El Post sugería además que el bisturí o lanceta había sido propiedad de la difunta, y que podría haber sido utilizado para cortar una arteria que hubiera causado su muerte por desangramiento. En otras palabras, un suicidio: otra TRAGEDIA. «Pues bien -pensó George-, había una explicación posible. Aunque Great Wyrley hubiera estado en Surrey en vez de en Staffordshire, la policía habría fabricado una teoría más convincente: que el hijo del vicario se había fugado de una habitación cerrada con llave, adquirido una lanceta que nunca en su vida había visto, seguido a la pobre mujer hasta la plantación y allí, sin ningún motivo imaginable, la había matado.»
Esta pequeña dosis de amargura le había revivido. Y al imaginar su participación fantástica en el caso Hickman se acordó también de las garantías que Vachell le había dado en su primera entrevista. ¿Mi defensa, señor Edalji? Simplemente que no hay pruebas de que usted cometiese el delito, ningún motivo para cometerlo ni tampoco oportunidad alguna. Por supuesto, lo adornaré un poco para presentarlo al juez y al jurado, pero eso será en esencia mi defensa.
Sin embargo, antes hubo que afrontar el testimonio del doctor Butter. Este testigo no era como Gurrin, que a George se le antojó un charlatán que impostaba una ciencia. El médico de la policía era un caballero de pelo canoso, sereno y cauto, que venía de un mundo de tubos de ensayo y microscopios y que sólo se ocupaba de los detalles. Explicó a Disturnal los procedimientos que había seguido para examinar las navajas, la chaqueta, el chaleco, las botas, el pantalón y el abrigo de estar por casa. Describió las manchas halladas en diversas prendas e identificó cuáles cabía clasificar como sangre de un mamífero. Había contado los pelos recogidos de la manga y del bolsillo del pecho izquierdo de la chaqueta: había veintinueve en total, todos cortos y de color rojo. Los había comparado con los pelos de una tira de piel cortada del pony muerto de la mina. Eran asimismo cortos y rojos. Los había examinado al microscopio y dictaminado que eran «de longitud, color y textura similares».
La técnica de Vachell con el doctor Butter consistió en otorgar pleno respeto tanto a su competencia como a sus conocimientos, para de inmediato tratar de explotarlos en beneficio de la defensa. Llamó la atención sobre las manchas blanquecinas en la chaqueta, que la policía había asegurado que eran de saliva y espuma del animal herido. ¿Confirmó este punto el análisis científico del doctor Butter?
– No.
– En su opinión, ¿de qué eran las manchas?
– De almidón.
– Y, según su experiencia, ¿cómo habrían llegado esos residuos a una prenda de vestir?
– Yo diría que lo más probable es que fueran residuos de pan y leche del desayuno.
En este momento, George oyó un ruido de cuya existencia casi se había olvidado: risa. La idea del pan y la leche suscitó la risa en la sala. A él le pareció el sonido de la cordura. Miró al jurado mientras persistía la hilaridad del público. Uno o dos de los jurados estaban sonriendo, pero la mayoría conservaba un semblante grave. George lo consideró un signo alentador.
Vachell pasó a las manchas de sangre en la manga del abrigo de su defendido.
– ¿Dice que estas manchas son de sangre de un mamífero?
– Sí.
– ¿No cabe ninguna duda al respecto, doctor Butter?
– Ninguna.
– Ya. Dígame, doctor Butter, ¿un caballo es un mamífero?
– En efecto.
– ¿Y también un cerdo, una oveja, un perro, una vaca?
– Desde luego.
– En realidad, en el reino animal, ¿puede clasificarse de mamífero todo lo que no sean pájaros, peces o reptiles?
– Sí.
– ¿Usted y yo somos mamíferos, así como los miembros del jurado?
– Desde luego.
– Entonces, doctor Butter, cuando dice que la sangre pertenece a un mamífero, ¿simplemente está diciendo que podría pertenecer a cualquiera de las especies que acabo de mencionar?
– Así es.
– ¿No afirma en ningún momento que está demostrando, o que sería capaz de demostrar, que los puntitos de sangre en el abrigo del acusado procedían de un caballo o un pony?
– No, no sería posible afirmar tal cosa.
– ¿Y es posible averiguar mediante examen de cuándo datan las manchas de sangre? ¿Podría asegurar, por ejemplo, que esta mancha data de hoy, esta otra de ayer, aquélla de hace una semana y ésta de hace varios meses?
– Bueno, si todavía está húmeda…
– Cuando las examinó, ¿estaba húmeda alguna de las manchas de sangre que había en el abrigo de George Edalji?
– No.
– ¿Estaban secas?
– Sí.
– Entonces, según su propio testimonio, ¿podrían llevar en el abrigo días, semanas, incluso meses?
– Así es.
– ¿Y es posible decir si una mancha de sangre ha sido causada por sangre de un animal vivo o un animal muerto?
– No.
– ¿Ni tampoco por un pedazo de carne?
– Tampoco.
– Es decir, doctor Butter, ¿no puede usted, al examinar manchas de sangre, distinguir entre las causadas por un hombre que mutila a un caballo y las que habrían podido caerle en la ropa varios meses antes cuando, pongamos, estaba trinchando el asado del domingo… o, de hecho, comiéndolo?
– Debo reconocer que no.
– ¿Y puede recordar al tribunal cuántas manchas de sangre encontró en los puños del abrigo del señor Edalji?
– Dos.
– ¿Y tío dijo usted que cada una era del tamaño de una moneda de tres peniques?
– Eso dije.
– Doctor Butter, si usted fuera a destripar a un caballo con tanta violencia que el animal muriera desangrado y tuviese que ser sacrificado, ¿piensa que podría hacerlo sin dejar apenas más sangre en su ropa que la que pudiera encontrarse si estuviera comiendo con descuido?
– No quisiera especular…
– Y yo no le instaré a que lo haga. No le instaré en absoluto.
Ufano por este diálogo, Vachell inició la defensa con una declaración breve y después llamó a George Ernest Thompson Edalji.
«Rodeó el banquillo con paso brioso y se enfrentó a la sala atestada con una compostura perfecta.» Esto fue lo que leyó George al día siguiente en el Daily Post de Birmingham, y fue una frase que siempre le haría sentirse orgulloso. Por muchas mentiras que se hubiesen dicho, y a pesar de la campaña de susurros, de las calumnias sobre su ascendencia, de las tergiversaciones intencionadas de la policía y de otros testigos, iba a afrontar y había afrontado a sus acusadores con una perfecta compostura.
Vachell empezó pidiendo a su cliente que repasara sus movimientos precisos durante la noche del 17. Los dos sabían que era un repaso estrictamente superfluo, en vista del efecto causado por el testimonio de Lewis sobre el horario conocido de los sucesos. Pero Vachell quería acostumbrar al jurado al sonido de la voz de George y a la fiabilidad de su declaración. Apenas hacía seis años que se autorizaba a testificar a los acusados, y sacar al estrado a un reo se consideraba aún una novedad peligrosa.
Así pues, fue referida de nuevo la visita a Hands, el botero, y trazado para el jurado el itinerario nocturno, aunque atendiendo a una señal previa de Vachell George no mencionó que había llegado hasta la granja de Green. Después habló de la cena en familia, las disposiciones para la hora de acostarse, la puerta del dormitorio cerrada con llave, el despertar, el desayuno y la partida hacia la estación.
– Una vez en la estación, dígame, ¿recuerda haber hablado con el señor Joseph Markew?
– Sí, en efecto. Me abordó cuando yo estaba esperando en el andén a mi tren de costumbre, el de las siete y treinta y nueve.
– ¿Recuerda lo que él le dijo?
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