– La honorable señorita Emmeline Hartford, una de las jóvenes más elegantes de la alta sociedad, fotografiada junto a un extraño y sombrío acompañante. Se dice que el misterioso personaje es el poeta R. S. Hunter. Algunas fuentes aseguran que la señorita Hartford ha comentado que no tardará en anunciar su compromiso.
Teddy dejó el diario sobre la mesa y comió un bocado de huevos revueltos.
– Muy astuta. No creí que Emmeline fuera capaz de guardar un secreto. Supongo que podría ser peor. Podría haber perdido la cabeza por ese Harry Bentley. -Teddy se limpió el bigote manchado de huevo-. Hablarás con él, ¿verdad? Asegúrate de que todo esté en orden. No quiero escándalos.
Esa noche, cuando Robbie fue a buscar a Emmeline, Hannah lo recibió como de costumbre. Conversaron un rato, como solían hacer, hasta que Hannah no pudo contenerse.
– Señor Hunter -comenzó, acercándose a la chimenea-, debo hacerle una pregunta. ¿Hay algo que quiera decirme?
Robbie volvió a sentarse y sonrió.
– Sí, pero ya lo he hecho.
– ¿Hay algún otro tema que desee comentarme?
La sonrisa de Robbie se desvaneció.
– Creo que no.
– ¿Desea preguntarme algo?
– Si me dice en qué está pensando, tal vez.
Hannah suspiró. Tomó el periódico que estaba en el escritorio y se lo entregó.
El lo hojeó rápidamente y se lo devolvió.
– ¿Y?
– Señor Hunter -dijo Hannah en voz baja. No quería que los sirvientes la oyeran, tal vez estuvieran en el vestíbulo-, yo soy la tutora de mi hermana. Si usted desea comprometerse con ella, sería muy cortés de su parte que conversara primero conmigo sobre sus intenciones.
Robbie sonrió, pero advirtió que para Hannah la situación no era divertida y recuperó su expresión seria.
– Lo tengo presente, señora Luxton.
– ¿Y bien, señor Hunter?
– ¿Perdón, señora Luxton?
– ¿Hay algo que quiera pedirme?
– No -respondió Robbie riendo-. No tengo intención de casarme con Emmeline. Jamás. Pero le agradezco que lo haya preguntado.
– Oh -se limitó a decir Hannah-. ¿Emmeline lo sabe?
Robbie se encogió de hombros.
– No hay razón alguna para que ella imagine otra cosa. No le he dado motivos.
– Mi hermana es una romántica. Tiene mucha facilidad para establecer vínculos.
– Entonces tendrá que deshacerlos.
En ese momento Hannah sintió compasión por Emmeline, pero también experimentó otra sensación. Se odió a sí misma cuando comprendió que era alivio.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Robbie. Sin que ella hubiera advertido sus movimientos, lo tenía muy cerca.
– Me preocupa Emmeline -confesó Hannah, dando un paso hacia atrás-. Ella cree que sus sentimientos son más profundos.
– ¿Qué puedo hacer? Ya le he dicho que no es así.
– Debe dejar de verla -sugirió serenamente Hannah-. Dígale que no le interesan esas fiestas. Seguramente no le costará demasiado. Usted mismo me ha dicho que le aburre conversar con sus amistades.
– Así es.
– En ese caso, si no siente nada por Emmeline, sea honesto con ella. Por favor, señor Hunter. Termine con esa relación. De otro modo, ella resultará herida y no puedo permitirlo.
Robbie miró a Hannah. Alargó un brazo y, muy suavemente, ordenó un mechón de su cabello que se había soltado. Ella se quedó petrificada, sin tener conciencia de nada. Sólo podía ver sus ojos oscuros, pensar en la tibieza de su piel, la suavidad de sus labios.
– Lo haré. Inmediatamente. -Robbie estaba cada vez más cerca. Hannah podía percibir el ritmo de su respiración-. Pero entonces ¿cómo haré para verla a usted? -inquirió suavemente.
Después de esa conversación las cosas cambiaron. Por supuesto. Tenían que cambiar. Lo implícito se había vuelto explícito. Hannah comenzaba a salir de las tinieblas. Se estaba enamorando de Robbie, aunque al principio no lo comprendía. Le parecía imposible, pero nunca había estado enamorada, no tenía con qué comparar ese sentimiento. Se había sentido atraída por algunos hombres, había sentido esa súbita, inexplicable excitación que una vez le despertara Teddy. Pero encontrar atractivo a un hombre y disfrutar de su compañía no era lo mismo que estar irremediablemente enamorada.
Los encuentros ocasionales que ella tan ansiosamente esperaba, los breves diálogos con Robbie cuando él iba a buscar a Emmeline ya no eran suficientes. Hannah deseaba verlo en otro lugar, a solas, donde pudieran hablar libremente. Donde no existiera siempre la posibilidad de que otra persona interrumpiera su compañía.
La oportunidad surgió una tarde, a principios de 1923. Teddy estaba en los Estados Unidos, en un viaje de negocios, Deborah pasaba el fin de semana en el campo y Emmeline había salido con sus amigos. Iría a escuchar un recital de poesía de Robbie. Hannah tomó una decisión.
Cenó a solas en el comedor, después se sentó en la sala de estar, tomó su café y se retiró a su habitación. Cuando fui a ponerle su camisón, estaba en el baño, sentada en el borde de la tina. Llevaba puesta una delicada enagua de satén que Teddy le había traído de uno de sus viajes al continente y tenía un objeto de color negro en la mano.
– ¿Le gustaría darse un baño, señora? -pregunté. Si bien no era lo habitual, tampoco era extraordinario que se bañara después de la cena.
– No -contestó.
– ¿Le traigo su camisón?
– No -volvió a decir-. No voy a acostarme, Grace, voy a salir.
Su respuesta me confundió.
– ¿Cómo dice, señora?
– Que voy a salir. Necesito tu ayuda.
Hannah no quería que los otros sirvientes se enteraran. Me explicó con toda naturalidad que eran espías de Deborah y que no deseaba que su esposo y su cuñada, ni tampoco Emmeline, estuvieran al tanto de que ella había salido. Debían creer que se había quedado en casa.
Me preocupó que saliera sola de noche, y que le ocultara algo así a Teddy, y peor aún, a Deborah. Y me pregunté adonde iría, y si se atrevería a decírmelo. A pesar de todo, acepté ayudarla. Por supuesto. Me lo había pedido.
No hablamos mientras la ayudé a ponerse el vestido que ya había elegido: seda celeste, el escote bordeado con flecos que le rozaban los hombros desnudos. Hannah se sentó frente al espejo y observó cómo le sujetaba el cabello mientras jugueteaba con la cadena de su relicario y se mordía el labio. Después me alcanzó una peluca de cabello negro y corto que Emmeline había usado unos meses antes para un baile de disfraces. Me sorprendió, no solía usar pelucas. En cuanto la tuvo puesta retrocedí para mirarla. Era otra persona, se parecía a Louise Brooks.
Entonces tomó un frasco de perfume Chanel número 5 -otro de los regalos que Teddy le había traído de París el año anterior-, pero cambió de idea. Dejó el perfume en su lugar y se miró en el espejo. Fue entonces cuando vi el pedazo de papel sobre su tocador. «Recital de Robbie, El gato callejero, Soho, sábado, 10 de la noche». Nuestras miradas se encontraron en el espejo. Ella tomó el papel, lo metió en su bolso y lo cerró. ¿Cómo no lo había adivinado? ¿Qué otra persona podía ser motivo de tanta precaución, de tanto nerviosismo, de tanta excitación?
Me adelanté para asegurarme de que los sirvientes estuvieran abajo. Luego le dije al señor Boyle que había visto una mancha en el cristal de la ventana del vestíbulo. No era cierto, pero no podía correr el riesgo de que algún miembro del servicio oyera que la puerta de entrada se abría sin motivo.
Volví a subir y le hice una seña a Hannah, que estaba en uno de los descansillos de la escalera. Abrí la puerta y ella salió. Se volvió hacia mí y me sonrió.
– Tenga cuidado, señorita -pedí, acallando mis malos presentimientos.
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