George juzgó la pregunta superflua. Era de todo punto evidente que tenía una manta, multicolor y de un peso razonable: imposible que el funcionario no la viera.
– Sí, tengo, muchas gracias.
– ¿Qué es eso de muchas gracias? -preguntó el carcelero, con una voz más que belicosa.
George recordó los interrogatorios de la policía. Quizá su tono había sido muy osado.
– Quiero decir que sí tengo -dijo.
– Entonces hay que destruirla.
Ahora sí que George no entendía nada. Aquella norma no se la habían explicado. Cuidó su respuesta y en especial el tono.
– Disculpe, pero no llevo aquí mucho tiempo. ¿Por qué quiere destruir mi manta, que es para mí una prenda cómoda y una necesidad, me figuro, en los meses más recios?
El carcelero le miró y poco a poco se echó a reír. Se rió tanto que un compañero se coló en la celda para ver qué pasaba.
– No una manta, número 247, sino chinches [12].
George, a su vez, sonrió a medias, ignorando si el reglamento le permitía sonreír. Tal vez sólo si pedía permiso. En todo caso, el episodio se divulgó por la cárcel y siguió a George durante los meses siguientes. Aquel indio vivía una vida tan regalada que ni siquiera sabía lo que era una chinche.
En su lugar descubrió otras molestias. No había retretes propiamente dichos ni intimidad cuando más falta hacía. El jabón era de pésima calidad. Existía además la regla estúpida de que los afeitados y los cortes de pelo se hacían al aire libre, lo que motivaba que muchos reclusos -George entre ellos- pillasen resfriados.
Enseguida se habituó al ritmo alterado de su vida. 5.45: hora de levantarse. 6.15: abrían las puertas, recogían los cubos, colgaban la ropa de cama para orearla. 6.30: repartían herramientas; a continuación, trabajo. 7.30: desayuno. 8.15: plegar la ropa de cama. 8.35: capilla. 9.05: regreso. 9.20: salida para ejercicio. 10.30: regreso. Rondas del director y otros trámites burocráticos. 12: comida. 13.30: recogida de los cubiertos de hojalata, seguido de trabajo. 17.30: cena, recogida de herramientas que se guardaban fuera para el día siguiente. 20: hora de acostarse.
La vida era más ruda, más fría y más solitaria que la que había conocido hasta entonces, pero le ayudaba la rígida estructura cotidiana. Siempre se había ceñido a un horario estricto; también, como estudiante y como abogado, había asumido una fuerte carga de trabajo. Se había concedido muy pocas vacaciones -aquella excursión a Aberystwyth con Maud fue una rara excepción- y aún menos lujos, salvo los de la mente y el espíritu.
– Lo que más echan de menos los presos estrella es la cerveza -dijo el capellán, en la primera de sus visitas semanales-. Bueno, no sólo los estrella. También los intermedios y los ordinarios.
– Por suerte, yo no bebo.
– Y lo segundo son los cigarrillos.
– También soy afortunado en eso.
– Y lo tercero, los periódicos.
George asintió.
– Reconozco que ahí sí he sentido una privación severa. Tenía la costumbre de leer tres periódicos al día.
– Si pudiera ayudarle en algo… -dijo el capellán-. Pero el reglamento…
– Quizá sea mejor prescindir por completo de una cosa que confiar en que te la den de vez en cuando.
– Ojalá otros tuvieran esa actitud. He visto a hombres ponerse como locos por un cigarrillo o una bebida. Y algunos añoran terriblemente a su novia. Algunos echan en falta la ropa, otros cosas que no sabían que apreciaban, como el olor al otro lado de la puerta del patio una noche de verano. Todo el mundo echa de menos algo.
– No digo que esté contento -contestó George-. Pero puedo pensar con pragmatismo en la falta de periódicos. En otros sentidos, seguro que soy como los demás.
– ¿Y qué es lo que más echa en falta?
– Oh -respondió George-. Mi vida.
Se diría que el capellán imaginaba que George, como hijo de clérigo, extraería su consuelo principal de practicar la religión. George no le desengañó y asistía a los oficios con mejor disposición que la mayoría; pero se arrodillaba, cantaba y rezaba con el mismo ánimo con que sacaba el cubo de la celda, plegaba la ropa de cama y trabajaba; como algo que le ayudaba a sobrellevar la jornada. Casi todos los reclusos trabajaban en los cobertizos, donde confeccionaban felpudos y canastos; un hombre estrella en sus tres meses de incomunicación tenía que trabajar en su celda. A George le dieron una tabla y madejas pesadas de hilo. Le enseñaron a trenzar el hilo utilizando la tabla como molde. Produjo, despacio y con un gran esfuerzo, piezas alargadas, de un grueso tejido trenzado y un tamaño concreto. Cuanto terminó seis, se las llevaron. Después empezó otra tanda, y otra más.
Al cabo de un par de semanas, preguntó a un funcionario cuál era el objeto de aquellas formas.
– Oh, deberías saberlo, 247, deberías saberlo.
George intentó pensar dónde podría haber tropezado antes con aquel material. Cuando tuvo claro que no lo recordaba, el carcelero cogió dos de las piezas oblongas terminadas y las prensó juntas. Luego se las colocó a George debajo de la barbilla. Al no obtener respuesta, se las puso debajo de su propia barbilla y empezó a abrir y a cerrar la boca con un ruido húmedo.
La pantomima dejó a George perplejo.
– Me temo que no lo veo.
– Oh, vamos. Lo sabes.
El celador hizo sonidos de masticación cada vez más ruidosos.
– No lo adivino.
– Morrales, 247, morrales para caballos. Debe de ser agradable, para un hombre familiarizado con caballerías.
George sintió un embotamiento repentino. Así que el carcelero lo sabía; todos lo sabían, hablaban y bromeaban al respecto.
– ¿Soy el único que los hace?
El carcelero sonrió.
– No te creas especial, 247. Los trenzas tú y otra media docena de presos. Algunos los cosen. Otros hacen las cuerdas para atarlos alrededor de la cabeza del caballo. Otros los ensamblan. Y otros los embalan para expedirlos.
No, él no era especial. Tal era su consuelo. Era sólo un preso más, que trabajaba como los demás, un preso cuyo delito no era más alarmante que el de muchos otros y que podía optar por comportarse bien o mal, pero no tenía opción respecto a su situación fundamental. Ni siquiera ser abogado era insólito allí, como el director había señalado. En vista de las circunstancias, decidió ser lo más normal posible.
Cuando le dijeron que cumpliría seis meses «separado» en lugar de tres, George no se quejó ni preguntó el motivo del cambio. Lo cierto era que pensaba que los «horrores de la incomunicación» de que hablaban los periódicos y libros eran burdamente exagerados. Prefería tener muy escasa compañía en vez de mucha y mala. Aún estaba autorizado a hablar con los celadores, el capellán y el director en sus rondas, si bien tenía que esperar a que ellos le hablasen primero. Podía servirse de su voz en la capilla para cantar los himnos y entonar las respuestas. Y normalmente a los reclusos se les permitía hablar durante el ejercicio, aunque encontrar afinidades con el que caminaba a tu lado no siempre era sencillo.
Había además una excelente biblioteca en Lewes, y el bibliotecario pasaba dos veces por semana para llevarse los libros que George había leído y abastecer su estantería. Podía pedir cada semana una obra de tema educativo y un libro «de biblioteca». Este último concepto abarcaba desde una novela popular a un volumen de los clásicos. George se propuso leer todas las grandes obras de la literatura inglesa y la historia de países importantes. Lógicamente, estaba autorizado a tener una Biblia en su celda, pero cada vez se percataba más de que después de cuatro horas de faenar cada tarde con la tabla y el hilo, no eran las cadencias de la Sagrada Escritura lo que le apetecía leer, sino el capítulo siguiente de sir Walter Scott. A veces, encerrado en su celda, a salvo del mundo, viendo con el rabillo del ojo la manta de colores vivos, experimentaba una sensación de orden que casi lindaba con la satisfacción.
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