Jean. Tuvo el buen juicio de no asistir al entierro; envió una carta de pésame y alrededor de una semana después Malcolm la llevó en coche desde Crowborough. No fue el más distendido de los encuentros. Cuando llegaron, Arthur descubrió que no podía abrazarla delante de su hermano y, por instinto, le besó la mano. Fue un desatino -resultó casi un gesto gracioso- y eso creó un ambiente embarazoso que no se disipó. Ella observó una conducta intachable, como Arthur sabía que haría; pero él no supo comportarse. Malcolm tuvo el tacto de salir a inspeccionar el jardín. Arthur empezó a dar vueltas como un desesperado, buscando una orientación. Pero ¿de quién? ¿De Touie, instalada detrás de su servicio de té? No sabiendo qué decir, utilizó su aflicción para esconder su torpeza, para justificar que no le alegrase ver la cara de Jean. Le alegró que Malcolm volviese de su ficticia expedición hortícola. Poco después se marcharon y Arthur se quedó deshecho.
El triángulo dentro del cual ha vivido -quejumbroso pero a salvo- durante tanto tiempo se ha roto, y la nueva geometría le asusta. Su exaltación apenada amaina, y le invade la letargia. Deambula por los jardines de Undershaw como si los hubiera planeado, tiempo atrás, un desconocido. Visita los caballos, pero no quiere que los ensillen. Va todos los días a la tumba de Touie y vuelve exhausto. Se imagina que ella le consuela, le tranquiliza diciéndole que, esté donde esté la verdad, ella siempre le ha amado y ahora le perdona; pero parece engreído y egoísta pedir eso a una difunta. Se queda largas horas sentado en su estudio, fumando y mirando los trofeos brillantes y huecos conquistados por un deportista y un escritor de éxito. Todas sus chucherías carecen de sentido comparadas con la muerte de Touie.
Confía toda su correspondencia a Wood. Hace mucho que su secretario ha aprendido a reproducir la firma de su patrono, sus inscripciones, sus giros verbales, hasta sus opiniones. Que Wood sea sir Arthur Conan Doyle un rato: el dueño del nombre no desea ser él mismo. Wood está autorizado a abrirlo todo, a desechar o contestar a su antojo.
Arthur no tiene fuerzas; come poco. Tener hambre en un trance así sería una obscenidad. Se acuesta; no duerme. No tiene síntomas, aparte de una debilidad general e intensa. Consulta a su viejo amigo y consejero médico Charles Gibbs, que le ha atendido desde los tiempos de Sudáfrica. Gibbs le dice que es todo y nada: en otras palabras, son nervios.
Pronto son algo más. Sus tripas ceden. Gibbs, por lo menos, identifica esto, aunque poco es lo que puede hacer al respecto. Algún microbio debe de habérsele infiltrado en el organismo, en Bloemfontein o en el veldt, y sigue ahí, a la espera de aparecer en el momento de máxima debilidad de Arthur. Gibbs le receta una pócima para dormir. Pero nada puede hacer contra el otro microbio alojado en el organismo del paciente, y al que tampoco es posible aniquilar: el microbio de la culpa.
Siempre pensó que la larga enfermedad de Touie le prepararía de algún modo para sobrellevar su muerte. Siempre pensó que la pena y la culpa, si sobrevenían, tendrían contornos más claros, más definidos y finitos. Por el contrario, parecen agua, nubes que constantemente adoptan formas nuevas, a merced de vientos sin nombre, indefinibles.
Sabe que debe levantarse, pero no tiene fuerzas; en definitiva, si se levanta será para volver a mentir. Primero, para perpetuar, para tornar histórica la antigua mentira sobre su ferviente matrimonio de amor con Touie; después, para organizar y propagar la nueva mentira, la de que Jean proporciona un consuelo inesperado al corazón de un viudo entristecido. Le asquea la idea de esta nueva mentira. En el letargo, al menos, hay una verdad: no engaña a nadie cuando, exhausto, con el estómago infestado, se arrastra de una habitación a otra. Pero sí engaña: todo el mundo achaca su estado a la mera tristeza.
Es un hipócrita; es un farsante. En algunos sentidos, siempre ha sentido que lo era, y cuanto más famoso se ha hecho, tanto más impostor se ha sentido. Le ensalzan como a un gran hombre de la época, pero a pesar de su activa participación social, su corazón no late al unísono con el mundo. Cualquier hombre normal de su tiempo no habría tenido escrúpulos en tomar como amante a Jean. Es lo que los hombres hacen hoy en día, y hasta en las más altas esferas de la sociedad, como ha observado. Pero su vida moral pertenece más bien al siglo XIV. ¿Y su vida espiritual? Connie le considera un cristiano primitivo. El prefiere ubicarse en el futuro. ¿En el siglo XXI, en el XXII? Todo depende de la rapidez con que la humanidad adormecida se despierte y aprenda a usar los ojos.
Y entonces sus pensamientos, que ya discurren cuesta abajo, dan un vuelco más. Después de nueve años de desear -de intentar no admitir que desea- lo imposible, es libre. Podría casarse con Jean al día siguiente y afrontar sólo los altercados de los moralistas de pueblo. Pero querer lo imposible canoniza ese deseo. Ahora que lo imposible se ha vuelto posible, ¿hasta qué punto lo desea? Ni siquiera es capaz de decirlo. Es como si los músculos del corazón, puestos a prueba durante tanto tiempo, se hubieran convertido en una goma desgastada.
Una vez oyó contar una historia, ante una copa de oporto, de un hombre casado que tenía una amante desde hacía mucho. Esta mujer era de una buena posición social, desde luego apta para contraer matrimonio con él, que era lo que desde siempre estaba previsto y prometido. Al final la esposa murió y al cabo de unas semanas el viudo volvió a casarse. Pero no con su amante, sino con una joven de una clase social más baja, a la que había conocido pocos días después del funeral. Por aquel entonces, Arthur pensó que el hombre era doblemente canalla: con la esposa y con la querida.
Ahora comprende la facilidad con que ocurren estas cosas. En los meses de abandono desde la muerte de Touie, apenas ha hecho vida social, y las personas a quienes le han presentado sólo le han hecho una levísima impresión. Pero aun así -y teniendo en cuenta que no comprende al otro sexo-, algunas mujeres han coqueteado con él. No, decir esto es vulgar e injusto; pero sin duda miraban distinto al autor famoso, caballero del reino, que acaba de enviudar. Se imagina bien que la goma desgastada pudiera romperse de pronto, que la simplicidad de una jovencita, o hasta la sonrisa perfumada de una coqueta, pudiese traspasar de improviso un corazón transitoriamente impermeable a una relación larga y secreta. Comprende la conducta del canalla doble.
Aún más que comprenderla: ve sus ventajas. Si accedes a sucumbir a un coup de foudre semejante, se acaban, por lo menos, las mentiras: no tienes que presentar a tu largo amor secreto y hacerlo pasar por una compañera recién conocida. No tienes que mentir a tus hijos con respecto a tu nueva esposa: sí, dices, ya sé cuánto os sorprende, y ella nunca sustituirá a la irreemplazable, pero me ha traído un poco de alegría y consuelo. El perdón pretendido quizá no llegara de inmediato, pero la situación sería menos complicada.
Vuelve a ver a Jean, a veces acompañados y a veces solos, y en los dos casos persiste cierta incomodidad entre ellos. Aguarda a que el corazón le lata de nuevo -no, le ordena que lo haga-, pero se niega. Hasta tal punto se ha acostumbrado a forzar sus pensamientos, a presionarlos y dirigirlos hacia donde quiere que vayan, que le sobresalta percatarse de que no puede hacer lo mismo con las emociones tiernas. Jean parece tan adorable como siempre, pero ese encanto no genera la reacción normal. Es como si a él le hubiera sobrevenido una impotencia sentimental.
En el pasado, Arthur ha aliviado los tormentos del pensamiento con el ejercicio físico; pero no tiene ganas de montar a caballo, de boxear, ni de golpear a una pelota de tenis, de golf o de criquet. Quizá si se viera transportado en un instante a un alto valle alpino, cubierto de nieve, una brisa glacial disipara el aire mefítico que se cierne sobre su alma. Pero parece imposible. La persona que fue en otro tiempo, el Sportesmann que llevó sus esquís noruegos a Davos y cruzó el paso de Furka con los hermanos Branger, parece que ha partido hace mucho tiempo, que se ha perdido de vista al otro lado de la montaña.
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