El padre de George pareció sorprendido de que le volvieran a preguntar algo a lo que ya había respondido. Hizo una pausa más larga de lo normal. Después dijo:
– Sí.
– ¿Y la abre con la llave por la mañana?
De nuevo, una pausa anormal.
– Sí.
– ¿Y dónde guarda la llave?
– La llave se queda en la cerradura.
– ¿No la esconde?
El vicario miró a Disturnal como miraría a un colegial impertinente.
– ¿Por qué demonios debería esconderla?
– ¿Nunca la esconde? ¿Nunca la ha escondido?
El padre de George pareció totalmente perplejo.
– No comprendo por qué me hace esta pregunta.
– Sólo trato de establecer si la llave está siempre en la cerradura.
– Pero si ya se lo he dicho.
– ¿Siempre a la vista? ¿Nunca escondida?
– Pero si ya se lo he dicho.
Cuando el padre de George testificó en Cannock, las preguntas habían sido directas y el estrado de los testigos bien podría haber sido un púlpito desde donde el vicario atestiguaba la misma existencia de Dios. Ahora, sometido al interrogatorio de Disturnal, él -y el mundo con él- empezaba a parecer más falible.
– Ha declarado que la llave chirría cuando gira en la cerradura.
– Sí.
– ¿Es algo reciente?
– ¿Qué es lo que es reciente?
– Que la llave chirríe en la cerradura. -El fiscal adoptaba la actitud de quien ayuda a un anciano a subir unos peldaños-. ¿Siempre ha chirriado?
– Siempre, que yo recuerde.
Disturnal sonrió al vicario. A George no le gustó aquella sonrisa.
– Y, en todo este tiempo, desde que recuerda, ¿nadie ha pensado en aceitar la cerradura?
– No.
– ¿Puedo preguntarle, señor, y puede que le parezca una pregunta nimia, pero de todos modos me gustaría conocer su respuesta, por qué nadie ha aceitado nunca la cerradura?
– Supongo que nunca nos ha parecido importante.
– ¿No ha sido por falta de aceite?
El vicario cometió la imprudencia de mostrar su irritación.
– Mejor haría preguntando a mi esposa sobre nuestras provisiones de aceite.
– Puede que lo haga, señor. Y ese chirrido, ¿cómo lo describiría?
– ¿Qué quiere decir? Es un chirrido.
– ¿Es un chirrido fuerte o suave? ¿Podría compararlo, por ejemplo, con el de un ratón o con el crujido de la puerta de un establo?
Shapurji Edalji puso una cara como si hubiera dado un traspié y caído dentro de un antro de trivialidad.
– Supongo que lo describiría como un chirrido fuerte.
– Es tanto más sorprendente, quizá, que la cerradura no esté aceitada. Pero dejémoslo así. La llave produce un chirrido fuerte por la noche y otro por la mañana. ¿Y en otras ocasiones?
– No le entiendo.
– Me refiero, señor, a cuando usted o su hijo salen del dormitorio por la noche.
– Pero ninguno de los dos sale nunca.
– Ninguno de los dos sale. Lo comprendo…, sus hábitos de dormitorio datan de dieciséis o diecisiete años. ¿Está diciendo que en todo este tiempo ni usted ni su hijo han abandonado nunca el dormitorio durante la noche?
– No.
– ¿Está totalmente seguro?
De nuevo, una larga pausa, como si el vicario estuviera repasando los años en su cabeza, noche tras noche.
– Todo lo seguro que puedo estar.
– ¿Tiene un recuerdo de cada noche?
– No veo el sentido de esta pregunta.
– Señor, no le pido que le vea un sentido. Me limito a pedirle que la conteste. ¿Tiene un recuerdo de cada noche?
El vicario paseó la mirada por la sala, como esperando que alguien le rescatase de aquella catequesis estúpida.
– No más que otra persona.
– Exacto. Ha declarado que tiene un sueño ligero.
– Sí, muy ligero. Me despierto fácilmente.
– Y, señor, ¿ha testificado que si la llave girase en la cerradura usted se despertaría?
– Sí.
– ¿No ve la contradicción en lo que ha dicho?
– No, no la veo.
George vio que su padre se estaba azorando. No estaba habituado a que le contrariasen, por muy educadamente que lo hicieran. Parecía viejo, e irritable, y poco dueño de la situación.
– Entonces permítame que se lo explique. Nadie ha salido del dormitorio en diecisiete años. Es decir, según usted nadie ha girado nunca la llave mientras usted dormía. Entonces, ¿cómo puede afirmar que si la girasen usted se despertaría?
– Eso es buscarle tres pies al gato. Lo que quiero decir, obviamente, es que me despierta el ruido más nimio.
Pero lo dijo con un tono más irascible que autoritario.
– ¿Nunca le ha despertado el sonido de la llave en la cerradura?
– No.
– ¿No puede, por tanto, jurar que ese sonido le despertaría?
– Sólo puedo repetir lo que acabo de decir. El ruido más nimio me despierta.
– Pero si nunca le ha despertado el sonido de la llave girando en la cerradura, ¿no es perfectamente posible que la llave haya girado y usted no se haya despertado?
– Como he dicho, eso no ha ocurrido nunca.
George observaba a su padre como un hijo inquieto y solícito, pero también como un abogado en activo y un acusado aprensivo. Su padre no lo estaba haciendo bien. Disturnal lo aflojaba primero por un lado y luego por el otro.
– Señor Edalji, ¿ha declarado en su testimonio que se despertó a las cinco y no volvió a dormirse hasta que usted y su hijo se levantaron a las seis y media?
– ¿Duda usted de mi palabra?
Disturnal no manifestó placer al oír esta respuesta, pero George sabía que lo estaba sintiendo.
– No, sólo le pido que confirme lo que dijo.
– Pues lo confirmo.
– ¿No volvió, quizá, a quedarse dormido entre las cinco y las seis y media y despertó más tarde?
– Ya he dicho que no.
– ¿Sueña alguna vez que se despierta?
– No le entiendo.
– ¿Sueña usted cuando duerme?
– Sí. A veces.
– ¿Y sueña a veces que se despierta?
– No lo sé. No recuerdo.
– Pero ¿acepta que otras personas sueñan a veces que se despiertan?
– Nunca lo he pensado. No me parece importante lo que sueñen otros.
– Pero ¿aceptará mi palabra de que otras personas sí tienen esos sueños?
El vicario parecía ahora un eremita inducido en el desierto a tentaciones cuya índole parecía totalmente incapaz de captar.
– Si usted lo dice…
También George estaba desorientado por el proceder de Disturnal, pero la intención del fiscal enseguida se tornó más clara.
– ¿De modo que tiene la certeza, en la medida de lo razonable, de que estuvo despierto entre las cinco y las seis y media?
– Sí.
– ¿Y está asimismo seguro de que estuvo durmiendo entre las once y las cinco?
– Sí.
– ¿No recuerda haberse despertado en ese lapso de tiempo?
La cara del vicario adoptó una expresión como si volvieran a dudar de su palabra.
– No.
Disturnal asintió.
– Así que dormía a la una y media, por ejemplo. A las… -hizo un gesto como si arrancara tiempo del aire-, a las dos y media, por ejemplo. A las tres y media, por ejemplo. Sí, gracias. Ahora pasemos a otra cuestión…
Y el interrogatorio prosiguió de este modo, sin parar, convirtiendo al padre de George, a los ojos de todos los presentes, en un viejo chocho, tan inseguro como sin duda era honorable; en un hombre cuyas singulares tentativas de garantizar la seguridad doméstica podrían haber sido fácilmente burladas por su hijo inteligente, que, poco antes, había mostrado tanta desenvoltura en el estrado de los testigos. O quizá en algo todavía peor, en un padre que, sospechando que su hijo quizá hubiera participado de algún modo en las atrocidades, trataba con inquietud pero sin eficacia de modificar su testimonio a medida que lo prestaba.
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