– ¡Con lo bonito que es enamorarte de joven! -opina la señora Mir con la voz algo quebrada-. Te veo a veces en el bar, siempre solito, y francamente, me impresiona muchísimo esta afición tuya por los libros… Es algo muy bonito, de verdad. Sentado allí toda la tarde, sin levantar la vista y pasando página tras página, ¡qué mérito tiene eso! ¡Qué bonita esta afición en un chico tan joven, ¿verdad?! Yo me compré una novela de Vargas Vila que se llama… Aura o las violetas , no sé si la conoces, es una novela muy fuerte, muy dramática, la compré para Violeta por el título, pero aún no se la he dejado leer, es demasiado joven. -Nuevo suspiro, a saber, piensa él, si debido al esfuerzo continuado de sus taimadas manos o a otra cosa-. Y antes de que se me olvide, sólo por curiosidad… ¿Has oído de alguien que por un casual se lo haya encontrado últimamente por ahí, por el Carmelo o por el Guinardó…? Al señor Alonso, me refiero. A lo mejor, querido niño, si tú acertaras, y no digo que te obligues a ello, desde luego, ni que sea indispensable, pero si tú acertaras un día a verle y quisieras venir corriendo a decírmelo… O si supieras de alguien que le ha visto. Hace tiempo me dijeron que vivía por allí, por donde hubo las baterías antiaéreas del Carmelo, pero él lo negaba… ¿Tú crees que es normal que este hombre nunca me dijera dónde vive?
Más gotas de sudor cayendo sobre su espalda, una tras otra, espaciadas, densas y cálidas, fundiéndose al instante bajo las manos vigorosas que esparcen el linimento.
– ¡Qué bien que vengas a La Lealtad! Tus amigos del Rosales andarán también por allí, armando jarana, pero no les hagas caso… Por cierto, ¿sigues yendo de excursión a la Montaña Pelada con ellos?-pregunta con un deje melancólico-. ¿No habéis vuelto a por moras a Can Xirot, o al Turó de la Rovira…? Ya no, claro, ya sois mayorcitos. Ahora vas tú solo, a leer, a estudiar, a pensar en tus cosas. Mejor, más tranquilo. Se está tan bien allá arriba, ¿verdad?, al ladito mismo del parque Güell, es tan bonita la vista… ¡Mecachis en la mar serena, cariño, ¿sabes qué se me acaba de ocurrir?! Que un día podríamos ir con Violeta a merendar, los tres juntos, ¿no te gustaría? Te has hecho mayor, criatura, ya eres un hombre, ¡hasta tienes un poco de bigote…! ¿Sabes?, si yo fuera un hombre me dejaría bigote. Ah, y antes de que se me olvide quería pedirte una cosa… ¡Bueno, pensarás ya vale, ya está bien de pedirme cosas esta señora tan pesada, ¿no?! Pero no tengo a quién pedírselo… ¿Serías tan amable de traerme un poco de romero y de hinojo, cuando subas a la Montaña Pelada? Yo voy de vez en cuando, pero es que la subida ya me fatiga mucho, y mi herbario casero se está quedando en nada… El orégano ya ha florecido. Y mira, de pasada, si yendo por allí, o por Can Xirot, vieras por casualidad al señor Alonso paseando, como solía hacer antes, ¿querrás decirle que tengo que darle una noticia importante…? Su pie necesita cuidados, ¿sabes?
Él asiente, hundiéndose cada vez más no sabe dónde y sin capacidad de reacción. Nota las fuertes manos agarrar los tendones alrededor del cuello y tratarlos como si quisiera darles la vuelta, retorcerlos y cambiarlos de sitio, y ahora los dedos se le antojan armados con dedales metálicos. Enseguida ella se sitúa en la cabecera de la camilla, volcada sobre la espalda, restregando una y otra vez las manos desde los hombros hasta las nalgas, por lo que ahora la cabeza de Ringo, que sobresale un poco del borde de la camilla, recibe los suaves embates del regazo, y una generosa y cálida benevolencia, acumulada allí, en las turgentes formas que oculta la bata, acoge a su abrumada frente.
– Si te hago daño me lo dices, cariño -la oye ronronear, mientras nuevas gotas de sudor salpican puntualmente su piel en la nuca, en los omoplatos, en el canalillo del espinazo-. Una antigua lesión, jugando al fútbol, una fractura muy puñetera. Tiene mala circulación y sufre dolores de día y de noche, ¿sabes?, y necesita cuidados, muchos cuidados. -Su voz gruesa y conmovida resuena en la oquedad de la garganta de un modo que a él le parece impúdico-. ¡Ay, cómo le gustaban las friegas en ese pie, al muy sinvergüenza! ¡Si supieras, hijo! La pobre señora Paytubí tiene unos pies grandes y deformes, con unos callos horribles, siempre me pide fricciones bien fuertes, y mira, la pobre mujer está cargada de puñetas y es una cascarrabias insufrible, pero la soporto sólo por eso, porque esos pies de futbolista tan grandotes y feos que tiene… me… me parecen los… me recuerdan…
Una efusión excesivamente húmeda de la piel, como si las manos se hubieran calentado de repente, y un estremecimiento al intuir lo que ocurre. No son gotas de sudor lo que cae sobre su espalda, pues claro que no. Lleva un buen rato gimoteando y tú sin enterarte, tanto se parecen sus jeremiadas y su risita. Músculos y tendones se contraen bajo las manos ahora sin fuerza, flojas, casi inertes aunque siguen moviéndose con una persistencia maniática, mientras una tras otra las lágrimas caen sobre la piel, cada vez más abundantes y calientes, y se dejan oír los primeros sollozos, todavía muy contenidos. ¿Cuándo empezó esta monserga, en qué momento las lágrimas sustituyeron las gotas de sudor? ¿O nunca hubo sudor y fueron lágrimas desde el primer momento, liberadas sigilosamente, camufladas bajo el parloteo para ser inmediatamente mezcladas con la esencia de trementina o cualquier otro mejunje sobre la espalda? Él no quiere abrir los ojos y mantiene la boca pegada al cojín, hasta que nota las ardorosas manos resbalando extraviadas desde los hombros hasta los dorsales, y luego, temblorosas como bestezuelas heridas, abandonar la espalda para coger su pie izquierdo, descalzo, rígido y frío de pronto, sin sangre, y empezar a tratarlo con los pulgares presionando fuertemente la planta y masajeando el empeine y los dedos, uno por uno. Aturdido por la sorpresa, habiendo ya entregado el pie sin la menor resistencia, hundida totalmente la cara y la conciencia en el machacado cojín y llegándole los sofocados sollozos como desde otro mundo, se pregunta qué hacer ahora, si no sería conveniente llamar a Violeta. Las manos tratan el pie con una vengativa mezcla de brutalidad y posesión, de maltrato y caricias, estrujándolo y retorciéndolo tan insistentemente y con tanta energía que acaba por causarle un dolor insoportable. Durante un rato se niega a admitir que la señora Mir pueda estar enganchada a un pie de ese modo tan posesivo y enfermizo y prefiere pensar que está haciendo su trabajo a su manera y que él debe aguantarse; que hay tal vez una conexión real entre los nervios del pie y los de la espalda dolorida, tanto para este pie como para el pie enfermo del señor Alonso, pero enseguida, ante una nueva y brusca torcedura, esta vez como si las manos quisieran de verdad hacerle daño, encoge la pierna y se dispone a protestar, y justo en ese momento un grito sofocado y el estrépito de un cristal rompiéndose contra el suelo le hace levantar bruscamente la cabeza y abrir los ojos.
La ve echada a los pies de la camilla, de lado y en posición fetal, toda ella un mar de lágrimas y tapándose los ojos con los puños igual que una niña enrabietada y desconsolada reclamando atención a su desdicha, a ese merengue amoroso que constituye su vida, a toda esa pringue romántica, arraigada y persistente como la sarna, que constituye su vida. Tiene un hilo de sangre en la rodilla y él la está mirando sin saber qué hacer, sin bajarse aún de la camilla, cuando la puerta de la galería se abre de golpe y Violeta entra en tromba. Evitando pisar los afilados cristales, se agacha sobre su madre, y, sin preguntar qué ha pasado, sin dedicarle una palabra de consuelo ni pedirle que deje de llorar, rápidamente la ayuda a levantarse. Dedica a Ringo una severa mirada.
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