Julian Barnes - Arthur & George

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En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo.
George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época.
El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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»No. No lo creemos. Yo iría más lejos. Insinuaría que si un hombre de salud normal se ve privado continuamente de satisfacción sexual, por la razón que sea y en cualesquiera circunstancias, puede (sólo digo que puede, no soy más categórico), puede verse afectada su estructura mental. Creo que es lo que le sucedió a Edalji. Se vio encerrado en una jaula terrible, con barrotes de hierro. ¿Cuándo escaparía? ¿Cuándo llegaría a conocer alguna consumación sexual? En mi opinión, un período continuado de frustración sexual, año tras año tras año, puede empezar a enloquecer a un hombre, Doyle. Puede inducirle a adorar a extraños dioses y ejecutar extraños ritos.

No hubo respuesta de su famoso invitado. De hecho, Doyle parecía tener la cara bastante morada. Quizá fuese el efecto del brandy. Quizá a pesar de sus aires mundanos era un mojigato. O quizá -y esto parecía lo más probable- vio la fuerza abrumadora del argumento expuesto en su contra. En todo caso, tenía la mirada concentrada en el cenicero mientras aplastaba el cabo perfectamente fumable de un habano muy decente. Anson aguardó, pero su huésped había desviado la mirada hacia el fuego, incapaz de contestar o sin ganas de hacerlo. Bueno, aquello parecía el fin de la velada. Habría que ocuparse de asuntos más prácticos.

– Espero que duerma como un lirón esta noche, Doyle. Pero le prevengo de que algunos creen que Green Hall está embrujado.

– No me diga -fue la respuesta.

Pero Anson comprendió que la mente de Doyle estaba lejos.

– Se supone que hay un jinete sin cabeza. Además, se oye el crujido de ruedas de un carruaje sobre la grava del camino, pero no hay carruaje. Y también el tañido de campanas misteriosas, pero nunca las han encontrado. Paparruchas, claro, paparruchas. -Anson se percató de que se sentía muy contento-. Pero dudo de que sea vulnerable a fantasmas, zombis y poltergeists.

– Los espíritus de los muertos no me asustan -dijo Doyle con una voz cansada y monótona-. En realidad, les doy la bienvenida.

– El desayuno es a las ocho, si le parece bien.

Cuando Doyle se retiró, con un semblante de derrota, en opinión de Anson, el capitán arrojó al fuego las colillas y las vio arder brevemente. Cuando se acostó, Blanche seguía despierta, releyendo a Braddon. En el vestidor contiguo, su marido lanzó la chaqueta sobre el colgador y le gritó:

– ¡Sherlock Holmes boquiabierto! ¡Scotland Yard resuelve el misterio!

– George, no vociferes así.

El capitán Anson se acercó de puntillas, con su bata trenzada y una amplia sonrisa en la cara.

– No me importa que el gran detective esté agachado y con la oreja pegada a la cerradura. Esta noche le he enseñado un par de cosas sobre el mundo real.

Pocas veces Blanche Anson había visto a su marido tan exaltado, y decidió confiscar durante el resto de la semana la llave de la vitrina con los licores.

Arthur

La furia de Arthur había ido en aumento desde que se cerró tras él la puerta de Green Hall. El primer tramo del viaje de vuelta a Hindhead hizo poco por aliviarla. La línea de Walsall, Cannock y Rugeley del ferrocarril de Londres al norte y al oeste supuso una serie de provocaciones constantes: desde Stafford, donde George fue condenado, pasando por Rugeley, donde fue a la escuela; Hednesford, donde se suponía que había amenazado al sargento Robinson con pegarle un tiro en la cabeza; Cannock, donde aquellos estúpidos jueces decidieron enjuiciarle; Wyrley y Churchbridge, donde todo empezó, y después, por los campos donde pastaba el que podría ser el ganado de Blewitt, hasta Birmingham, donde George había sido detenido. Cada estación del recorrido tenía su mensaje, el mismo mensaje escrito por Anson: yo y los míos somos los dueños de la tierra en esta comarca, y de la gente y de la justicia.

Jean nunca había visto a Arthur de tan mal genio. Es media tarde y golpea el servicio del té mientras refiere su historia.

– ¿Y sabes qué más dijo? Se atrevió a afirmar que no sería muy beneficioso para mi reputación que mis… conjeturas de aficionado se divulgasen. No me han tratado con tanto paternalismo desde que era un médico pobretón en Southsea y traté de convencer a un paciente rico de que estaba perfectamente sano cuando él insistía en que se encontraba a las puertas de la muerte.

– ¿Y qué hiciste? En Southsea, me refiero.

– ¿Qué hice? Le repetí que estaba rebosante de salud y me contestó que no pagaba a un médico para que le dijera eso, y entonces le dije que buscara a otro especialista que le diagnosticase la dolencia que a él le pareciera conveniente.

Jean se ríe de la escena, pero tiñe su hilaridad la pena ligera de no haber estado presente, de que nunca hubiera podido presenciarla. Es cierto que el futuro se extiende ante ellos, pero de pronto lamenta no haber poseído asimismo un poco del pasado.

– ¿Y qué vas a hacer?

– Sé exactamente lo que voy a hacer. Anson piensa que he redactado este informe con la intención de mandarlo al Ministerio del Interior, donde criará polvo y del que hablarán de pasada en alguna revisión interna que quizá vea por fin la luz del día cuando todos hayamos muerto. No pienso jugar esa partida. Publicaré mis descubrimientos con la mayor difusión posible. Lo he pensado en el tren. Ofreceré el informe al Daily Telegraph, que creo que lo publicará bien contento. Pero haré algo más. Les pediré que lo encabecen con la leyenda «Sin derechos de autor», para que otros periódicos, y en especial los del Midland, puedan reproducirlo in extenso y gratis.

– Maravilloso. Y muy generoso.

– Eso no hace al caso. Se trata de buscar lo más eficaz. Y, además, ahora expondré la posición, clara como el día, del capitán Anson sobre el caso, su participación partidista desde el principio. Si quiere mis «especulaciones de aficionado» sobre sus actividades, las tendrá. Que me denuncie por difamación, si quiere. Y puede que se encuentre con que su futuro profesional no sea el que se imagina cuando yo haya acabado con él.

– Arthur, si me permites…

– ¿Sí, querida?

– Quizá no sea aconsejable convertir esto en una venganza personal contra el capitán Anson.

– No veo por qué no. Él fue la fuente de gran parte del mal.

– Lo que quiero decir, querido Arthur, es que no debes permitir que el capitán Anson te distraiga de tu objetivo primordial. Porque en ese caso él sería el primero en alegrarse.

Arthur la mira con orgullo y con placer. No es sólo una sugerencia valiosa, sino, por añadidura, inteligente.

– Tienes toda la razón. No fustigaré a Anson más de lo que sea necesario para los intereses de George. Pero tampoco quedará impune. Y la segunda parte de mi investigación pondrá en ridículo a él y a toda su policía. La identidad del culpable se está volviendo más clara, y si consigo demostrar que Anson lo tuvo delante de las narices desde el principio del caso, y que no hizo nada, ¿qué alternativa le quedará sino dimitir? Cuando haya terminado con este asunto haré que reorganicen de arriba abajo la policía de Staffordshire. ¡Avante a toda máquina!

Ve sonreír a Jean y su sonrisa le parece a la vez admirativa y benévola, una combinación poderosa.

– Y a propósito, querida. Creo que deberíamos fijar una fecha para la boda. De lo contrario la gente podría tomarte por una desaprensiva.

– ¿A mí, Arthur? ¿A mí?

Él se ríe y alarga la mano para coger la de ella. A toda máquina, piensa, porque si no podría explotar toda la sala de calderas.

De regreso a Undershaw, Arthur tomó la pluma y puso a Anson en su sitio. Aquella carta al vicario. -«Y confío en obtener una pena de trabajos forzados para el delincuente»-: ¿alguna vez se había visto un prejuicio tan flagrante por parte de un oficial responsable? Arthur sintió que le crecía la indignación conforme iba copiando las palabras; sintió también la frialdad del consejo de Jean. Debía hacer lo que fuese más eficaz para George; debía evitar la calumnia; debía dictar un veredicto definitivo sobre Anson. Hacía mucho tiempo que no le habían tratado con tanta condescendencia. Bueno, Anson iba a descubrir qué se sentía.

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