -en realidad, Teddy le había leído- las críticas publicadas en el periódico. Su esposo había dicho que se trataba de un libro indecente y ella había asentido, para manifestar su acuerdo. Lo cierto es que el tema le resultaba extrañamente conmovedor, pero podía adivinar cuál habría sido el comentario de Teddy si lo hubiera confesado. Probablemente la habría tomado por chiflada, obligándola a consultar con un médico. Tal vez tuviera razón.
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