Sensata, la madre no responde.
Arthur se lo cuenta todo a su madre; sus temores más hondos, sus júbilos más grandes y todas las tribulaciones y alegrías intermedias del mundo material. Lo que nunca le menciona es su interés creciente por el espiritualismo, o el espiritismo, como prefiere llamarlo. Después de abandonar la católica Edimburgo, la madre se ha hecho miembro, por un mero proceso de asistencia, de la Iglesia de Inglaterra. Tres de sus hijos se han casado ya en St. Oswald: el propio Arthur, Ida y Dodo. Se opone por instinto al mundo parapsicológico, que para ella representa anarquía y paparruchas. Sostiene que la gente sólo puede alcanzar un entendimiento de la vida si la sociedad le aclara sus verdades; además, que las verdades religiosas deben expresarse a través de una institución establecida, sea la católica o la anglicana. Y es preciso tener en cuenta a la familia. Arthur es caballero del reino; ha comido y cenado con el rey; es una figura pública: ella le repite la jactancia de que él es, después de Kipling, el segundo hombre más influyente sobre los jóvenes saludables y deportistas del país. ¿Y si se supiera que participa en sesiones esotéricas? Se irían a pique todas sus posibilidades de llegar a ser lord.
En vano Arthur intenta referirle su conversación con sir Oliver Lodge en el palacio de Buckingham. La madre admite, desde luego, que Lodge es un hombre equilibrado y un científico de renombre, como lo prueba que acaban de nombrarle primer rector de la Universidad de Birmingham. Pero ella no capitula; en este campo es inquebrantable su negativa a ceder ante su hijo.
Arthur teme que si expone el tema a Touie quizá perturbe la calma sobrenatural de su existencia. Sabe que ella posee una confianza sencilla en las cuestiones de la fe. Supone que después de su muerte irá al cielo, cuya naturaleza exacta desconoce, y allí morará en un estado que no se imagina, hasta que Arthur se reúna con ella y a continuación sus hijos, llegado el momento, y vivan todos juntos en una versión superior de Southsea. A Arthur le parece injusto trastornar estas suposiciones.
Más le cuesta asumir que no pueda hablar con Jean, con quien desea compartirlo todo, desde el último alfiler de corbata hasta el último punto y coma. Lo ha intentado, pero Jean recela -o tiene miedo- de todo lo referente al espiritismo. Además, expresa su aversión de unas maneras que Arthur juzga atípicas de su carácter afectuoso.
Un día trata de narrarle, tras algunos tanteos y con una consciente represión del entusiasmo, su experiencia en una sesión. Casi al instante advierte la censura más acerba en aquellas facciones deliciosas.
– ¿Qué pasa, cariño?
– Pero Arthur -dice ella-, son una gente muy vulgar.
– ¿Quiénes?
– Esas personas. Son como gitanas que se sientan en una garita de feria y te leen la buenaventura con cartas y hojas de té. Son de lo más… vulgares.
Arthur considera inaceptable este esnobismo, sobre todo en la mujer a quien quiere. Tiene ganas de decirle que siempre ha sido la espléndida clase media baja la que ha constituido la nobleza espiritual del país: basta con mirar a los puritanos, muchos de ellos, por supuesto, subestimados. Tiene ganas de decirle que alrededor del mar de Galilea muchos, sin duda, tacharon de un poco vulgar a Nuestro Señor Jesucristo. Los apóstoles, como la mayoría de los médiums, poseían una escasa educación formal. Por descontado, no dice nada de esto. Se avergüenza de su repentina irritación y cambia de tema.
Así pues, tiene que salirse del triángulo con los lados de hierro. No aborda a Lottie: no quiere arriesgar en modo alguno el amor que ella le tiene, y tanto más porque ayuda a cuidar a Touie. En su lugar, se dirige a Connie. A Connie, que anteayer, como quien dice, llevaba el pelo suelto sobre la espalda como la soga de un buque de guerra y rompía corazones en Europa; Connie, que ha asumido con excesiva firmeza el papel de madre de Kensington; que, además, se atrevió a oponérsele aquel día en Lord's. Arthur no ha resuelto la cuestión de si Connie hizo cambiar de opinión a Hornung o si fue al revés, pero en cualquiera de los dos casos, ha llegado a admirarla por eso.
La visita una tarde en que Hornung no está; les sirven el té en la salita del piso de arriba, donde una vez él le habló de Jean. Se le hace extraño pensar que su hermana está más cerca de los cuarenta que de los treinta años. Pero le sienta bien esta edad. No es una mujer tan decorativa como antaño: es grande, saludable y jovial. Jerome no iba desencaminado cuando estando los dos en Noruega la llamaba Brunilda. Es como si, con los años, se hubiera vuelto más robusta para contrarrestar la mala salud de Willie.
– Connie -empieza, con dulzura-. ¿Alguna vez te preguntas qué habrá después de la muerte?
Ella le dirige una mirada penetrante. ¿Hay malas noticias sobre Touie? ¿Mamá está enferma?
– Es una pregunta general -añade él, intuyendo su alarma.
– No -responde ella-. Poco, en todo caso. Me preocupa la muerte de los demás. No la mía. En otro tiempo sí, pero cambias cuando eres madre. Creo en las enseñanzas de la Iglesia. De la mía. De nuestra Iglesia. La que tú y mamá abandonasteis. No tengo tiempo de creer en nada más.
– ¿Tienes miedo de la muerte?
Connie reflexiona. Teme la muerte de Willie -cuando se casó con él conocía la gravedad de su asma, sabía que siempre tendría una salud delicada-, o mejor dicho su ausencia y la pérdida de su compañía.
– Me gusta poco la idea -contesta-. Pero cruzaré el puente cuando me llegue el turno. ¿A qué viene todo esto?
Arthur hace un breve movimiento de cabeza.
– ¿Entonces tu posición podría resumirse como la de esperar para ver?
– Supongo. ¿Por qué?
– Querida Connie…, qué inglesa es tu actitud ante la eternidad.
– Un pensamiento muy extraño.
Connie sonríe, y no parece que quiera escabullirse. Aun así, Arthur no sabe muy bien por dónde empezar.
– Cuando de niño estuve en Stonyhurst, tenía un amigo, un tal Partridge. Era un poco más joven que yo. Un buen catcher de criquet. Le gustaba enredarme en argumentos teológicos. Escogía ejemplos de las doctrinas más ilógicas de la Iglesia y me pedía que las justificara.
– ¿Era ateo, entonces?
– En absoluto. Era un católico más acérrimo de lo que yo nunca he sido. Pero intentaba convencerme de las verdades de la Iglesia razonando en contra de ellas. La táctica resultó desacertada.
– Qué habrá sido de Partridge.
Arthur sonríe.
– Da la casualidad de que es el segundo caricaturista del Punch.
Hace una pausa. No, tiene que ir al grano. Es su modo de ser, en definitiva.
– A mucha gente, a la mayoría, le aterra la muerte, Connie. No son como tú en este sentido. Pero sí lo son en sus actitudes inglesas. Esperar a ver qué pasa, cruzar el puente cuando te llegue el turno. Pero ¿por qué esto tendría que reducir el miedo? ¿Acaso la incertidumbre no debería aumentarlo? ¿Y qué sentido tiene la vida si no sabes lo que sucede después? ¿Cómo puedes comprender el comienzo si no sabes cuál es el final?
Connie se pregunta adonde quiere ir a parar Arthur. Adora a su hermano grandullón, generoso, bullanguero. Lo ve como un pragmático escocés con una veta de fuego imprevisto.
– Ya te he dicho que creo lo que mi Iglesia enseña -responde-. No veo otra alternativa. Aparte del ateísmo, que es pura vacuidad y tan deprimente que no se puede expresar, y conduce al socialismo.
– ¿Qué piensas del espiritismo?
Ella sabe que Arthur ha tenido escarceos desde hace años con esas prácticas. Hablan de ello o lo insinúan a sus espaldas.
– Supongo que desconfío, Arthur.
– ¿Por qué?
Espera que Connie no revele también que es una esnob.
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