– Porque pienso que es fraudulento.
– Tienes razón -contesta él, para sorpresa de Connie-. Lo es, en gran parte. Los falsos profetas siempre superan en número a los auténticos; como en el caso del propio Jesucristo. Hay fraude, artimañas y hasta una activa conducta delictiva. Hay sujetos muy turbios enlodando el agua. Lamento decir que también mujeres.
– Pues eso es lo que pienso.
– Y está muy mal explicado. A veces pienso que el mundo se divide entre quienes tienen experiencias psíquicas pero no saben escribir y los que saben escribir pero no tienen experiencias psíquicas.
Connie no contesta; no le agrada la consecuencia lógica de esta frase, que está sentada enfrente de ella, dejando que se enfríe el té.
– Pero he dicho «en gran parte», Connie. Sólo «una gran parte» es fraudulenta. Si visitas una mina de oro, ¿hay oro en cada pared? No. Gran parte, la mayoría, es ganga incrustada en la roca. El oro hay que buscarlo.
– Desconfío de las metáforas, Arthur.
– Yo también. Yo también. Por eso desconfío de la fe, que es la mayor metáfora de todas. He roto con la fe. Sólo puedo trabajar con la clara luz blanca del conocimiento.
Connie parece perpleja al oír esto.
– La finalidad de la investigación psíquica -explica él- es revelar y eliminar el fraude y el engaño. Dejar sólo lo que está científicamente comprobado. Si eliminas lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, tiene que ser la verdad. El espiritismo no te pide que des un salto en la oscuridad ni que cruces el puente cuando aún no ha llegado tu turno.
– Entonces, ¿es como la teosofía?
Connie está llegando ya al límite de sus conocimientos.
– No lo es. A la postre, la teosofía no es más que otra fe. Como te he dicho, he roto con la fe.
– ¿Y con el cielo y el infierno?
– Acuérdate de lo que nos decía mamá: «Usa camisetas de franela y no creas en el castigo eterno».
– ¿O sea que todo el mundo va al cielo? ¿Los justos y los pecadores? ¿Qué incentivo…?
Arthur la interrumpe en seco. Es como si de nuevo estuviera razonando sobre la férula del colegio.
– Nuestros espíritus no están necesariamente en paz después de que hayamos fallecido.
– ¿Y Dios y Jesús? ¿No crees en ellos?
– Desde luego. Pero no en el Dios y el Jesús de que habla una Iglesia que desde hace siglos ha estado tan corrompida espiritual como intelectualmente. Y que exige a sus seguidores que prescindan de sus facultades racionales.
Connie siente que se está extraviando y a la vez se pregunta si debería ofenderse.
– ¿En qué clase de Jesús crees entonces?
– Si te fijas en lo que la Biblia dice realmente, si no haces caso de cómo ha sido alterada y tergiversada para adaptarse a la voluntad de las Iglesias establecidas, es evidente que Jesús fue un vidente o médium sumamente diestro. Es innegable que el círculo íntimo de los apóstoles, en especial Pedro, Juan y Santiago, fue escogido gracias a sus dotes para el espiritismo. Los «milagros» de la Biblia son meros…, bueno, no meros ejemplos, sino totales, de los poderes psíquicos de Jesús.
– ¿La resurrección de Lázaro? ¿La multiplicación de los panes?
– Hay médiums médicos que afirman que ven a través de las paredes del cuerpo. Hay otros que aseguran que transportan objetos a través del tiempo y el espacio. Y Pentecostés, cuando el ángel del Señor descendió y todos hablaron lenguas, ¿qué otra cosa es sino una sesión? ¡Es la descripción más exacta de una sesión que he leído!
– ¿Así que te has convertido en un cristiano primitivo, Arthur?
– Por no mencionar a Juana de Arco. Sin lugar a dudas, fue una gran médium.
– ¿También ella?
Arthur sospecha que Connie se está burlando de él; sería muy propio de ella, pero para él así es más fácil, no más difícil, explicarle las cosas.
– Piénsalo de este modo, Connie. Imagínate que hay cien médiums en activo. Imagina que noventa y nueve son unos farsantes. Lo cual significa que uno no lo es, ¿verdad? Y si uno es auténtico, y lo son los fenómenos paranormales a los que sirve de cauce, hemos demostrado nuestra teoría. Sólo tenemos que demostrarlo una vez para que quede probado para todo el mundo y para siempre.
– ¿Demostrar qué?
A Connie le ha desconcertado que Arthur emplee de repente el pronombre «nosotros».
– La supervivencia del espíritu después de la muerte. Un solo caso y lo demostramos para toda la humanidad. Voy a contarte algo que sucedió hace veinte años en Melbourne. Por entonces estuvo muy documentado. Dos hermanos jóvenes salieron a la bahía en una barca gobernada por un timonel muy curtido. Las condiciones de navegación eran buenas, pero, ay, nunca volvieron. El padre era espiritista y al cabo de dos días sin noticias llamó a un famoso vidente, para que intentara dar con su paradero. Le entregaron las pertenencias de los hermanos y consiguió, por medio de la psicometría, trazar una crónica de sus movimientos. Lo último que alcanzó a ver fue que su barca estaba en un grave aprieto y que reinaba la confusión. Su muerte parecía inevitable.
»Veo tu mirada, Connie, y sé lo que estás pensando: que tú no habrías necesitado un médium para saber eso. Pero espera. Dos días después, se celebró otra sesión con el mismo vidente y los dos muchachos, que habían sido instruidos en la ciencia espiritista, aparecieron en el acto. Pidieron perdón a su madre, que no había querido que zarpasen, y contaron que la embarcación había volcado y ellos se habían ahogado. Informaron de que ya gozaban del esplendor y la felicidad que les habían prometido las prédicas de su padre. Y hasta llevaron al marinero que había muerto con ellos para que dijera unas palabras.
»Hacia el final del contacto, uno de los chicos refirió que un pez había arrancado de cuajo el brazo de su hermano. El médium le preguntó si había sido un tiburón y el chico contestó que aquel tiburón no era como ninguno de los que había visto. Pues bien, de todo esto hay constancia escrita y parte se publicó en los periódicos. Escucha lo que viene ahora. Unas semanas más tarde, a unas treinta millas mar adentro, pescaron un tiburón grande, de una especie abisal rara, desconocida para el pescador que lo capturó y que nunca se había visto en las aguas de Melbourne. Dentro del animal encontraron el hueso de un brazo humano, además de un reloj, monedas y otras cosas que pertenecían al ahogado. -Hizo una pausa-. ¿Qué me dices ahora, Connie?
Ella reflexiona un rato. Piensa que su hermano está confundiendo la religión con su afición a arreglar cosas. Arthur ve un problema -la muerte- y busca una forma de resolverlo: es su modo de ser. También piensa que el espiritismo está relacionado, aunque ella no sabe muy bien cómo, con el amor de Arthur a la caballería y las historias románticas, y con su creencia en una edad dorada. Pero encierra sus objeciones en un espacio más estrecho.
– Lo que te digo, mi querido hermano, es que es una historia maravillosa y que eres un narrador magnífico, como todos sabemos. Pero también que yo no estuve en Melbourne hace veinte años, y tú tampoco.
A Arthur no le importa que le rebatan.
– Connie, eres una gran racionalista, que es el primer paso hacia el espiritismo.
– Dudo que me conviertas, Arthur.
Connie tiene la sensación de que él acaba de contarle una versión retocada de Jonás y la ballena -en la que, no obstante, las víctimas son menos afortunadas-, pero que fundar cualquier creencia en una historia así sería un acto de fe como el de quienes oyeron por primera vez la de Jonás. Al menos, la Biblia propone una metáfora. Como Arthur siente aversión por las metáforas, cuando oye una parábola la entiende literalmente. Como si la del trigo y la cizaña fuera un mero consejo de horticultura.
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