La policía de Staffordshire no parece acostumbrada a recibir sugerencias prácticas de particulares.
– Sabuesos -repite Campbell-. En efecto, un par de ellos. Parece algo salido de un novelón barato. «¡Señor Holmes, eran las huellas de un perro gigantesco!»
Parsons suelta una risa y Campbell no le ordena que guarde silencio.
Todo ha salido horriblemente mal, sobre todo esta última parte que George ha concebido por su cuenta y de la que ni siquiera ha hablado con su padre. Está abatido. Al salir de la comisaría, los dos policías observan su marcha desde la entrada. Oye al sargento comentar, con una voz audible: «Quizá podamos guardar a los sabuesos en la biblioteca».
Estas palabras parecen acompañarle durante todo el trayecto de regreso a la vicaría, donde les hace a sus padres una crónica abreviada de la entrevista. Decide que si la policía rechaza sus propuestas, les ayudará a pesar de todo. Publica un anuncio en el Lichfield Mercury y otros periódicos en el que describe la campaña reanudada de cartas y ofrece una recompensa de 25 libras pagaderas en el caso de que se condene al culpable. Recuerda que el anuncio de su padre, hace muchos años, tuvo un mero efecto inflamatorio, pero confía en que esta vez la oferta de dinero dé su fruto. Declara que es abogado.
Cinco días después, el inspector fue convocado de nuevo en Green Hall. Esta vez se mostró menos tímido a la hora de fisgar. Se fijó en un reloj de pie que exhibía las fases de la luna, un grabado a media tinta de una escena bíblica, una alfombra turca descolorida y una chimenea atestada de leños en previsión del otoño. En el estudio le alarmó menos el alce de ojo vidrioso y vio los volúmenes encuadernados del Field y Punch. El aparador albergaba un pez grande disecado en una pecera, y una vitrina con tres licoreras.
El capitán Anson indicó con un gesto a Campbell que se sentara y se quedó de pie: una artimaña de hombres bajos en presencia de otros más altos, como el inspector sabía bien. Pero no tuvo tiempo de reflexionar sobre las estratagemas de la autoridad. El talante de la misma, en esta ocasión, no era cordial.
– Nuestro hombre ha empezado a provocarnos. Esas cartas de Greatorex… ¿Cuántas hemos recibido ya?
– Cinco, señor.
– Y anoche le llegó esta otra a Rowley, en Bridgetown. Anson se puso las gafas y empezó a leer:
Señor, un individuo cuyas iniciales adivinará llevará un gancho nuevo en el tren de Walsall la noche del miércoles, y lo llevará guardado en un bolsillo especial debajo del abrigo, y usted o sus colegas lo verán si logran abrírselo un poco, pues es casi cuatro centímetros más largo que el que tiró lejos de la vista cuando oyó que alguien le seguía los pasos esta mañana. Llegará después de las cinco o las seis, o si no vuelve a casa mañana lo hará el jueves y cometerá usted un error si no tiene a mano a todos sus agentes de paisano. Los ha despachado demasiado pronto. Vaya, piense nada más en que actuó cerca de donde ellos estuvieron escondidos hace sólo unos días. Pero señor, él tiene ojo de águila y los oídos tan afilados como una cuchilla, y es tan rápido de pies como un zorro e igual de silencioso, y repta a gatas hasta donde están los pobres animales, los acaricia un rato y después los destripa con el gancho y las tripas se les salen antes de darse cuenta de que están heridos. Necesita cien detectives para pillarle con las manos en la masa, porque es más listo que el hambre y se conoce cada recoveco. Usted sabe quién es, y puedo demostrarlo; pero hasta que ofrezcan una recompensa de cien libras no diré ni pío.
Anson miró a Campbell, invitándolo a hacer comentarios.
– Ninguno de mis hombres vio tirar algo, señor. Y no han encontrado nada que se parezca a un gancho. Quizá mutile o no a los animales de ese modo, pero las entrañas no se les salen, como sabemos. ¿Quiere que vigile los trenes de Walsall?
– Cuesta pensar que después de esta carta vaya a aparecer un tipo con un abrigo largo en medio del verano, invitando a que le registren.
– No, señor. ¿Cree que las cien libras que pide es una respuesta intencionada a la recompensa que ofrece el abogado?
– Es posible. Aquello fue una burda impertinencia.
Anson hizo una pausa y cogió otra hoja de papel de su escritorio.
– Pero es peor la otra carta, la dirigida al sargento Robinson, de Hednesford. Juzgue usted mismo.
Anson se la entregó.
Habrá jolgorio en Wyrley en noviembre, cuando empiecen con niñas, porque liquidarán a veinte mozas como a los caballos antes del próximo marzo. No piense que va a pillarlos destripando a las bestias; son demasiado silenciosos y no se mueven durante horas, hasta que sus hombres se han ido… Edalji, al que dicen que encerraron, va a ir a Brum el domingo por la noche a ver al Capitán, cerca de Northfield, para hablar de cómo van a hacerlo con tantos detectives por ahí sueltos, y creo que van a despacharse algunas vacas a la luz del día en vez de por la noche… Creo que pronto matarán animales más cerca de aquí, y sé que las granjas Cross Keys y West Cannock son las dos primeras de la lista… A ti, canalla abotagado, te volaré esa cabezota de un tiro con la pistola de tu padre si te cruzas en mi camino o andas espiando a alguno de mis amigos.
– Esto es malo, señor. Muy malo. Más vale que no se sepa. Cundiría el pánico en todos los pueblos. Veinte mozas… La gente ya está bastante preocupada con su ganado.
– ¿Tiene hijos, Campbell?
– Un chico. Y una niña.
– Sí. Lo único bueno de esta carta es la amenaza de muerte al sargento Robinson.
– ¿Eso es bueno, señor?
– Oh, quizá no para el propio Robinson. Pero significa que nuestro hombre se ha propasado. Amenazar de muerte a un oficial de policía. Si incluimos eso en la acusación le caerá cadena perpetua.
«Si atrapamos al remitente de la carta», pensó Campbell.
– Northfield, Hednesford, Walsall… Intenta dispersarnos en todas direcciones.
– Sin duda. Inspector, permítame resumir, si no tiene objeciones, y dígame si discrepa de mi análisis.
– Sí, señor.
– Pues bien, usted es un oficial competente…, no, no discrepe todavía. -Anson esbozó la más leve de las sonrisas de su repertorio-. Un oficial muy competente. Pero esta investigación empezó hace tres meses y medio, y hubo tres semanas en las que tuvo a su mando a veinte agentes especiales. No hemos acusado a nadie ni detenido a nadie; ni siquiera hemos convocado a nadie para interrogarlo. Y las mutilaciones han continuado. ¿Estamos?
– Estamos.
– La cooperación local, que sé que usted compara desfavorablemente con su experiencia en la gran ciudad de Birmingham, ha sido mejor que de costumbre. Por una vez, existe un interés más grande del normal en ayudar a la policía. Pero las mejores sospechas que hemos obtenido hasta ahora proceden de denuncias anónimas. Ese misterioso «Capitán», por ejemplo, que ofrece el inconveniente de vivir en el otro lado de Birmingham. ¿Debe tentarnos? Yo creo que no. ¿Qué motivos podría tener un capitán que reside a kilómetros de distancia para mutilar animales a cuyos dueños no conoce? Aunque sería una pobre labor policial no hacer una visita a Northfield.
– De acuerdo.
– Así que estamos buscando a lugareños, como siempre hemos supuesto. O a un lugareño. Yo me inclino por la idea de más de uno. Tres o cuatro, quizá. Sería más lógico. Me imaginaría uno que escribe las cartas, un chico recadero que viaja a distintas localidades, una persona diestra en manejar animales y el que planea y los dirige a todos. Una banda, en otras palabras. A cuyos miembros no les gusta la policía. Que se recrean, de hecho, en intentar despistarnos. Que son jactanciosos.
Читать дальше