Julian Barnes - Arthur & George

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En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo.
George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época.
El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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– Connie, supón que se te muriera un ser querido. Y que después estableciera contacto contigo, te hablase y te dijera algo que sólo tú conocieras, un detalle íntimo que ningún tramposo pudiera haber descubierto.

– Arthur, creo que eso es otro puente que cruzaré si alguna vez llego a él.

– Connie, la inglesa Connie. Esperar para ver, esperar a ver lo que surge. Yo no. Yo estoy por actuar ya.

– Siempre has sido así, Arthur.

– Se reirán de nosotros. Es una gran causa, pero no será una guerra limpia. Da por sentado que se reirán de tu hermano. Pero no lo olvides: sólo necesitamos un caso. Un caso y todo queda demostrado. Más allá de toda duda razonable. Más allá de toda refutación científica. Piénsalo, Connie.

– Arthur, se te ha enfriado el té.

Y así, uno tras otro, los años se acumulan. Hace diez que Touie cayó enferma, seis que Arthur conoció a Jean. Hace once que Touie cayó enferma, siete que Arthur conoció a Jean. Hace doce que Touie cayó enferma, ocho que Arthur conoció a Jean. Touie sigue mostrándose alegre, no sufre dolores y Arthur está seguro de que ignora la benévola conspiración que la rodea. Jean vive aún en su apartamento, ejercita su voz, caza con perros, hace visitas con carabina a Undershaw y visita sola Masongill; no ceja en su empeño de que posee lo que necesita porque es todo lo que su corazón desea, y va dejando pasar uno tras otro los años fértiles para la maternidad. La madre de Arthur es la roca, la confidente, el soporte de su hijo. Quizá nada volverá a moverse hasta que un día la tensión le cause un ataque cardíaco y él explote y se muera. No hay salida, eso es lo espantoso de su situación; o, en todo caso, en cada puerta de salida hay un letrero que dice «Desdicha». En el Lasker's Chess Magazine lee que en el ajedrez existe una posición llamada Zungzwang, en la que el jugador no puede mover ninguna pieza en ninguna dirección y a ninguna casilla sin empeorar su estado, que es ya peligroso. La situación vital de Arthur es similar.

Por otra parte, la vida de sir Arthur, la que casi todo el mundo ve, es suntuosa. Caballero del reino, amigo del rey, campeón del Imperio y lugarteniente de Surrey. Un hombre continuamente reclamado. Un año le piden que actúe de juez en un concurso de forzudos organizado en el Albert Hall por el culturista Sandow. Arthur y el escultor Lawes son los dos jueces y Sandow es el árbitro. Ochenta concursantes, en tandas de diez, exhiben sus músculos ante una sala abarrotada. Ochenta pieles de leopardo a punto de reventar son reducidas a veinticuatro, a doce, a seis y, por último, a tres finalistas. Los tres son especímenes prodigiosos, pero uno es un poco bajo y otro un poco patoso, y otorgan el título, junto con una valiosa estatuilla de oro, a un hombre de Lancashire llamado Murray. Los jueces y alguna compañía selecta son después recompensados con una tardía cena con champán. Al salir a las calles a medianoche, sir Arthur ve que Murray camina delante de él con la estatuilla sujeta al desgaire debajo de un brazo poderoso. Sir Arthur le da alcance, le felicita de nuevo, se percata de que es un aldeano rústico y le pregunta dónde tiene intención de pasar la noche. Murray le confiesa que no tiene dinero, que sólo tiene el billete de vuelta a Blackburn y que piensa errar por las calles desiertas hasta que parta el tren de la mañana. Entonces Arthur lo lleva al hotel Morley y encomienda a los empleados que se ocupen de Murray. A la mañana siguiente se lo encuentra con el trofeo reluciente a su lado sobre la almohada y en la alegre compañía de criadas y camareros que le rinden una admiración sobrecogida. Parece el vivo retrato de un desenlace feliz, pero no es la imagen que se graba en la memoria de sir Arthur. Es la imagen de un hombre que camina solo; que ha ganado un gran premio y ha sido aclamado, un hombre con una estatuilla de oro debajo del brazo y ni un penique en el bolsillo, un hombre que se propone recorrer en soledad hasta el alba las calles alumbradas por farolas de gas.

Luego está la vida de Conan Doyle, que también se encuentra en plena forma. Es tan profesional y enérgico que no sufre durante más de uno o dos días los bloqueos que afligen a un escritor. Concibe una trama, se documenta, la planea y la escribe de un tirón. Tiene muy claras las responsabilidades de un autor: primero, ser inteligible; segundo, ser interesante, y tercero, ser inteligente. Conoce sus aptitudes y asimismo conoce que a la larga el lector es el rey. Por eso ha resucitado a Sherlock Holmes, le ha permitido huir de las cataratas Reichenbach gracias a su dominio de esotéricas llaves de lucha japonesa y a su habilidad para escalar paredes de pura roca. Si los norteamericanos insisten en ofrecerle cinco mil dólares por media docena de nuevos relatos -a cambio, tan sólo, de los derechos para Estados Unidos-, ¿qué otra cosa puede hacer el doctor Conan Doyle aparte de levantar las manos en señal de rendición y dejarse esposar con el detective a lo largo del futuro inmediato? Y el personaje le ha granjeado otras distinciones: la Universidad de Edimburgo ha nombrado a Conan Doyle doctor honoris causa en letras. Acaso nunca sea un gran hombre como Kipling, pero cuando desfiló a pie por su ciudad natal, se sintió a sus anchas con aquellas togas académicas; más a gusto, debe reconocer, que con la pintoresca indumentaria de lugarteniente de Surrey.

Y por fin hay una cuarta vida en la que no es Arthur ni sir Arthur ni el doctor Conan Doyle; la vida en que el nombre es intrascendente, como lo son también la riqueza, el rango, la ostentación exterior y la cubierta corporal: el mundo del espíritu. Crece en él la sensación de que ha nacido para otra cosa. No es fácil; nunca lo será. No es como afiliarse a una de las religiones instituidas. Es algo nuevo, peligroso y de suma importancia. Si abrazaras el hinduismo, la sociedad lo juzgaría más una excentricidad que un trastorno. Pero si estuvieras dispuesto a abrirte al mundo del espiritismo, también tendrías que prepararte para soportar las jocosidades y las paradojas superficiales con que la prensa engaña al público. Pero ¿qué son los burlones y los cínicos y los gacetilleros comparados con un Crookes, un Myers, un Lodge y un Alfred Russel Wallace?

La ciencia encabeza la marcha y acallará las burlas, como siempre ha hecho, pues ¿quién habría creído en las ondas de radio? ¿Quién en los rayos X? ¿Quién habría creído en el argón, el helio, el neón y el xenón, gases todos ellos descubiertos en los últimos años? Lo invisible y lo intangible, que están justo debajo de la superficie de lo real, justo debajo de la piel de las cosas, cada vez se vuelven más visibles y palpables. El planeta y sus cegatos habitantes por fin están aprendiendo a ver.

Por ejemplo, Crookes. ¿Qué dice Crookes? «Es increíble pero cierto.» El hombre cuyo trabajo en física y química es admirado por doquier a causa de su precisión y verdad. El hombre que descubrió el talio, que dedicó años a investigar las propiedades de los gases enrarecidos y las tierras raras. ¿Quién mejor para pronunciarse sobre este mundo igualmente enrarecido, este nuevo territorio inaccesible a las mentes más opacas y los espíritus limitados? Es increíble pero cierto.

Y un día Touie muere. Hace trece años que cayó enferma, nueve que Arthur conoció a Jean. En la primavera de 1906, Touie empieza a sumirse en un leve delirio. Sir Douglas Powell acude de inmediato al lecho de la enferma; más pálido, más calvo, pero sigue siendo el más distinguido mensajero de la muerte. Esta vez no hay posibilidad de aplazamiento y Arthur debe prepararse para lo vaticinado hace largo tiempo. La vigilia comienza. El estrepitoso monorraíl de Undershaw es silenciado, está prohibido el uso del campo de tiro, retiran la red de la pista de tenis hasta la temporada próxima. Touie sigue sin sufrir dolores y tiene la mente despejada a medida que cambian en su cuarto las flores de la primavera por las de verano. Gradualmente se desliza hacia períodos de delirio más largos. El tubérculo ha alcanzado el cerebro; una parálisis parcial afecta al costado izquierdo y la mitad de la cara de Touie. La imitación de Cristo descansa cerrado; la presencia de Arthur es constante.

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