Ahora [empezó] no me cabe duda de que el capitán Anson fue muy sincero en su ojeriza por George Edalji, y de que no era consciente de su propio prejuicio. Sería necio pensar otra cosa. Pero los hombres en su posición no tienen derecho a semejantes sentimientos. Ellos son muy poderosos, otros son muy débiles y las consecuencias son terroríficas. A medida que narro el curso de los hechos, esta inquina del jefe de la policía se fue infiltrando hasta impregnar a todos los hombres a su mando, y cuando detuvieron a George Edalji no le concedieron la justicia más elemental.
Antes del caso y durante el mismo, pero tampoco después: Anson había hecho gala de una arrogancia tan ilimitada como sus prejuicios.
No sé qué informes posteriores del capitán Anson impidieron que se hiciera justicia en el Ministerio del Interior, pero si sé que, en vez de dejar tranquilo al hombre caído, después de su condena no se escatimaron esfuerzos para mancillar su figura, así como la de su padre, con el fin de ahuyentar a cualquiera que pudiera interesarse en investigar el caso. Cuando el señor Yelverton lo asumió, recibió una carta, firmada por el capitán Anson y fechada el 8 de noviembre de 1903, que decía: «Justo es decirle que descubrirá que es una pérdida de tiempo intentar probar que, debido a su situación y supuesto buen carácter, George Edalji no pudo haber sido el autor de cartas vejatorias y abominables. Su padre conoce tan bien como yo su propensión a redactar textos anónimos, y algunas otras personas tienen un conocimiento personal a este respecto».
Ahora bien, tanto Edalji como su padre declaran bajo juramento que el primero no ha escrito una carta anónima en toda su vida, y al solicitar el señor Yelverton el nombre de esas «otras personas», no recibió respuesta. Piénsese que esta carta fue escrita inmediatamente después de la sentencia, y que tenía por finalidad cortar de raíz toda campaña en pro de la clemencia. Es, desde luego, algo parecido al acto de patear a un hombre caído en el suelo.
«Si esto no hunde a Anson -pensó Arthur-, nada lo hará.» Imaginó editoriales de prensa, preguntas en el Parlamento, una declaración muy comedida del Ministerio del Interior y quizá una prolongada gira por el extranjero hasta que al jefe de la policía le encontraran un trabajo cómodo pero lejano. El destino adecuado sería las Antillas. Sería triste para la señora Anson, que a Arthur le había parecido una comensal enjundiosa. Pero sin duda sobreviviría a la justa humillación de su marido mejor de lo que la madre de George había podido sobrellevar la humillación inicua de su hijo.
El Daily Telegraph publicó la crónica de Arthur en dos artículos, el 11 y el 12 de enero. El periódico compuso muy bien las páginas y los cajistas hicieron un buen trabajo. Arthur releyó todo el texto hasta el retumbante epílogo:
Nos han cerrado la puerta en las narices. Ahora apelamos al último tribunal de todos, uno que no yerra cuando se le exponen los hechos limpios y escuetos, y preguntamos al público de Gran Bretaña si esto puede quedar así.
La reacción a los artículos fue formidable. El joven repartidor de telegramas pronto se habría aprendido el trayecto a Undershaw con los ojos vendados. Barrie, Meredith y otros escritores respaldaron a Arthur. En el correo de los lectores del Telegraph ardía el debate sobre la miopía de George y la negligencia de la defensa por no haberla alegado. La madre de George añadió su testimonio:
Siempre le hablé al abogado defensor contratado de la pésima vista que tenía mi hijo desde pequeño. Al momento pensé que sería una prueba suficiente, de no haber habido otras, de que no habría podido ir de noche al campo, por una «carretera» supuesta que ni siquiera habría podido utilizar gente con buena vista. Le di tantas vueltas a esto que me quedé consternada de que no me dieran la ocasión de hablar en mi testimonio de su miopía. Me dieron muy poco tiempo y me figuro que la gente ya estaba cansada del caso… La visión de mi hijo era tan defectuosa que se acercaba muchísimo al papel cuando escribía, y sostenía un libro o una hoja muy cerca de los ojos, y cuando salía a pasear le costaba reconocer a la gente. Cuando me citaba con él en algún sitio, era yo la que tenía que buscarle, no él a mí.
Otras cartas exigían una búsqueda de Elizabeth Foster, diseccionaban la figura del capitán Anson y se extendían sobre la abundancia de bandas en Staffordshire. Un corresponsal explicó la facilidad con que los pelos de caballo se desprendían del forro de un abrigo. Había cartas de uno de los pasajeros que viajaban con George en el tren de Wyrley, de «un espectador del noroeste de Hampstead» y de «un amigo de los parsis». Aroon Chunder, doctor en medicina (Cantabrigian), deseaba puntualizar que la mutilación de ganado era un acto ajeno por completo a la idiosincrasia oriental. Chowry Muthu, también médico, de New Cavendish Street, recordaba a los lectores que toda la India estaba observando el caso y que el nombre y el honor de Inglaterra estaban en juego.
Tres días después de la publicación del segundo artículo en el Telegraph, Arthur y Yelverton fueron recibidos en el Ministerio del Interior por los señores Gladstone, sir Mackenzie Chambers y Blackwell. Se acordó que la entrevista tendría carácter privado. La conversación duró una hora. Después, sir Arthur Conan Doyle declaró que a él y el señor Yelverton les habían dispensado una «acogida cortés y comprensiva», y que «confiaba» en que el ministerio hiciera todo lo posible por esclarecer el asunto.
La renuncia a los derechos de autor contribuyó a difundir la crónica no sólo en los Midlands, sino en todo el mundo. La agencia de recortes de prensa de Arthur estaba sobrecargada, y se acostumbró a ver repetido un titular, que le enseñó el mismo verbo en muchas lenguas distintas: SHERLOCK HOLMES INVESTIGA. Cada correo traía expresiones de apoyo, así como alguna que otra disensión. Hubo propuestas fantásticas para la resolución del caso. Por ejemplo, que la persecución de los Edalji la habían llevado a cabo otros parsis como castigo por la apostasía de Shapurji. Y, por supuesto, hubo otra carta escrita con una letra que para entonces se había vuelto muy conocida:
Sé por un detective de Scotland Yard que si le escribes a Gladstone y le dices que crees que Edalji es culpable después de todo te nombrarán lord el año que viene. ¿No es mejor ser lord que arriesgarse a perder los riñones y el hígado? Piensa en todos los asesinatos macavros que se cometen ¿por qué entonces no te escapas?
Arthur advirtió la falta de ortografía, juzgó que tenía dominado a su hombre y pasó la página:
La prueba de lo que te digo es lo que escribió en los periódicos cuando le soltaron de la cárcel en vez de quedarse en casita con su papi y todos los negros y los judíos de cara amarilla. Nadie sabría copiar así su letra, estúpido ciego.
Una provocación tan grosera sólo servía para confirmar la necesidad de avanzar en todos los frentes. No cejaría en su esfuerzo. Mitchell escribió confirmando que Milton sí figuraba en el programa de estudios de la escuela Walsall durante el período que interesaba a sir Arthur; le rogaba, no obstante, que añadiera que el gran poeta se estudiaba en las escuelas de Staffordshire hasta donde alcanzaba a recordar el maestro más viejo, y que de hecho se seguía estudiando. Harry Charlesworth informaba de que había localizado a Fred Wynn, uno de los condiscípulos del hijo de Brookes, que actualmente era pintor de brocha gorda en Cheslyn Hay, y que le preguntaría por Speck. Tres días después llegó un telegrama redactado según una fórmula convenida: INVITADO COMER HEDNESFORD MARTES CHARLESWORTH STOP.
Harry Charlesworth se reunió con sir Arthur y Wood en la estación de Hednesford y les llevó a la taberna Rising Sun. En el salón les presentó a un joven larguirucho, con un cuello de celuloide y los puños deshilachados. Había algunas manchas blanquecinas en una manga de su chaqueta, pero Arthur consideró improbable que fuesen de saliva de caballo o incluso de pan y leche.
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