Julian Barnes - Arthur & George

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En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo.
George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época.
El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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Supo por las cartas de su padre que el veredicto había suscitado la indignación pública. El señor Voules había asumido su defensa en Truth, y R. D. Yelverton, antiguo presidente de la Corte Suprema de Bahamas, y ahora de los tribunales de Pump Court, en el distrito de Temple, iba a elevar una petición. Se estaban reuniendo firmas y muchos abogados de Birmingham, Dudley y Wolverhampton ya habían dado su apoyo. A George le conmovió saber que entre los firmantes se encontraban Greenway y Stentson; aquellos dos siempre habían sido buenas personas. Estaban entrevistando a testigos y recopilando sobre el carácter de George testimonios de docentes, colegas y familiares. Yelverton incluso había recibido una carta de sir George Lewis, el abogado penalista más renombrado de la época, en la que expresaba su ponderado dictamen de que el proceso de George contenía defectos fatales.

Era evidente que se habían formulado en su defensa algunas quejas oficiales, puesto que a George le permitieron recibir más comunicaciones de lo normal referentes a su caso. Leyó algunos de los testimonios. Había una copia en papel carbón morado de una carta del hermano de su madre, el tío Stoneham, del Cottage de Much Wenlock. «Siempre que he visto a mi sobrino o he tenido noticias de él (hasta que se habló de esas cosas abominables), me ha parecido simpático, lo mismo que me han dicho otros, y también inteligente.» Algo en la frase subrayada llegó derecho al corazón de George. No el elogio que contenía, que le resultaba violento, sino el subrayado. Más adelante reaparecía. «Conocí al señor Edalji cuando llevaba cinco años ordenado y tenía muy buenas referencias de otros eclesiásticos. Nuestros amigos de entonces también consideraban como nosotros que los parsis son un pueblo muy antiguo y cultivadoy poseen muchas cualidades.» Y de nuevo en la posdata: «Mi padre y mi madre dieron su pleno consentimientoa la boda y sentían un profundo afecto por mi hermana».

Como hijo y como preso, George no pudo evitar que estas palabras le emocionaran hasta las lágrimas; como abogado, dudaba del efecto que causarían sobre el funcionario del Ministerio del Interior que finalmente nombraran para revisar su caso. Se sentía al mismo tiempo vivamente optimista y totalmente resignado. En parte quería quedarse en su celda, trenzando morrales y leyendo las obras de sir Walter Scott, y pescar resfriados cuando le cortaban el pelo en el patio gélido, y volver a oír el viejo chiste de las chinches. Lo quería porque era probable que fuese su destino y la mejor manera de resignarse a sufrirlo consistía en acatarlo. Pero otra parte de él quería ser libre al día siguiente, abrazar a su madre y a su hermana, obtener el reconocimiento público de la gran injusticia cometida con él: era la parte a la que no podía dar rienda suelta, porque podría acabar causándole el mayor dolor.

Procuró, por tanto, permanecer impasible cuando supo que ya se habían reunido diez mil firmas, encabezadas por la del presidente del Colegio de Abogados, la de sir George Lewis y la de sir George Birchwood, K.C.I.E. [13], la más alta autoridad médica. Habían firmado centenares de abogados, no sólo de la zona de Birmingham; también miembros del King's Counsel, parlamentarios -entre ellos los de Staffordshire- y ciudadanos de todas las ideologías. Se recabaron declaraciones juradas de testigos que habían visto a obreros y curiosos pisando el terreno donde ulteriormente el policía Cooper había descubierto las huellas de botas. Además, Yelverton había obtenido un informe favorable de Edward Sewell, un veterinario consultado por la acusación y al que luego no llamaron a testificar. La petición, las declaraciones juradas y los testimonios formaban en su conjunto «el memorándum» que sería enviado al Ministerio del Interior.

En febrero ocurrieron dos cosas. El 13 de este mes, el Cannock Advertiser [14] informó de que otro animal había sido mutilado exactamente de la misma forma que en ocasiones anteriores. Quince días después, Yelverton presentó el memorándum al ministro del Interior, Akers-Douglas. George se permitió el lujo de tener esperanzas. En marzo sucedieron otras dos cosas: la petición fue rechazada y George fue informado de que al concluir sus seis meses de incomunicación sería trasladado a Portland.

No le dijeron el motivo del traslado y él no lo preguntó. Supuso que era una manera de decir: ahora seguirás cumpliendo tu condena. Puesto que siempre había previsto hacerlo, en cierta medida -aunque no muy grande- podía afrontar la noticia con filosofía. Se dijo que había cambiado el mundo de las leyes por el de las reglas, y quizá no fuesen muy distintos. La cárcel era un entorno más simple porque las normas no dejaban un margen de interpretación; pero era probable que el cambio le resultase menos desconcertante a él que a quienes siempre habían pasado su vida fuera de la ley.

Las celdas de Portland no le impresionaron. Estaban hechas con calamina y al verlas le parecieron perreras. También era mala la ventilación, que se obtenía abriendo un agujero en la parte inferior de la puerta. No había campanas para los reclusos y si alguno quería hablar con un carcelero depositaba la gorra debajo de la puerta. Para pasar lista se utilizaba este mismo método. Al grito de «¡Gorras al suelo!», las colocaban en el agujero de ventilación. Pasaban lista cuatro veces al día, pero como el recuento de gorras demostraba ser menos fiable que el de personas, a menudo había que repetir el laborioso proceso.

Le dieron un nuevo número, el D462. La letra indicaba el año de la condena. El sistema había comenzado con el siglo: 1.900 era el año A; George, por tanto, había sido condenado en el año D, 1903. Cosían en la chaqueta del preso, y también en la gorra, una chapa con su número y los años de prisión. En Portland se usaban los nombres con mayor frecuencia que en Lewes, pero persistía la tendencia de conocer a un hombre por su chapa. Así pues, George era el D462-7.

Tuvo la consabida entrevista con el director. Aunque muy educado, desde sus primeras palabras fue menos alentador que su colega de Lewes.

– Debe saber que es inútil intentar una fuga. Nadie se ha fugado nunca de Portland Bill. Lo único que se consigue es perder la remisión de la pena y descubrir los placeres de la incomunicación.

– Creo que probablemente soy la última persona en toda la cárcel que intentaría fugarse.

– Eso ya lo tengo oído -dijo el director-. La verdad es que ya lo he oído todo. -Consultó el expediente de George-. Religión. Aquí dice anglicana.

– Sí, mi padre…

– No puede cambiarla.

George no entendió esta observación.

– No quiero cambiar de religión.

– Bien. De todos modos, no puede. No piense que va a esquivar al capellán. Es perder el tiempo. Cumpla su condena y obedezca a los carceleros.

– Siempre ha sido mi intención.

– Entonces es más sensato o más insensato que la mayoría.

Tras este comentario enigmático, el director hizo una seña de que se llevaran a George.

Su celda era más pequeña y más mísera que la de Lewes, aunque un celador que había servido en el ejército le dijo que era mejor que un cuartel. George no disponía de medios para saber si esto era cierto o si sólo pretendía ofrecer un consuelo no verificable. Le tomaron las huellas dactilares, por primera vez en su historial carcelario. Temía el momento en que el médico evaluase su aptitud para el trabajo. Todo el mundo sabía que a los enviados a Portland les entregaban una piqueta y les mandaban a picar piedras en una cantera; por añadidura, les ponían grilletes. Pero su inquietud se reveló infundada: sólo un pequeño porcentaje de reclusos trabajaba en las canteras, y nunca mandaban allí a los hombres estrella. Además, a causa de su visión defectuosa, George sólo fue juzgado apto para trabajos livianos. Como el médico consideró además que no debía subir y bajar escaleras, le destinaron al pabellón número I, en la planta baja.

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