– Su posición.
– ¿Su posición personal?
– Sí.
El presidente del tribunal y los otros dos magistrados se retiraron a deliberar sobre la sentencia. George apenas pudo mirar a su familia. Su madre se apretaba un pañuelo contra la cara; su padre fijaba en el aire una mirada inexpresiva. Maud, a la que esperaba ver llorando, le sorprendió. Había girado el cuerpo entero en dirección a George y alzaba hacia él unos ojos graves y amorosos. El sintió que si conservaba aquella expresión en la memoria, las cosas peores quizá pudieran soportarse.
Pero no tuvo tiempo de seguir pensando, porque el presidente del tribunal, que sólo había tardado unos minutos en tomar su decisión, le dirigió la palabra.
– George Edalji, el veredicto del jurado es justo. Ha recomendado clemencia en consideración a la posición que ocupa. Tenemos que determinar qué castigo imponerle. Hemos tenido en cuenta su posición personal y lo que para usted representan los castigos. Por otra parte, debemos tener presente el estado del condado de Stafford y el distrito de Great Wyrley, y el deshonor infligido al vecindario por estos sucesos. La sentencia son siete años de trabajos forzados.
Una especie de murmullo soterrado recorrió la sala del juicio, un ruido ronco pero inexpresivo. George pensó: «No, siete años, no puedo sobrevivir siete años, ni siquiera la mirada de Maud puede sostenerme tanto tiempo. Vachell tiene que explicar, tiene que presentar una objeción».
Por el contrario, fue Disturnal quien se levantó. Una vez conseguida una condena, llegaba la hora de la magnanimidad. George no sería juzgado por el cargo de haber enviado una carta de amenaza al sargento Robinson.
«Llévenselo»; y la mano del agente Dubbs le agarró del brazo, y antes de que George tuviera tiempo de un último intercambio de miradas con su familia, de una última mirada alrededor de la sala donde con tanta confianza había esperado que se impartiera justicia, le empujaron para que bajase por la trampilla hacia la luz de gas titilante del sótano oscuro. Dubbs le explicó con deferencia que, en vista del veredicto, tenía que introducirle en la celda provisional, a la espera de su traslado a la cárcel. Allí George, sentado inmóvil, con el pensamiento todavía en la sala del juicio, revivió despacio los sucesos de los cuatro últimos días: los testimonios, las respuestas dadas en los interrogatorios, las tácticas jurídicas. No tenía quejas de la diligencia o la eficacia de sus abogados. En cuanto al fiscal, Disturnal había llevado el caso con inteligencia y un método antagonista, como cabía esperar; y sí, Meek estaba en lo cierto cuando habló de la destreza con que aquel hombre hacía ladrillos aunque no tuviera paja.
Y entonces se agotó la capacidad de George para el sereno análisis profesional. Sintió un cansancio inmenso, aunque a la vez estaba sobreexcitado. La secuencia de sus pensamientos perdió el ritmo regular; se tambaleaban, caían hacia delante, seguían la gravedad emocional. De repente se le pasó por la cabeza que hasta unos minutos antes sólo unas cuantas personas -sobre todo policías, y quizá algunos espectadores tontamente ignorantes, de los que aporrearían las puertas de un coche que pasaba- le suponían culpable. Pero ahora -y al darse cuenta le invadió la vergüenza- casi todo el mundo creería que lo era. Los lectores de periódicos, sus colegas abogados de Birmingham, los pasajeros del tren matutino a los que había repartido folletos de la Legislación ferroviaria. Después empezó a pensar en personas concretas que le juzgarían culpable: por ejemplo, Merriman, el jefe de estación, y Bostock, el maestro de escuela, y Greensill, el carnicero, que a partir de entonces le recordaría siempre a Gurrin, el experto grafólogo, el hombre que le creía capaz de escribir blasfemias e indecencias. Y no sólo Gurrin: Merriman y Bostock y Greensill creerían que, además de rajar el abdomen de animales, George era el autor de blasfemias e indecencias. Y también la criada de la vicaría, y el coadjutor, y Harry Charlesworth, cuya amistad se había inventado. Hasta Dora, la hermana de Harry -de haber existido-, le habría mirado con asco.
Se imaginó la mirada de todas estas personas… a las que ahora se sumaba Hands, el botero. Hands pensaría que, después de haberle tomado con mano experta las medidas para un par de botas, George se había ido tranquilamente a su casa, había cenado, fingido que se acostaba y luego se había escabullido del dormitorio, cruzado los campos y mutilado a un pony. Y al imaginarse a todos aquellos testigos y acusadores, sintió tal oleada de pena por sí mismo y por lo que le habían hecho a su vida, que habría querido que le permitieran quedarse para siempre en aquella penumbra subterránea. No obstante, antes de lograr siquiera controlarse en aquel grado de desdicha, volvió a sentirse arrastrado, ya que por supuesto toda aquella gente de Wyrley no le miraría de aquel modo acusatorio: no, como mínimo, durante muchos años. No, mirarían a sus padres: al padre en el púlpito, a la madre cuando hacía sus rondas parroquiales; mirarían a Maud cuando entrase en una tienda, a Horace cuando volviese de Manchester, si es que alguna vez volvía a pisar la casa tras el oprobio de su hermano. Todo el mundo miraría, señalaría, diría: su hijo, su hermano cometió las atrocidades de Wyrley. Y él había infligido aquella pública y continuada humillación a su familia, que lo era todo para él. Sabían que era inocente, pero sólo servía para duplicar su sentimiento de culpa hacia ellos.
¿Sabían que era inocente? Aquí se agravó su desesperación. Sabían que era inocente, pero ¿cómo dejarían de dar vueltas en la cabeza a lo que habían visto y oído en los cuatro últimos días? ¿Y si su fe en él empezaba a flaquear? Cuando decían que sabían que era inocente, ¿qué querían decir en realidad? Para saberle inocente tendrían que haber velado toda la noche y haberle observado durmiendo, o bien tendrían que haber estado vigilando en el campo de la mina cuando llegó un lunático mozo de labranza con un instrumento maléfico en el bolsillo. Sólo así tendrían la certeza absoluta. Lo que hacían era creer, creer firmemente. ¿Y si, andando el tiempo, unas palabras de Disturnal, alguna afirmación del doctor Butter o alguna duda personal sobre George, largo tiempo reprimida, empezaba a socavar la confianza en él de sus familiares?
Era una cosa más que añadir a la lista de agravios. Les obligaría a emprender un penoso viaje de introspección. Hoy: conocemos a George y sabemos que es inocente. Pero quizá dentro de tres meses: creemos conocer a George y creemos que es inocente. Y dentro de un año: sabemos que no conocemos a George, pero todavía le consideramos inocente. ¿Quién podría reprocharles este declive progresivo?
No sólo le habían condenado a él; también a su familia. Si era culpable, algunos pensarían que sus padres tenían que haber cometido perjurio. Y cuando el vicario predicase la diferencia entre el bien y el mal, su feligresía ¿le tomaría por un hipócrita o un ingenuo? Cuando su madre visitara a los oprimidos, ¿no le dirían que haría mejor guardándose la compasión para su hijo criminal en una cárcel lejana? Era otro agravio: había sentenciado a sus propios padres. ¿No tendrían fin aquellas figuraciones atormentadas, aquel implacable vórtice moral? Aguardó a que se produjera otra caída, que las aguas le arrastrasen, que se ahogara; pero pensó en Maud. Sentado en el duro taburete, detrás de los barrotes de hierro, mientras en algún lugar de aquella oscuridad el carcelero Dubbs silbaba una tonadilla desafinada, pensó en Maud. Ella era su fuente de esperanza, ella impediría que cayese. Creía en Maud; sabía que ella no flaquearía porque había visto su mirada en la sala. Era una mirada que no necesitaba descifrar, que no corromperían el tiempo o la maldad; una mirada de amor, de confianza y de certeza.
Читать дальше